Hijos del clan rojo (49 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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—¡Lena! ¡Qué alegría! —estaba diciendo ya desde la escalera—. ¡Qué sorpresa! ¡Cuánto tiempo sin vernos!

«¿Cómo que qué sorpresa? —pensó Lena—. ¿Ya no se acuerda de que me ha llamado ella? ¿Tan mal está? ¿O es que tres meses han sido suficientes para que lo haya olvidado?»

Clara llegó al final de la escalera y Lena se acercó, más despacio de lo que habría querido, sin saber si abrazarla, darle la mano como a una desconocida o limitarse a mirarla hasta ver qué decidía ella.

Se miraron un instante hasta que Clara adelantó una mano y acarició la mejilla de Lena.

—Mejor no besarnos; tengo una especie de gripe que no se acaba de curar y resulta muy pesada. Da fiebre y eso.

Lena le cogió la mano y se la besó con cariño. Parecía de papel de arroz. El anillo de compromiso con el enorme rubí le bailaba en el dedo huesudo.

—Ven, vamos a sentarnos al jardín —dijo Clara—. Esto parece una cripta, con tanta piedra. En invierno debe de ser muy acogedor, pero ahora es una tumba.

Lena cogió la bandeja.

—Deja, mujer. Para eso hay criadas.

—No me cuesta nada.

Clara se encogió de hombros y avanzó delante de Lena hasta salir al jardín. Bajaron unos escalones que llevaban hasta una terraza bordeada de lavanda en flor. Todo el azul del mar se extendía frente a ellas. El sol acababa de ponerse dejando el cielo incendiado de rosa y naranja con algunas nubes casi incandescentes. Lena dejó la bandeja en la mesa y se acomodó en una de las sillas de hierro pintado de blanco.

—¡Qué preciosidad de sitio!

Clara no contestó. Se limitó a servir dos vasos de limonada y a ofrecerle uno.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó mirándola fijamente con esos ojos afiebrados e inquietos que habían sustituido a los que ella conocía.

—¿Ya no te acuerdas de que tú misma me dijiste dónde estabas?

—¿Yo?

—Por
mail
. Me pediste que viniera, me explicaste cómo llegar.

Clara sacudió la cabeza.

—No. Yo no he sido. Hace siglos que no me dejan usar el ordenador.

—¿Cómo que no te dejan?

Lanzó una mirada de reojo, por encima del hombro, hacia la casa antes de contestar.

—No quieren que me excite, dicen. Desde hace meses no he hablado casi con nadie, excepto con Dominic, su hermana Eleonora y el tío Gregor, el médico.

—¿El monstruo metálico que me ha recibido?

Clara siseó un «chist», pero la miró agradecida de que alguien pensara lo mismo que ella sobre el doctor Kaltenbrunn.

—¡Qué tipo más desagradable! ¿Es de verdad tío de Dominic?

—Sí, eso es lo que parece. He tenido mucha suerte de que sea ginecólogo.

—Sí —contestó Lena con toda la ironía de que fue capaz—. No hay más que verte.

—¿Tan mal me encuentras?

—Sí.

Clara se quedó mirándola entre escandalizada y hasta cierto punto agradecida por la sinceridad.

—No me explico que no hayan hecho nada para que te encuentres mejor. Estás espantosa, Clara. ¿Qué te pasa?

—Estoy embarazada —contestó, algo picada.

—Sí, ya. Pero yo he conocido a unas cuantas embarazadas en mi vida y ninguna estaba como tú. Parece que acabes de salir de la tumba. No me extraña que hayas pedido ayuda.

Clara empezó a sollozar bajito.

—Tienes que salir de aquí —insistió Lena—. Está claro que esto no te sienta bien.

—No puedo. No me dejan. Y no sería bueno para el niño. —Se iba enfadando conforme hablaba—. Y además yo no te he pedido ayuda. No necesito ayuda de nadie. Dominic viene una vez por semana, a veces dos. Eleonora me hace compañía siempre que puede y pronto tendré al niño.

—¿Se sabe ya que va a ser chico? —Lena sabía que si quería frenar el incipiente enfado de Clara, que siempre se ponía agresiva cuando se sentía mal, tenía que tratar de cambiar de tema.

—Sí. Es un chico.

—¿Y cómo le vais a llamar?

—Arek.

—No lo había oído nunca, pero es bonito.

—¿Te gusta? —Clara parecía realmente sorprendida.

—Sí. ¿A ti no?

Ella volvió los ojos de nuevo hacia atrás y movió la cabeza lentamente, mientras se recogía los labios con los dientes.

—Entonces ¿por qué le vais a poner ese nombre?

—Lo han elegido ellos.

—Clara —dijo Lena cogiéndole la mano por encima de la mesa—. ¿No quieres contarme qué te pasa? ¿No quieres decirme algo más de lo que comentabas en tu
mail
? ¿Lo de la sangre?

Pareció dudar durante unos segundos. Luego se levantó y dio unos pasos en dirección a la baranda del mirador. Lena se levantó también, fue tras ella y le echó un brazo por los hombros. Clara empezó a sollozar.

—No te acerques, Lena, por favor. Vete. Vete de aquí antes de que sea tarde. Soy peligrosa.

—Tonta es lo que eres, tonta, retonta. Anda, dime qué te pasa y ya se nos ocurrirá algo, como siempre.

Por un instante todo el cuerpo de Clara se desmadejó entre los brazos de su amiga, pero en seguida se repuso, se apartó de ella y se limpió los ojos con el dorso de la mano.

—No me pasa nada, Lena. Las hormonas del embarazo, que me sientan fatal y que, como estoy mucho tiempo sola, a veces pienso tonterías. Perdóname. No tendrías que haber venido. Ven, vamos a decirle a Emmanuela que te prepare algo de cenar. ¿Dónde duermes?

Lena se quedó mirando a su amiga como si no la conociera.

—Acabo de llegar del aeropuerto. Suponía que podía quedarme aquí.

—No. Aquí no puedes quedarte. —La respuesta no admitía duda, pero Lena sacudió la cabeza, perpleja.

—No me digas que tienes todas las habitaciones ocupadas. O ¿qué pasa, que el monstruo metálico te lo tiene prohibido?

—Se está haciendo de noche —contestó Clara como si no hubiera oído a su amiga—. Le diré a Giovanni que te lleve a Amalfi, o si lo prefieres al pueblo de aquí cerca, y que te busque un hotel o una pensión. Mañana, si aún estás por aquí, puedes volver a verme.

—Clara, no entiendo nada, pero si me voy ahora, me voy para siempre. No te molestes en volver a llamarme.

—Yo no te he llamado, maldita sea, ¿no lo entiendes? No sé quién lo ha hecho y no sé para qué, pero yo no he sido. ¡Yo nunca habría querido que me vieras así! —Se dio la vuelta violentamente y echó a andar por el jardín, seguida de Lena, que no entendía nada de lo que estaba pasando. No sabía si creerla o no porque, si la creía, la cosa tenía demasiadas implicaciones: si Clara no le había enviado los mensajes por
mail
, entonces ¿quién había sido? y ¿para qué? Tendría que ponerse en contacto con Lenny, que era la única persona, además de ella, que decía haber recibido un
mail
de Clara.

Cuando llegaron a la verja de la propiedad, Clara parecía haberse calmado un poco.

—Lena, por favor, vete ahora pero vuelve mañana. Trataré de explicarte algunas cosas. No es fácil y aquí no se puede hablar —dijo bajando la voz.

Ella asintió con la cabeza en silencio.

—Me he dejado la maleta en la sala donde estábamos antes.

—En seguida te la traerán.

Efectivamente, un momento después, un hombre fuerte, de traje oscuro y corbata negra, metió la maleta de Lena en un coche enorme, muy limpio, con asientos de cuero color crema, y se instaló tras el volante después de haberle abierto la puerta a ella.

—¿Cuándo te toca? —preguntó Lena antes de subir al coche.

Clara la miró como si hubiera hablado en otro idioma.

—El niño. El parto —apremió Lena.

—Según el doctor, muy pronto ya. En cualquier momento. La familia está a punto de llegar y por eso necesitamos todo el espacio. —Era tan evidente que mentía que Lena no sabía qué hacer para sacarla de aquella situación y que le hablara como antes, como cuando eran amigas.

—Pero estás de seis meses, ¿verdad?

—Todo está perfecto —dijo Clara mirando la nuca del chófer por encima del hombro de su amiga.

—¿Quieres que me quede hasta que nazca?

—Me gustaría mucho. Le preguntaré al tío Gregor.

Lena se sentó en el coche, casi físicamente empujada por la fuerza de la mirada de Clara que se inclinó hacia ella como si fuera a darle dos besos.

—¿Vendrás mañana? —preguntó muy bajito, directamente en su oído.

Lena asintió con la cabeza, aún perpleja y cada vez más inquieta, como contagiada del miedo de su amiga.

—Cuídate, Clara. Hasta mañana.

Desde la curva, Lena aún pudo ver la frágil e hinchada figura cruzando el jardín a toda velocidad, como si tuviera muchísima prisa por llegar a alguna parte.

Amalfi (Italia)

No sabía lo que le habían hecho a Clara, pero su comportamiento era tan extraño que se alegraba de haber salido de Villa Lichtenberg y haber encontrado habitación en un hotelito agradable al final de una callejuela colgada sobre el mar.

Si hubiera encontrado a su amiga en un castillo entre montañas una noche de invierno, habría pensado que se trataba de un lugar embrujado y que nunca lograría salir de allí, pero por fortuna era primavera, estaban junto al mar y, una vez fuera de aquellas paredes, todo parecía un mal sueño, una exageración de sus percepciones.

Lo que, sin embargo, estaba claro que no había soñado era el horrible aspecto de Clara y el hecho de que su amiga, después de medio año sin verse, ni siquiera le hubiera preguntado cómo estaba ella o qué había sido de su vida. Era más que posible que no supiera que había dejado el instituto, pues en ese caso le habría preguntado por los compañeros o le habría extrañado que ella pudiera estar visitándola en lugar de estar en clase y estudiando para los exámenes de Matura. O bien es que estaba tan obsesionada y tan enferma que no podía pensar más que en sí misma y en el bebé que pronto nacería. Pero ¿cómo iba a estar a punto de nacer si se había quedado embarazada a primeros de noviembre y estaban a primeros de mayo?

Y ¿qué había querido decir con eso de «soy peligrosa»? ¿Tenía alguna enfermedad contagiosa, quizá mortal? ¿O se trataba más bien de que Clara estaba realmente convencida de haberse convertido en vampira y tenía miedo de atacarla si se le acercaba demasiado?

Sombra le había explicado que la necesidad de sangre era normal cuando la criatura había sido engendrada por
karah
, pero era más que posible que el clan rojo no hubiera considerado necesario explicárselo a Clara porque la ignorancia y el miedo la hacían más vulnerable y le impedían pedir ayuda a la gente que la quería.

Lo que estaba claro era que todo lo que se relacionaba con los clanes, con
karah
, era extraño y nada fácil de comprender. Y como Clara suponía que Lena no estaba informada de nada, seguramente ni siquiera se le ocurría por dónde empezar a contarle lo que le estaba pasando. Por eso no habría más remedio que insistir, volver a Villa Lichtenberg al día siguiente y preguntar, preguntar todo lo posible y lo imposible, aunque podría darse el caso de que Clara no hubiera sido informada. Al fin y al cabo, ella misma sólo sabía algunas cosas a través de su madre y, después, por Joseph y Chrystelle.

Se aseguró de que la puerta de su cuarto estuviera cerrada con llave, abrió la mochila y fue poniendo sobre la cama la herencia de su madre. Seguía sin saber para qué servían la mayor parte de los trastos y las llaves, y sin entender qué utilidad podían tener la foto del cementerio y el recorte de periódico, pero al menos las listas podían servirle de algo.

Las puso una junto a otra en el pequeño escritorio. Dominic von Lichtenberg destacaba con claridad, en rojo. También en rojo aparecía Eleonora Lavalle —¿serían hermanos de distinto padre?— y, como era de esperar, Gregor Kaltenbrunn, el doctor Frankenstein de la familia.

Por pura curiosidad echó una mirada a la otra lista, donde los nombres estaban relacionados con los Arcanos Mayores del Tarot: Dominic, el Mago; Eleonora, el Sol. Gregor Kaltenbrunn, el Segador, el siniestro esqueleto con la guadaña. Tenía sentido.

Lena pasó el dedo por la lista: en rojo aparecían también Flavia Brunelleschi, Mechthild Kaiser y Miles Borman. Subrayado varias veces destacaba un nombre curioso, sin apellido de ningún tipo y con artículo: el Shane. Los demás nombres, escritos en otros colores, no le decían nada, salvo el de soltera de su madre, Bianca Bloom, y el suyo propio, que no recordaba haber leído la primera vez que le echó un vistazo a la lista, en París, una eternidad atrás.

Aliena Wassermann. El último nombre de la lista del clan blanco.

Los otros eran: Emma Uribe, Albert de Montferrat, Lasha Rampanya, Ennis O’Malley y Tania Kurova-Gutridottir. Su clan. Y sin embargo no conocía a nadie, ni sabía dónde estaban, ni tampoco ninguno de ellos había tratado de ponerse en contacto con ella, para informarla, para protegerla, para, simplemente, reconocer su existencia y su pertenencia a la familia.

De pronto, se sentía tan sola que habría podido ponerse a aullar. Sólo hacía unas horas que no sabía nada de Sombra y le parecía un año. Se había acostumbrado hasta tal punto a estar con él, a su entrenamiento constante, a tener el tiempo lleno y planeado, que ahora se sentía vacía sin su presencia, y además, estaba empezando a tener miedo. ¿Dónde se había metido? ¿Por qué no le había dicho adónde iba y cuándo pensaba volver? ¿Y si ahora que se había marchado de España no conseguía encontrarla?

A ella misma le dio risa la idea de que Sombra pudiera no saber dónde estaba si quería localizarla, pero, por si acaso, decidió que en cuanto cenara algo y se metiera en la cama, trataría de concentrarse con todas sus fuerzas para ponerse en contacto con él.

Pasó la mano por los objetos que había extendido sobre la cama y, ya estaba a punto de guardarlos de nuevo en la mochila cuando recordó que las instrucciones de su madre decían con claridad que los llevara siempre encima, así que, sintiéndose vagamente culpable por no haberlo hecho hasta ese momento, empezó a distribuirlos por los diferentes bolsillos de los pantalones que se había comprado especialmente para eso.

Se dio cuenta de que en el artículo que hablaba de las joyas recuperadas del naufragio del
Titanic
había una foto que mostraba exactamente el medallón que le habían dado Joseph y Chri-Chri en París; en el pie de foto se leía: «No se ha conseguido averiguar a quién perteneció esta exquisita joya de platino y brillantes, por eso se la conoce como
Collier Mystère
».

Por lo que le habían dicho ellos, el original había pertenecido a una antepasada suya, una mujer del clan blanco, y ellos tenían los documentos necesarios para problarlo, pero como tenía otras cosas en que pensar, guardó el artículo, las fotos y el mapa que, de momento, no le decía nada, el móvil que aún no se había animado a encender por miedo a que la localizaran, y dejó en último lugar a
Alex
, el leoncito de peluche.

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