Hijos del clan rojo (53 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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—Pero ¿tú tienes ganas de entrar ahí ahora?

—Yo, como seguramente habrás notado, tendría ganas de algo muy distinto. Si tuviera elección, preferiría dar un paseo por la playa contigo, y besarte, y quizá convencerte de que eres una mujer importante para mí, que llevo muchos meses volviéndome loco por no saber dónde estás, ni qué te pasa, ni si sientes algo por mí. No, no digas nada, ya sé que no, pero la esperanza nunca muere. —Hizo una pausa, inspiró profundamente y se sacudió los pantalones del polvo y la hierba seca que se les había pegado—. Como eso, obviamente, no es opción, propongo que tratemos de entrar en esa casa. Me muero por saber qué hay dentro.

Lena lo miró a los ojos y, por un instante, se habría arrojado a sus brazos y se habría olvidado de toda la locura que la rodeaba, pero cuando estaba a punto de hacerlo, él se dio la vuelta y echó a andar hacia la casa, delante de ella, y el momento de magia se perdió.

Desde la piscina, Clara no podía oír nada de lo que pasaba en la casa y, cuando sonó el timbre de la cancela de entrada, fue el mayordomo quien atendió, ya que el doctor Kaltenbrunn estaba ocupado con los ilustres visitantes que habían llegado unos momentos antes.

—Residencia de los Von Lichtenberg, dígame —oyeron la voz por el interfono.

Lena, animada por Lenny contestó.

—Soy Aliena Wassermann; ya he estado aquí esta tarde y me gustaría ver a mi amiga, Clara von Lichtenberg. Vengo con un amigo común, Lennart Schwarz.

—Un momento, por favor.

Esperaron más de cinco minutos sin que nadie se dignara decirles si iban a ser recibidos o no, y cuando ya empezaban a pensar que se habían olvidado de ellos, se abrió la cancela y en seguida una doncella de uniforme los guió silenciosamente hacia la piscina donde, de pie y con cara de estar viviendo una alucinación, los esperaba Clara con un vestido rosa pálido de gasa y un lazo de seda, también rosa, en la melena recién arreglada. Parecía una muñeca macabra, con la piel tan blanca y las ojeras tan oscuras, vestida como la dama de honor de una boda de cadáveres.

Había una extraña vibración en el aire, como cuando se mira una carretera en verano, a pleno sol, y se ve danzar un brillo sobre el asfalto que a veces parece agua y otras veces da la impresión de que algo inconcebible está a punto de aparecer.

Lena miró a Clara, tratando de descubrir si ella lo sentía, pero seguía quieta como un poste, mirando a Lenny con ojos alucinados. Él sí se había dado cuenta de que algo no era como debía ser y, en lugar de avanzar hacia Clara, tendió la mano a Lena y empezó a retroceder muy despacio hacia la casa, sin dar la espalda a la muchacha embarazada.

—¿Qué pasa? —preguntó Lena con un hilo de voz.

—Aún no lo sé, pero creo que nos conviene salir de aquí.

Clara se había arrebujado en su chal y los miraba como si no los reconociera. Se estaba mordiendo los labios hasta hacerlos sangrar, pero no parecía sentir el dolor.

Ellos siguieron retrocediendo hacia el salón, tratando de ganar la puerta antes de que Clara empezara a gritar o alguien se diera cuenta de que estaba pasando algo raro.

Desde algún lugar que no podían precisar había empezado a sonar una especie de zumbido muy grave, casi en el límite de lo audible, que parecía trepar por todos sus nervios poniéndolos en tensión y que iba subiendo, muy lentamente, pero de modo constante.

De un momento a otro, todos los objetos que tenían alguna punta se iluminaron con un brillo azulado, con forma de llama, como el fuego de San Telmo del que hablaban los navegantes de la Antigüedad, que con gran rapidez se extendió por todas las superficies a la vista, creando un inquietante cabrilleo. Era como si todo hubiera sido rociado con una fría gasolina silenciosa y estuviera empezando a arder. El zumbido seguía subiendo de intensidad convirtiéndose poco a poco en un rugido grave, ronco, que recordaba a un instrumento electrónico mezclado con el bramido de un animal furioso.

Las luces de la casa se apagaron de pronto y sólo quedó el fulgor azul que subía y bajaba de intensidad, creando grandes sombras temblorosas a su alrededor.

—¡Vámonos de aquí! —susurró Lena, agarrándose desesperadamente a su amigo.

—Sí, vámonos. Esperemos que no sea tarde —dijo él, mucho más sereno de lo que cabría imaginar en esa situación.

Ya desde el salón, vieron cómo en una de las terrazas de enfrente, dos pisos por encima de la piscina, tres figuras contemplaban desde arriba el extraño fuego azulado. El doctor Frankenstein y sus dos invitados. Si se dieron cuenta de que una pareja de adolescentes estaba intentando huir de la casa, no hicieron nada para evitarlo.

—¿Cómo vamos a salir? —preguntó Lena al pensar en la verja que siempre estaba cerrada y sólo se abría desde algún cuadro de mandos en el interior de la casa.

—Se acaba de cortar el fluido eléctrico. Lo más probable es que tengan un generador, pero si nos damos prisa, lo conseguiremos.

—¿Qué está pasando, Lenny?

Estuvo a punto de contestar. Por un segundo, se formó en su mente una palabra que sólo conocía de su infancia, de los cuentos que le contaba la gente de su clan cuando él ni siquiera había empezado a ir al colegio, y cuyo simple sonido lo aterrorizaba, pero logró controlarse y evitar decírsela, ni a sí mismo. Sin embargo, estaba seguro de que era eso; ninguna otra presencia podía sonar así, ni hacer eso con el mundo. Nada era tan terrible ni tan destructor ni, sobre todo, tan incomprensible como lo que él estaba temiendo, el ser que designaba esa palabra, que ya era antigua cuando los humanos comenzaron la conquista del planeta.

Había que salir de allí, cuanto antes, aunque aquello podía alcanzarlos en cualquier parte, si de verdad quería.

Mientras cruzaban el salón, que de pronto se había vuelto enorme, como si estuvieran atravesando un aeropuerto, las cosas a su alrededor empezaron a vibrar, a cambiar sutilmente, como si se hicieran más presentes o más grandes o adquirieran otras dimensiones. Al fondo, la puerta blanca con su manivela dorada destellaba como un espejismo invitándolos a llegar y atravesarla y a la vez advirtiéndoles de que no lo lograrían. Sin saber por qué lo hacían, seguían avanzando de espaldas a su meta, tratando de vigilar otros peligros procedentes de la terraza o de las varias puertas que daban al gigantesco salón en penumbra, iluminado tan sólo por las luces fantasmales que cubrían todas las superficies, mientras el bramido, amenazador y casi tangible, seguía subiendo de tono hasta convertirse en una especie de fluido pegajoso que no los dejaba caminar, que los atontaba y les hacía perder la orientación, que les dolía en los dientes, en los huesos, en los globos oculares, en los testículos, en el útero.

Estaban ya casi en la puerta cuando, entre las grandes ventanas de cristal que daban a la terraza, vieron la silueta frágil de Clara intentando avanzar hacia el interior de la casa. Cada uno de sus pasos parecía estrellarse contra una pared de viento que amenazaba con tirarla hacia atrás. Desde donde estaban no podían ver sus ojos, ni siquiera la expresión de su rostro, pero era evidente que estaba aterrorizada y sólo trataba de protegerse del único modo que le parecía posible: dirigiéndose al interior de la vivienda, donde había un techo sobre su cabeza.

Apoyaron la espalda contra la puerta en el mismo momento en que, procedentes de alguno de los pasillos cubiertos que comunicaban las diferentes estancias del complejo, las tres figuras del doctor y sus invitados entraron en el salón, tropezando y gritándose entre sí para permanecer unidos. Al parecer no habían reparado ni en Clara, que intentaba refugiarse en la casa, ni en la joven pareja que pretendía escapar y ponerse a salvo en el exterior.

El bramido electrónico se había hecho insostenible y ahora empezaba a ulular, mientras las luces cambiaban su color azul violáceo por un anaranjado que se iba haciendo más rojo y más rápido por momentos.

La sensación de inminencia, de que algo espantoso estaba a punto de suceder, era insoportable y, sin saber bien lo que hacían, tanto Lena y Lenny como los demás se dejaron caer de rodillas al suelo cubriéndose los oídos con las manos y cerrando fuertemente los ojos para paliar el dolor y el miedo.

En la terraza, igual que desde la puerta de entrada a la villa, varios guardias de seguridad habían dejado caer sus armas y se retorcían en el suelo cubriéndose los ojos y los oídos, tratando de escapar del dolor y el terror que sentían.

En un rincón de la sala, junto a las ventanas de esquina que durante el día abrían la vista al mar, detrás de uno de los grandes divanes blancos, la oscuridad se coaguló sin que nadie lo advirtiera, y de repente, aparecieron dos figuras, una de ellas humana, aullando de dolor, un grito que, sin embargo, se diluyó en el terrible fragor que llenaba el salón.

La mano del que no era humano se apoyó suavemente, apenas un instante, en la cabeza del que gritaba y le alivió el dolor que lo estaba desgarrando hasta que dejó de gritar y se limitó a ovillarse en el suelo gimiendo como un animalillo herido.

Entonces, en el centro del salón, en medio de un fulgor de colores tan intensos que la vista se negaba a aceptarlos, empezó a tomar forma un ser incomprensible que parecía estar siempre de frente y a la vez de perfil y de espaldas al que lo contemplaba, tan grande que era imposible que tuviera espacio suficiente en aquella casa, tan poderoso que cualquier otro ser sentía sólo un absoluto deseo de aniquilación al encontrarse en su presencia.

Ninguna mente humana era capaz de comprender lo que estaba viendo. No se parecía a nada. Las imágenes se negaban a reunirse en un todo coherente que tuviera algún sentido para la experiencia de la especie.

La emanación de peligro era tan fuerte que todos los que se encontraban en el salón, independientemente de su naturaleza y origen, sintieron que no estaban preparados para enfrentarse a aquello, que fuera lo que fuese y deseara lo que desease, no tenían más remedio que concedérselo o ser destruidos.

—¿Qué es eso, Dios mío? —susurró Daniel, desde donde estaba, encogido en el suelo, a los pies del monstruo que lo había llevado allí—. ¿Sabes qué es eso?

Sombra, una simple columna de niebla negra, erguido en el rincón, se limitó a contestar sin voz, directamente al interior del muchacho.

Urruahk
.

—¿Qué?

Sombra no contestó mientras la terrible presencia se desenvolvía y giraba sin dejar de lanzar su bramido electrónico como si quisiera abarcar toda la estancia, todo el país, todo el mundo.

—¿Qué quiere eso de nosotros? —preguntó Lena con un hilo de voz, abrazada a Lenny, ambos de rodillas contra la puerta de salida.

—¿No lo notas?

Lena cerró los ojos y se dejó llevar. Había aprendido de Sombra que muchas veces no es necesario pensar, sino sólo dejarse llevar, sentir sin palabras, sin argumentos, sin coherencia. Y entonces lo entendió. «Prohibido» era lo que decía aquel ser horrendo. El bramido que volvía los nervios de gelatina sólo significaba que algo no debía hacerse, era un simple «NO», tan potente y tan inapelable que uno sentía que los dientes se le iban a caer a pedazos y que la carne se desprendería de los huesos si trataba de contradecir la orden.

«¡Huye!», «¡Lejos, rápido, huye!», «¡Desaparece!», «¡Ya!»

Como afectados por la onda expansiva de una explosión, todos los presentes empezaron a gatear, a reptar hacia afuera, tratando de alejarse de aquel ser que llenaba todo su mundo y les arrancaba su individualidad, convirtiéndolos en simples insectos aterrorizados.

—¿Qué es eso? —preguntó de nuevo Lena, para sí misma, a punto de desmayarse.

—Creo que en algunos escritos antiguos es lo que llaman un arcángel —contestó Lenny, y ya iba a cogerla en sus brazos y a tratar de arrastrarla a la salida cuando, de un momento a otro, sin saber bien qué estaba pasando, sintió que alguien le arrebataba el cuerpo desmadejado de Lena.

Entre el horrísono estruendo del ser oscuro y las tinieblas cruzadas de relámpagos de color, tuvo tiempo apenas de ver una altísima columna de motas de negrura que danzaban como poseídas de una vida propia y el rostro banal de un muchacho humano, palidísimo, de orejas prominentes. Las dos figuras, que parecían salidas de una pesadilla, se abalanzaron sobre él y un segundo después, un segundo antes de perder la conciencia, sintió cómo se llevaban a Lena de su lado. Y todo desapareció tragado por las tinieblas que gritaban a su alrededor.

Amalfi (Italia)

Cuando abrió los ojos a la luz de un amanecer violentamente amarillo, lo primero que vio fue la cara de Dani a unos centímetros de la suya, con los ojos cerrados y la respiración regular de quien está aún profundamente dormido. Por un momento creyó que estaba soñando, pero casi inmediatamente notó que tenía que ir al baño y supo que estaba despierta y que la presencia de Dani era real.

Se levantó sigilosamente para no molestarlo. Los dos estaban completamente vestidos y alguien —Sombra, ¿quién, si no?— les había echado el edredón por encima y había desaparecido, como siempre.

Sentada en el váter, se esforzó por recordar lo sucedido la noche anterior, pero a partir del momento en que vieron a Clara vestida de rosa junto a la piscina como una caricatura macabra de la preciosa chica que había sido unos meses atrás, todo se desdibujaba y lo único que destacaba con claridad era la sensación de terror, de peligro, la necesidad de huir, el pánico absoluto e inapelable que aquello, aquel ser que bramaba y vibraba rodeado de fuego y de ruido, fuera lo que fuese, había desencadenado en ella.

No comprendía de dónde habían salido Sombra y Daniel, no tenía ni idea de qué le habría pasado a Lenny, no había vuelto a ver a Clara. Sin embargo, por egoísta que pareciera, lo que más le importaba en ese momento era haber sobrevivido, haber salido de la oscuridad, haber podido abrir los ojos a un nuevo día y haber despertado en una cama, a salvo, y al lado de Dani.

Comparada con la aparición de aquel espantoso ser la noche anterior, la pesadilla que había tenido no era nada particularmente terrible. Los elementos eran los mismos de siempre, aunque su cerebro los combinaba de distintas maneras cada vez que se los presentaba a su ojo interior, como si alguien hubiera mezclado las cartas de la misma baraja y la única diferencia consistiera en el orden en que aparecían.

Otra vez se había sentido estirada, recorrida, atravesada por algo que nunca llegaba a ver y para lo que no tenía nombre. Otra vez había pensado que se estaba convirtiendo en un puente tendido entre las estrellas esperando a ser cabalgada, pero tampoco esta vez, como la última, en Ávila, se había presentado nadie y poco a poco había vuelto a ser ella misma, cada vez más pequeña y limitada, cada vez más feliz de poder regresar a sí misma. Y entonces había abierto los ojos y se había encontrado junto a Daniel.

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