Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
Suspiró con alivio, se lavó las manos y se miró al espejo, suponiendo que tendría marcadas en la cara las huellas de lo que había sucedido en Villa Lichtenberg apenas unas horas antes, pero la chica que le devolvía la mirada era la misma de siempre, con la melena fabricada por Sombra, los ojos aún soñolientos y una leve sonrisa insinuándose en sus labios.
Echó una mirada rápida para asegurarse de que Dani seguía dormido, volvió al baño, se quitó la ropa del día anterior que olía a algo raro, químico, y se metió en la ducha; luego se secó lo mejor que pudo con la delgada toalla del hotel y, desnuda, volvió a la cama.
A él sí que había debido de pasarle algo grave porque se le veía agotado, consumido, con la piel más pálida de lo que ella recordaba, el pelo igual de corto y las orejas despegadas de siempre. Llevaba tanto tiempo pensando en él, sacando fuerzas del hecho de que él existía y la seguía queriendo, que ahora, al verlo al natural, ya no estaba segura de que su imagen y su ser coincidieran con la figura que ella había soñado, con el chico inexistente con el que había inventado tantos diálogos, tantas conversaciones para paliar un poco su soledad. En su ausencia había construido un fantasma que le había ayudado a lo largo de todos los meses que llevaba fuera de casa sin que nadie la abrazara, sin que nadie la hiciera reír, y ahora que por fin lo tenía a su lado, le asustaba un poco la idea de que él no estuviera a la altura, que ya no le gustara como al principio, incluso que fuera ella la que había cambiado tanto que se hubiera hecho imposible la relación con él.
Pero por otro lado Lenny, la noche antes, no parecía creer que ella se hubiera convertido en otra persona. Se habían hablado con toda naturalidad como si no hiciera meses desde aquella vez en Innsbruck, en el Uni Café, y luego, poco antes de entrar en Villa Lichtenberg, ella se había dejado besar casi como entonces. Por tanto, eso quería decir que también con Dani sería posible recuperar lo perdido. Si él quería. Si ella volvía a sentir lo mismo cuando él despertara.
Le pasó la mano suavemente por la mejilla sin afeitar y cuando él hizo una mueca tan cómica, arrugando la nariz como un conejo de Pascua, supo que podría funcionar o al menos que sí le apetecía intentarlo.
Se puso de lado y se acurrucó contra él, como una cuchara contra otra en el cajón de los cubiertos, hasta que él, aún dormido, la abrazó fuerte pegándose a su cuerpo.
Y justo cuando ella estaba empezando a relajarse y sentía que podría volverse a dormir, Dani la apartó de un empujón, dio un salto y salió de la cama como si le hubiera picado una avispa.
Lena se sentó sin saber qué hacer, mirando la expresión horrorizada de Dani que, aún medio dormido, estaba diciendo: «¿Quién eres tú? ¿Qué haces en mi cama?».
Sólo le faltaba decir lo de «Vade retro, Satán» para que ella terminara de sentirse como un súcubo, como una diablesa.
—Soy yo, Dani, Lena. ¿Ya no te acuerdas de mí?
Él la miró con suspicacia.
—¿Dónde estamos?
—En un hotel. —No se le ocurrió que la pregunta del chico se refería a algo más amplio, que no tenía ni idea de en qué país se encontraban.
Dani seguía de pie, alejado de la cama, como si le tuviera miedo.
—¿Cómo he llegado aquí?
—No lo sé seguro, pero supongo que te ha traído Sombra. —Él sacudió la cabeza, como si tratara de despertar de un sueño particularmente desagradable—. A ver, intenta recordar —insistió ella—. ¿Qué es lo último que recuerdas con claridad?
Dio dos pasos hacia atrás, sin darle la espalda, y cuando sus piernas tocaron una silla, se dejó caer en ella sin molestarse en ver si había algo encima.
—Estábamos en Viena, en un bar, celebrando el final de la mili.
—¿Y luego?
Él volvió a sacudir la cabeza. Lena no insistió porque pensaba que lo mejor era dejar que los recuerdos fueran volviendo poco a poco.
—Dolerá —dijo él de pronto, con los ojos muy abiertos.
—¿Qué?
—Eso es lo que él dijo.
—¿Quién?
—¡Ohhh! —Dani se dobló como si hubiera sufrido un calambre en el estómago—. Ya me acuerdo —dijo entre dientes—. El monstruo me dijo que estabas en peligro, que no había tiempo para viajar y yo le dije que quería ir con él y… ohhh… ¡cómo duele! ¡Qué dolor más horrible!
Lena saltó de la cama y se acuclilló a su lado, pasándole la mano por el pelo, tan corto y puntiagudo.
—Shh, shhh… pasará. Pasará, Dani, ya verás. Aguanta.
—Fue horrible —añadió él, con las mandíbulas contraídas—. Mucho peor que ahora. Y luego aparecimos en algún lugar oscuro donde otro monstruo… otro… distinto… ¿entiendes?… gritaba y giraba… y era… era espantoso… pensaba que me iba a volver loco.
—Sí. Dani, me acuerdo. Yo estaba allí. Me salvaste, ¿no te acuerdas? Me sacaste de la casa.
Él la miró a los ojos, concentrado, perplejo.
—No me acuerdo de nada. ¿Qué era aquello, Lena, qué era?
Ahora fue ella la que sacudió la cabeza en un gesto de impotencia.
—¿Sombra no lo sabía?
—¿Sombra?
—El… bueno… el monstruo que te trajo de Viena.
Hubo un silencio en el que Dani trataba de recordar detalles de lo sucedido la noche anterior.
—Sí —dijo por fin—. Cuando le pregunté, Sombra dijo algo así como
urruahk
. ¿Te suena?
—No. Ya nos lo explicará él.
—¿Va a volver? —Daniel sonaba tan asustado que a Lena casi le dio risa, hasta que se acordó del tiempo que había necesitado ella para acostumbrarse a Sombra.
—Supongo. Es mi… no sé cómo llamarlo. Mi maestro, podríamos decir.
—Entonces es el tipo raro del que hablaba Max: tu mentor, tu protector.
—¿Eso es lo que te dijo mi padre? —Dani asintió—. ¿Cómo está? Mi padre, digo.
—Hace ya un tiempo desde que lo vi, pero bien. Parece que sabe que estás en buenas manos.
Ella sonrió, sin dejar de mirarlo a los ojos, le acarició la cabeza y la mejilla y luego tomó sus manos y las puso en sus pechos, con suavidad, dándole tiempo para reconocerla y volver a desearla.
—¿A ti también te parece que estoy en buenas manos?
Volvieron a la cama y, durante mucho tiempo, no hubo más palabras que las que se susurran y se jadean y se gritan y sólo entienden los que las regalan y los que las reciben.
Cuando, al final, agotados, sudorosos y felices, se quedaron boca arriba, uno junto a la otra, recuperando la regularidad de la respiración, una columna de niebla negra se materializó a los pies de la cama, como si hubiera estado esperando todo el rato a adquirir presencia frente a ellos.
—Sombra —susurró Lena, y su voz sonó a la vez como una expresión de fastidio, como un saludo, y como una exclamación de alivio y casi de alegría porque había vuelto, porque no le había pasado nada.
—Tenemos que seguir trabajando —dijo, sin perder el tiempo en saludos y explicaciones.
Lena, ante el asombro y el temor de Daniel, salió de la cama, desnuda como estaba, y empezó a vestirse.
—Lo sé. Pero tengo que ir a ver a Clara. Se lo prometí. ¿Qué hora es?
—Las doce y media —contestó Dani, que no se había quitado el reloj.
Ella ni siquiera lo miró. Toda su atención estaba concentrada en el monstruo oscuro que ni siquiera se había molestado en disfrazarse de humano.
—Daniel es importante para mí, Sombra. No le hagas ningún daño.
—Él debe irse.
—Lo sé.
—Ahora estás mejor y puedes concentrarte. No queda mucho tiempo.
—Sombra —preguntó mientras se ataba los cordones de las zapatillas—, ¿qué es un
urruahk
?
—No es el momento. Basta con que sepas que es algo extremadamente peligroso, pero no para ti.
—¿Por qué no?
—Porque pueden necesitarte. Depende de sus órdenes.
—¿Has dicho «pueden»? —preguntó Dani, que también había decidido vestirse, como estaba haciendo Lena, sin pasar siquiera por la ducha—. ¿Hay más seres como el de anoche?
La nube negra que era Sombra pareció volverse en dirección a Dani, como si le sorprendiera verlo aún allí.
—Tres más. Los
urruahkhim
siempre son cuatro. Sólo hay un Sombra, pero hay cuatro
urruahkhim
.
—¿Para qué?
—Para proteger a veces. Para comunicar mensajes. Para destruir, para aniquilar casi siempre. ¡Vamos, Lena!
—Tengo que ir a ver a Clara —contestó ella pausadamente, como si hablara con alguien que no comprendiera su lengua.
—Después. —Sombra se acercó a Lena y su negrura la envolvió.
—¡Lenaaa! —gritó Dani, viendo que empezaban a desaparecer frente a sus ojos.
—Volveré —la oyó decir.
—¡
Vete
!, tronó la voz de Sombra en algún punto de su cráneo.
Luego, sin saber cómo, desaparecieron y a los pies de la cama sólo quedó un hermoso rayo de sol anaranjado. Daniel estaba solo en el cuarto, como si todo hubiera sido una alucinación.
Dos segundos después, había sacado el móvil y estaba marcando el número que le había dado Max para las peores emergencias.
Aparecieron de golpe en un paisaje desértico, iluminado por una claridad lechosa pero tan fuerte que hacía daño a la vista. El cielo sobre sus cabezas era intensamente negro y estaba lleno de estrellas que brillaban de un modo excesivo, como si no hubiera nada que se interpusiera entre ellos y el universo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Lena, casi sin respiración, asombrada de la belleza del firmamento.
—En un lugar tranquilo donde no podrán interrumpirnos. Sombra ha sido dañado por el
urruahk
y debe retirarse para sanar.
—¿Dañado? ¿Quieres decir que ese monstruo te ha herido? —Había un filo de histeria en la voz de Lena—. ¿Cómo? ¿Qué te pasa?
—Sombra está perdiendo energía y pronto desaparecerá por un tiempo.
—Pero ¿cómo es posible que algo te haga daño?
—Sombra no tendría que haber estado allí. Sombra sabe que no debe aparecer en un nodo junto con un
urruahk
, pero en ese nodo, ayer por la noche, había miembros de tres clanes y Sombra no sabía si el
urruahk
te protegería si trataban de matarte. Estabas en peligro.
—Entonces ¿tú viniste, sabiendo que te arriesgabas a que te… dañaran?
—Tú eres la única razón de la existencia de Sombra. Sombra haría cualquier cosa por ti.
Lena tragó saliva. Desde pequeña, a lo largo de cientos de películas, siempre había soñado con que alguien le dijera una cosa así; pero en sus sueños nunca era un monstruo asesino hecho de tinieblas quien se lo decía y tampoco estaban en mitad del espacio exterior, aunque se pudiera respirar. En sus sueños, siempre era un chico guapo que la miraba fascinado, y entonces ella se acercaba a él y se besaban.
Tuvo que parpadear varias veces y esforzarse para intentar que Sombra no le leyera el pensamiento como hacía en ocasiones. No quería ni imaginarse que él pensara que eso era lo que ella quería y adquiriera otro aspecto frente a sus ojos.
—Entonces —consiguió decir, a pesar del miedo que empezaba a embargarla—, ¿eso significa que vas a dejarme sola aquí?
—Sombra va a implantarte un protocolo para que puedas seguir aprendiendo mientras tanto. Practica constantemente hasta que lo domines.
—Y ¿cómo sabré cuándo lo domino?
—Cuando seas capaz de salir de aquí por tus propios medios.
—¿Dónde es «aquí»?
—Eso no importa de momento, ya lo descubrirás.
—Pero tengo que volver con Clara. Se lo prometí.
—Todo a su tiempo. Sombra tiene que repararse y descansar.
Ante la mirada aterrorizada de Lena, su maestro empezó a disolverse lentamente, como una gota de tinta en un cuenco de agua, como si se fundiera con la negrura del cielo hasta desaparecer de su vista, dejándola sola en aquel paisaje yermo, plateado y extraño.
—¡Sombraaa! —gritó Lena, aterrorizada. Pero sabía que él ya no la escuchaba, que acababa de dejarla sola de verdad en aquel lugar sin más ayuda que lo que pudiera haber aprendido hasta el momento y lo que fuera a aprender en adelante.
Sin embargo, sabía con todo su corazón que Sombra jamás la pondría en peligro, de manera que podía tener la seguridad de que no había nada que temer y que, si hacía lo que él le había ordenado, si aprendía lo que se suponía que tenía que aprender, conseguiría salir de allí y continuar con su vida, sabiendo algo más.
Lo que realmente la angustiaba era la situación en la que había dejado a Clara la noche antes: esos ojos que relucían como los del cristal de las muñecas y estaban igual de ciegos, ese vientre hinchado hasta lo grotesco que dejaba bien a las claras que no podían faltar más que días para el nacimiento del bebé, esa promesa que le había hecho de volver a acompañarla hasta que le llegara el momento de dar a luz.
Pero no había nada que hacer. No podría salir de allí si no conseguía dominar la técnica que le permitiría moverse.
Inspiró hondo, se sentó con las piernas cruzadas en la arena fría y buscó dentro de sí las instrucciones que le había dejado Sombra. Allí estaban: brillando con un resplandor ligeramente violáceo en algún punto de su cerebro. Se relajó y empezó a concentrarse para entender qué tenía que hacer.
No le costó mucho averiguar que, en la base, se trataba de algo muy similar a lo que había conseguido tanto tiempo atrás, en el avión que la llevaba a Marruecos, en su primera clase con Sombra, cuando la cuestión era llegar desde la orilla de un lago hasta el pabellón que se encontraba en su centro, donde ardía un fuego en un cuenco de hierro negro.
Ahora sería más difícil y le costaría más concentración, pero en realidad se trataba de lo mismo: trasladarse de un lugar a otro con sólo desearlo, como le había ocurrido al cruzar la calle de Rabat cuando se dirigía a la Chellah; pero en esa ocasión había necesitado el empujoncito de Sombra en forma de un todoterreno a punto de aplastarla. Sonrió al pensarlo y eso hizo que su concentración se tambaleara un poco, como cuando alguien suspira junto a un castillo de naipes y todo tiembla un instante.
Ahora era un buen momento para tratar de aprovechar las fuerzas de la naturaleza, lo que había aprendido frente al mar en Skhirat.
Volvió a respirar como él le había enseñado, expulsando de su atención todo lo que no tuviera que ver con su propósito inmediato, notando cómo todo se disolvía a su alrededor dejando sólo lo que importaba para alcanzar su meta.