Hijos del clan rojo (24 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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Necesitaba tanto hablar con alguien, que tenía que estrujarse las manos para no coger el teléfono y llamar a su padre, a Dani o a Clara, pero si su madre se había tomado tantas molestias para ayudarla a desaparecer, no podía estropearlo ahora todo poniéndose en contacto con nadie. Además, si hablaba con Clara sólo conseguiría aterrorizarla. Su padre habría sido perfecto, pero él probablemente tenía el teléfono del piso de París y, si él no la llamaba, era porque no convenía hacerlo.

Daniel.

¡Cuánto le gustaría que estuviera allí, a su lado, que la abrazara y le dijera que no había por qué tener miedo, que todo se arreglaría! ¡Qué maravilloso sería poder dar un paseo cogidos de la mano por París, sin pensar en peligros que no podía ni imaginar! Y ni siquiera tenía el móvil ni el portátil para, al menos, ver una foto suya y consolarse pensando que estaba ahí, lejos, pero con ella de algún modo.

Tenía que hablar con él. Lo necesitaba. Además, él estaría cada vez más preocupado por su silencio. Era importante que lo tranquilizara porque, si seguía sin saber nada de ella durante más tiempo, igual decidía que lo había abandonado y la dejaba por otra. Y eso sería horrible. A pesar de lo que había pasado con Lenny, y que ahora se le desdibujaba como si fuera el recuerdo de un sueño, el que de verdad la quería y le daba seguridad era Daniel. Daniel, con sus dulces ojos grises, su pelo tan corto que hacía cosquillas en la palma de la mano al acariciarlo, sus orejas despegadas de duende, su sonrisa, su forma de desearla, de tocarla, como si fuera algo tan valioso que le asustara romperlo, su voz susurrándole al oído palabras de amor.

Se abrazó fuerte a sí misma, dudando. Podía salir a buscar un locutorio de teléfonos, de los que usaban los inmigrantes para llamar a casa, pero eso significaba salir a la calle a medianoche sin saber adónde dirigirse. Casi le parecía oír la voz de su madre diciéndole: «Pero ¿tú estás tonta? ¿O es que no te he enseñado nada?», y lo peor era que tenía razón. Ella también sabía perfectamente que tenía que esperar a que se hiciera de día; sólo que no se creía capaz.

La otra opción era llamar desde la comodidad de su piso, caliente, protegida, metida en la cama incluso, para oír la voz de Dani. Pero ¿y si el teléfono estaba pinchado? Se enterarían de todo lo que hablaran, sabrían de la existencia de Dani y, llegado el caso, podrían chantajearla amenazándolo a él. Había visto suficientes películas para saber que meter a los seres queridos en asuntos turbios nunca salía bien, a menos que el protagonista fuera Bruce Willis o Harrison Ford.

Fue al armario del cuarto de baño con la esperanza de encontrar somníferos, pensando que ésa era la mejor solución: tomarse una píldora y dormir hasta media mañana, sin angustiarse, sin darle vueltas a nada, sin soñar. Pero su madre, fiel a sus principios, había dejado un botiquín bien provisto para toda clase de emergencias, salvo ésa. A cambio, había un papelito enrollado: «Necesitas todos tus sentidos para hacer lo que tienes que hacer, cariño. Tienes que estar alerta. Ya dormirás al final, y entonces no te harán falta las pastillas. Te quiero». Debajo había un corazón rojo, una flor azul y un
smiley
violentamente amarillo.

Sonrió a su pesar y algo en la nota la decidió. Cogió el teléfono y marcó el número de Dani con el corazón en la garganta.

Tardó tanto en contestar que ya estaba segura de que se conectaría el buzón de voz, de que no conseguiría hablar con él. Sin embargo, cuando ya estaba a punto de colgar, dejó que sonara una vez más y oyó su voz, fría, suspicaz.

—¿Sí? ¿Sabe usted qué hora es?

—Dani, soy yo.

La voz cambió de un instante a otro, como si todo el hielo se hubiera derretido de golpe.

—¡Lena! ¡Dios mío, por fin! ¿Dónde estás? ¿Estás bien? ¿Qué pasa? Me he vuelto loco pensando en ti.

—Estoy bien, Dani. —Estaba a punto de echarse a llorar de alivio. Dani seguía ahí y queriéndola—. No puedo decirte dónde estoy, pero lejos, a más de mil kilómetros. Dani… —Se le quebró la voz.

—Preciosa, cielo, ¿qué te pasa?

—Sólo quería oír tu voz. Estoy un poco asustada y… quería saber que estás ahí.

—Claro que estoy aquí. Siempre estoy aquí para ti. Dime dónde estás y haré todo lo posible por ir a verte.

Se dio cuenta de que estaba negando con la cabeza, entre lágrimas, y que Dani no podía verla.

—Ten paciencia, por favor. No puedo explicártelo por teléfono. Trataré de llamarte siempre que pueda, pero tengo miedo de que te pase algo a ti.

—A mí no me pasa nada. Si no puedes decirme dónde estás, ven tú a Viena. Coge el primer avión y ven aquí, por favor. Tenemos que vernos, Lena. No tengo mucho en el banco, pero es bastante para pagarte un billete. Por favor.

Cerró los ojos y se imaginó llegando al aeropuerto de Viena, a Dani esperándola, su abrazo tan fuerte, tan firme, sus besos… y se le escapó un gemido.

—Tengo que quedarme aquí.

—¿Por qué, Lena? ¿No puedes venir, aunque sea un día? Yo necesito saber qué te pasa, cómo puedo ayudar. No puedo estar así, cariño. ¿Lo entiendes?

Lena empezó a sollozar abiertamente.

—¿Estás sola? —preguntó él—. ¿Te oye alguien?

—Sí. Estoy sola. No sé si me oye alguien —dijo, cuando consiguió hablar—, pero me da lo mismo.

—¿Puedes moverte libremente?

—No sé. Creo que sí. Pero lo de ir a Viena no estaba previsto y no sé si voy a poder. ¿Y si te hacen algo a ti?

—A mí nadie me va a hacer nada. Además, sé defenderme. Ven, Lena. Prométeme que vas a venir.

El deseo de estar con Dani cuanto antes era tan fuerte que oscurecía cualquier otro pensamiento. Tenía razón: podía ir a Viena uno o dos días, contárselo todo, pensar juntos y quizá entonces volver al apartamento del tío Joseph y Chri-Chri a seguir aprendiendo todo lo que no sabía.

—Voy a llamar a un taxi para que me lleve al aeropuerto. Cogeré el primer avión, pero no puedo avisarte de cuándo llego. No tengo el móvil.

—Busca un punto Internet en el aeropuerto y mándame un
e-mail
con el número de vuelo y la hora en cuanto lo sepas. Iré a recogerte.

—¿Te dejarán salir del cuartel?

—Me arriesgaré. Pero, de todas formas, por si acaso, hay que tener un plan B. Si por lo que sea no estoy en el aeropuerto, nos vemos en la Stumpergasse, no sé el número, a unos trescientos metros de la Mariahilferstrasse, cuesta abajo. Es un taller de orfebre muy pequeño, pero tiene un escaparate precioso; lo encontrarás seguro. Dile a Ossi que me estás esperando y que te haga un té.

—¿Quién es Ossi?

—Un amigo.

—Gracias, Dani.

—Lena… vendrás, ¿verdad?

—Te lo prometo.

—Te quiero.

—Sí.

—Mañana ya estamos juntos.

—Sí. Lo estoy deseando. Hasta mañana.

Colgó y suspiró profundamente. Ahora que había hablado con Dani ya nada parecía tan terrible; podría haberse metido en la cama felizmente y haber dormido toda la noche, pero le había prometido ir al aeropuerto inmediatamente y buscar un vuelo a Viena. Tenía que salir de París, tenía que pensar hasta conseguir aclararse. Al fin y al cabo, no había sucedido nada grave. Su madre le había dejado un montón de mensajes de alarma y lo había organizado todo para que desapareciera, pero ella no había podido saber cómo sería exactamente la situación. Quizá el falso doctor Kürsinger, Willy, como lo había llamado Chri-Chri, se hubiese precipitado dándole todo aquello. Y además, su madre no podía saber que ella tendría novio y que podría esconderse en Viena después de haber visitado a sus parientes en París. Tanto daba ocultarse en una ciudad como en otra.

Vació la mochila de todos los trastos del instituto —qué extraño le parecía ahora que apenas unos días atrás ése fuera todo su mundo y sus únicas angustias consistieran en presentar los trabajos a tiempo y preparar los exámenes— y metió dentro todo lo que su madre le había dejado. El dinero lo repartió entre la mochila, los bolsillos de delante y el sujetador. Cerró el piso con doble vuelta de llave y, al salir a la calle, se dio cuenta de que no había llamado a un taxi, pero recordaba haber visto una parada muy cerca de la casa, en la plaza donde desembocaba la calle paralela. Estaba oscuro, pero no más que a las cinco de la tarde, de modo que se arregló bien la mochila y echó a andar con rapidez en la dirección que la llevaría a la plaza.

París (Francia)

A pesar de que eran casi las cinco de la madrugada, las calles no estaban tan desiertas como Lena había pensado y, poco a poco, el boulevard Montparnasse se iba llenando de parisinos que se apresuraban a tomar el primer metro para llegar al trabajo. Como en la placita que ella recordaba no había ningún taxi y estaba ya tan cerca de la estación de ferrocarril, decidió caminar un poco más y enterarse de si salían trenes de cercanías hacia el aeropuerto. Llevaba mucho dinero, pero no sabía cuánto tendría que durarle y, como tampoco sabía a qué hora saldría un vuelo hacia Viena, igual le daba llegar un rato antes que un rato después.

Sonrió pensando en Dani. La verdad era que a ella misma le había sorprendido un poco su arrebato y, ahora que se sentía mejor, ya no estaba segura de estar tan enamorada de él como le había dado a entender por teléfono. ¿Se habría comportado igual si hubiera decidido llamar a Lenny? ¿Era sólo que necesitaba saber que había alguien a quien ella le importara?

¡Qué complicado se había vuelto todo! Un par de meses atrás sentía que era la chica más solitaria y abandonada del planeta y ahora tenía problemas consigo misma justo por lo contrario.

Lenny era atractivo, muy atractivo, y había sido el primer chico en el que se había fijado nada más empezar el curso, lo que ahora le parecía años atrás. Sin embargo, algo le decía que no era de fiar, que con todo su atractivo era un egoísta integral que sólo hacía lo que él quería o necesitaba en el momento en que lo deseaba.

Daniel era otra cosa, y se lo había demostrado ya varias veces, incluida la conversación que habían tenido hacía apenas una hora, pero era menos… Ladeó la cabeza y entornó los ojos, como hacía siempre que estaba tratando de encontrar la palabra exacta que la ayudaría a comprender lo que tenía en la cabeza. Era menos… esplendoroso, quizá. Lenny era realmente guapo, tenía una especie de glamour como sólo se ve en las películas; podría ser una estrella de cine en cuanto se arreglara un poco. Dani, en cambio, era simpático, tenía un cuerpo bonito y fibroso, pero no era un chico guapo convencional. Tenía las orejas demasiado despegadas, la nariz demasiado grande, y no se preocupaba mucho de la ropa que se ponía.

Sin embargo, con él, las pocas veces que habían estado juntos, se sentía cómoda, a salvo, apreciada y querida. Y le había gustado acostarse con él, aunque cuando recordaba cómo le había dolido, no le apetecía repetir muy pronto.

Lo que sí le había gustado era la sensación de ser algo especial para él, esa sensación extraña y tan nueva de poder que había experimentado al sentir el deseo de Dani, su necesidad de acariciarla, de tenerla, de estar con ella casi con desesperación. Eso había sido estupendo, y también después, su alegría, su dulzura, sus palabras susurradas, la sensación de triunfo compartido, como si hubieran hecho algo muy difícil, largo tiempo deseado, y lo hubieran hecho juntos, y bien.

A ella sola le dio risa estar pensando ese tipo de cosas a las cinco de la madrugada, entre el primer tráfico de la ciudad que se despertaba, aún de noche, con todas las farolas encendidas, con un frío terrible que se colaba por debajo de la bufanda y del gorro, yendo a una estación a intentar tomar un tren para después tomar un avión, sin que nadie supiera dónde se encontraba en esos momentos.

Era marciano y muy excitante. No podía creer que una hora atrás estuviera tan asustada y se sintiera tan mal; en esos momentos, mientras empezaba a bajar la escalera del metro de la estación de Montparnasse, se sentía fuerte, adulta, independiente, dueña de su vida y de su destino, que se presentaba más original y exótico de lo que nunca se hubiese atrevido a imaginar. Invencible.

Por eso, la sorpresa fue tremenda cuando de repente, unos brazos como cables de acero la agarraron por detrás. Gracias a los largos años de entrenamientos y seminarios de aikido, la respuesta de su cuerpo fue insconsciente: en lugar de envararse o forcejear, dobló las rodillas y se agachó, plegándose sobre sí misma, para hacer perder el equilibrio a su atacante y conseguir que volara por encima de ella, teniendo que soltarla para poder frenar su caída con las manos.

Lena sabía que había hecho exactamente lo que tenía que hacer y que cualquier agresor sin entrenamiento estaría ahora tratando de recoger sus dientes, esparcidos por todos los peldaños. Sin embargo, aquel hombre parecía haber adivinado su movimiento y, en lugar de soltarla, se había pegado a ella sin aflojar su presa y los dos rodaban por la escalera sin que ella pudiera detener la caída. Lo único que podía hacer, y era lo que estaba haciendo, era protegerse los dientes con los labios y rogar por que ninguno de los escalones le diera un golpe mortal en la nuca o en el cráneo. Tan preocupada estaba por sus dientes, que no se le pasó por la cabeza gritar. Ya gritaría cuando pararan de dar vueltas por fin, y entonces gritaría tanto que el hombre saldría huyendo de puro miedo por haber dado con una loca de atar. Ésa era una de las primeras cosas que le habían grabado a fuego en su educación: si te atacan, sobre todo en un lugar público, grita; grita desesperadamente, que nadie piense que tú estás consintiendo en lo que te pasa, que se sepa que se te está tratando con violencia.

Por eso, apenas llegaron al final de la escalera y dejaron de rodar, Lena soltó un alarido terrible que hizo eco en los tres túneles que se abrían frente a ellos, y se quedó de piedra al darse cuenta de que nadie reaccionaba en absoluto. No se trataba de que les diera miedo intervenir y prefirieran hacerse los sordos. No había más que verlos caminar, perdidos en sus pensamientos y en las diferentes músicas de sus auriculares para darse cuenta de que de verdad no la habían oído gritar a pesar de que sólo se encontraba a un par de metros de ellos. Volvió a aullar hasta que se quedó sin aire y sucedió lo mismo: la gente pasaba a su lado sin tensar los músculos, sin encoger los hombros, sin mirarlos siquiera.

El agresor, a quien no podía ver porque estaba detrás de ella agarrándola con una presa de acero que le inmovilizaba los brazos, pegados al cuerpo, la levantó como si no pesara más que una almohada y empezó a subir con ella la escalera, hacia la superficie. Mientras tanto, Lena había dejado de gritar y se limitaba a intentar entablar contacto con las personas que se cruzaban con ellos, diciendo en todas las lenguas que se le ocurrían «por favor», «por favor», «socorro», «policía», «policía», sin conseguir ni una sola mirada de vuelta. Era exactamente como si no estuviese allí, como si hubiese desaparecido y ella fuera capaz de ver a la gente pero la gente no pudiese verla a ella. Dentro de la angustia y el terror que empezaba a sentir, también había un punto de fascinación frente a lo que estaba pasando. Pensó por un instante si sería un sueño; si en lugar de salir a la calle, se habría quedado dormida después de hablar con Dani y ahora todo aquello no era más que el cine de su mente intentando procesar todas las cosas raras que le habían ocurrido en los últimos días, pero desechó en seguida la idea. El frío era real, y el sudor que empezaba a empaparle la camiseta, y las náuseas y el miedo.

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