Hijos del clan rojo (55 page)

Read Hijos del clan rojo Online

Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
5.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

No sabía cuánto podía tardar en conseguirlo, pero sabía que lo conseguiría.

Negro. Shanghai (China)

En Shanghai, el Presidente estaba en mitad de una reunión cuando sintió la vibración del móvil en el bolsillo del chaleco; lo sacó, leyó el nombre en la pantalla, se puso en pie y decretó una pausa de quince minutos que fue acogida con total estupor y absoluta obediencia. Nadie cuestionaba las órdenes del presidente Keller, de manera que todos se levantaron respetuosamente y se dirigieron hacia la mesa del fondo, donde aguardaban las teteras, las cafeteras y las delicadas pastitas francesas que les endulzarían una espera que ninguno de los asistentes había deseado.

Mientras tanto, el Presidente contestó con un escueto «un segundo, por favor», se encerró en su despacho y sólo entonces respondió realmente a la llamada.

—Dime, Nils.

—Imre… no tengo palabras.

A través de los miles de kilómetros de distancia le llegó la sensación del asombro de Nils, de su perplejidad, y de algo más que no era capaz de definir… ¿Admiración? ¿Reverencia?

—Inténtalo.

—¿Te dice algo la palabra
urruahk
?

—Por supuesto.

—Pero nunca has visto a uno.

—No. Evidentemente.

—¿Por qué evidentemente?

—Porque son criaturas míticas, Nils —explicó con minuciosa paciencia—, porque no existen.

La risotada sonó como un disparo.

—Eso creía yo también hasta hace un par de horas.

—Explícate.

—Acabo de encontrarme con uno, Imre. Créeme, no son criaturas míticas. Existen como tú y como yo. Y son espantosos. Lo más espantoso que he visto en la vida, y tú sabes que he visto mucho.

—Según la tradición son mensajeros.

—¡Ja!

—¿No te comunicó nada?

Imre estaba perplejo. Nunca había oído a Nils reírse de ese modo histérico, sin fundamento.

—Supongo que lo que nos comunicó a todos fue un «no» rotundo, un deseo de huir, de escapar, como no he sentido en la vida. El horror absoluto. Y no es hablar por hablar, te lo juro.

—Escapar, ¿de qué?

Nils le hizo un resumen de los acontecimientos que Imre escuchó en silencio, sin interrumpir.

—¿Los demás sintieron lo mismo que tú?

—Me figuro. Allí todos tratábamos de reptar como gusanos buscando una salida. Tanto
karah
como
haito
. Nunca he hecho ni sentido nada tan indigno. Me avergüenzo profundamente, pero era superior a mí.

El Presidente quedó unos instantes en silencio, dándose golpecitos con el índice en los labios cerrados.

—Tú eres el
mahawk
de nuestro clan, Imre. Dime qué quieres que haga.

—Tendrás que quedarte donde estás y, lo siento, Nils, tendrás que volver a entrar en Villa Lichtenberg como sea. Necesitamos a ese niño. Tienes que hacerte con él.

—Me lo temía —dijo con un suspiro—. ¿Y si te digo que preferiría no hacerlo?

Imre sonrió, reconociendo la cita de Bartleby. Al menos la aparición del
urruahk
no le había hecho perder el humor de siempre.

—No te queda otro remedio, querido mío. No hay nadie más.

—Podrías enviar a Alix.

—Alix te relevará en cuanto le pases el bebé. Luego puedes tomarte unas vacaciones.

Hubo una pausa tan larga que Imre temió que Nils hubiera colgado.

—Imre…

—Dime.

Por un instante había estado a punto de confesarle que tenía miedo, que no se sentía capaz de llevar a cabo la misión que le había encomendado. Antes todo era más fácil; siempre eran dos o tres de su clan los que se encargaban juntos de que las cosas funcionaran como debían, mientras que ahora prácticamente siempre estaba solo, y no parecía que las cosas fueran a cambiar.

Además, la presencia del
urruahk
lo confundía. Si por un lado estaba profundamente agradecido de haber podido comprobar con sus propios ojos que los mitos que le habían contado en su infancia eran tan reales como su clan había sostenido siempre, por otro lado le aterrorizaba la idea de que, igual que existían, tuvieran también los poderes que las leyendas de
karah
les habían atribuido siempre.

—Nada. Simplemente me estoy cansando de este jueguecito absurdo, de andar disfrazado de adolescente para que ahora resulte que tengo que convertirme en un secuestrador de bebés y dedicarme a cambiar pañales en los próximos tiempos. ¿Tan importante es ese mocoso?

—Sí, Nils. Ese mocoso es crucial para el futuro del clan negro. Ese mocoso podría ser incluso nuestro billete de vuelta a casa.

—¿A casa? ¿Te has vuelto loco? ¿De qué casa hablas?

—Tráeme a ese niño y te lo explicaré todo, Nils. Soy el
mahawk
de tu clan. No puedes negarte. Lo sabes.

A miles de kilómetros de distancia hubo una respiración pesada, trabajosa, como si Nils estuviera considerando mandarlo al diablo y desaparecer sin más.

—No quiero tener que recordarte el castigo, Nils. No me hagas llegar a eso, te lo ruego. Perteneces al clan negro y eso está por encima de todo.

Otra respiración en el silencio, casi un bufido. Luego su voz, neutra, firme.

—Honraré a mi clan,
mahawk
. ¡Primero es
karah
!

Imre dejó salir el aire que sin darse cuenta había estado reteniendo durante los últimos minutos. Todo aquello no había sido más que un farol, y Nils tenía que saberlo. No podía imponerle el castigo cuando casi no quedaba nadie más que él, y sin embargo parte de su mente sabía que habría tenido las agallas necesarias para castigar a Nils, aunque quizá no con tanta dureza como había amenazado, si él se hubiese mostrado desobediente.

—El clan te agradece tu valentía.

No había más que decir, pero ninguno de los dos cortó la comunicación. Pasaron unos segundos en los que ambos no oían más que la respiración del otro y los extraños sonidos del vacío entre dos puntos del planeta.

—Suerte, hijo —dijo Imre por fin con su voz más paternal.

—Me va a hacer mucha falta. Te tendré al día.

Se oyó el clic, Imre se volvió en el sillón y clavó la mirada en los edificios que lo rodeaban, gigantes tratando de escalar el cielo.

Daría cualquier cosa por haber visto a un
urruahk
.

En su cama del hotel, Nils cerró los ojos, confuso y, por una vez en su vida, realmente asustado. Sin embargo, la visión de aquel horrendo ser le llenaba de orgullo, ya que significaba la confirmación de lo que más había deseado a lo largo de su vida, la prueba de que
karah
sí era algo especial, algo diferente.

A lo largo de los años, en muchas ocasiones, Nils había llegado a pensar que los clanes no eran más que una invención nacida de la necesidad de justificar una diferencia obvia entre dos tipos de humanos: los que vivían varios siglos y los efímeros, los pobres desgraciados que morían antes de cumplir los cien.

Sin embargo ahora, después de la aparición del
urruahk
, había quedado claro que eran efectivamente otra especie y que había fuerzas en marcha de las que no habían quedado más que leyendas, pero que eran reales. Lo que eso pudiera significar para él y para los suyos era algo que todavía no podía imaginar, pero posiblemente Imre tuviera razón y todo estuviera relacionado con el próximo nacimiento de ese niño del clan rojo. Y en ese caso, no tenía más remedio que volver a Villa Lichtenberg y hacerse con él como fuera.

¿Y luego?

Alix se ocuparía de ocultarlo y cuidarlo hasta que supieran realmente qué les convenía hacer. Sin embargo, lo que le resultaba inquietante era lo que acababa de decir Imre, lo de que ese niño podría ser su billete de regreso a casa. ¿A qué casa? ¿Era remotamente posible que Imre Keller, el Presidente, el gran hombre de negocios, creyera ni por un momento esas estupideces que circulaban en las épocas más esotéricas y que decían que
karah
no procedía de la tierra sino de algún otro plano de realidad o incluso de algún otro mundo?

No podía creer que Imre pensara así, pero por otro lado él era mucho mayor, y además era el
mahawk
del clan negro, lo que significaba que cabía en lo posible que tuviera acceso a fuentes de información que él no conocía. Tendría que confiar en él como había hecho siempre.

Por el momento lo único que podía hacer era empezar a preparar el plan que lo llevaría a hacerse con el niño en cuanto naciera. Y llamar a Alix.

Cruzó las manos bajo la cabeza y se puso a pensar cómo llevar a cabo todo lo que había que hacer para honrar su palabra.

Villa Lichtenberg. Costa de Amalfi (Italia)

Poco después del amanecer, desde su puesto de observación sobre las rocas del acantilado, Max contemplaba a través de unos potentes prismáticos el extraño éxodo que estaba teniendo lugar en Villa Lichtenberg; aparentemente el personal de seguridad, que en días anteriores había estado apostado a lo largo del perímetro de la finca, había decidido marcharse de golpe, a toda prisa, y estaban subiendo con todo el equipo a un gran furgón negro sin ninguna marca reconocible. En la puerta, y con una cara de vinagre que resultaba casi cómica, el doctor Kaltenbrunn discutía con el jefe del grupo, que no hacía más que sacudir la cabeza en una negativa constante.

Al cabo de un par de minutos más, el que parecía ser el jefe del equipo se dio la vuelta, subió al furgón y se marcharon sin una mirada atrás. Desde el interior de la casa, por detrás de Kaltenbrunn, apareció otro hombre —Miles Borman, el gran banquero del clan rojo, según el dossier que le había entregado Emma—, y juntos volvieron adentro, cabeceando.

¿Qué podría haber pasado durante la noche para que de repente todo el personal de seguridad hubiera decidido huir?

Él había estado vigilando durante casi todo el día anterior hasta que, poco antes de las once, en vista de que la situación parecía estar tranquila, había decidido marcharse al hotel a dormir un par de horas para volver a ocupar su puesto antes de que amaneciera; pero algo había tenido que suceder entretanto para aquella deserción masiva, y no se le ocurría ni remotamente qué podría haber sido.

En ese momento sintió la vibración del móvil en el bolsillo. Daniel. Contestó, por si tenía alguna noticia de Lena.

—Max, tengo que hablarte. Ha pasado algo que… ¿Dónde estás ahora?

Su voz sonaba tan estrangulada que por un segundo estuvo seguro de que lo que Daniel iba a decirle era que a su hija le había pasado algo terrible y tuvo la sensación de que estaba a punto de caer en un vacío sin fondo.

—¿Se trata de Lena?

—Sí. No —se corrigió—. También.

—¿Qué le ha pasado a Lena? —Si lo hubiera tenido delante lo habría cogido del cuello y lo habría sacudido como a un pelele por el tiempo que le estaba haciendo perder.

—Nada. No sé. —Pareció darse cuenta de golpe de lo que estaba pensando Max y se interrumpió para corregirse de nuevo—. Lena está bien. No te preocupes. No le ha pasado nada. Perdona… no sé lo que digo, es todo tan extraño…

—Para. Inspira hondo. Dime cuál es el problema.

—Creo que tendría que verte cara a cara, Max. Dime dónde estás y voy.

—No voy a decirte dónde estoy, Dani. Dímelo tú.

Hubo un silencio en la línea que a Daniel se le antojó interminable. No entendía por qué, de pronto, Max se había vuelto tan suspicaz con él. Además, ni siquiera podía contestar a su pregunta, aunque quisiera, porque se acababa de dar cuenta de que él mismo no tenía ni idea de dónde estaba; pero era consciente de lo estúpido que podía resultar decirlo.

—No te lo vas a creer, pero no lo sé. —Se acercó a la ventana tratando de adivinar adónde lo había llevado Sombra. A izquierda y a derecha se veía un pueblo de casitas blancas de uno y dos pisos, con contraventanas azules y verdes; delante de él, al fondo de la corta calle empedrada, el mar brillaba esplendorosamente. Lanzó un silbido de sorpresa—. Estoy junto al mar. ¡Joder!

—¿Qué tiene de raro estar junto al mar? —preguntó Max, desde el acantilado, dejando vagar la vista por la extensión azul que había empezado a brillar como un tejido de lentejuelas.

Se le escapó una risa casi histérica.

—Que hace un par de horas yo estaba en Viena, celebrando que había terminado la mili, pensando que en cuanto me dieran los papeles me largaría a buscar a Lena y ahora, de pronto… —En la calle, debajo de la ventana, dos mujeres estaban conversando en voz muy alta, en una lengua que parecía italiano, aunque no era en absoluto lo que él había estudiado en el instituto; podía tratarse de un dialecto muy cerrado—. Creo que estoy en Italia, Max; supongo que más bien al sur, a juzgar por la luz. No sé más; tendré que salir a la calle para enterarme.

—Pero ¿cómo has llegado hasta ahí? ¿Te han drogado? ¿Te han secuestrado? ¿Puedes salir de donde estás?

—Supongo que sí; estoy en un hotel, en una pensión, algo así. Me ha traído el ser ese que le sirve a Lena de maestro. Ese monstruo del que tú me hablaste, ¿recuerdas…? Sombra.

Max no dijo nada pero el silencio adquirió una cualidad diferente, como si se hubiera hecho más espeso.

—Por extraño que parezca —continuó Daniel—, yo diría que vino a Viena a buscarme porque Lena quería verme. Íbamos en el metro y de repente dijo que no había tiempo para viajar, me avisó de que dolería mucho y de golpe aparecimos… no sé bien, en un chalet, en una casa enorme donde había otro monstruo… joder, Max, vas a pensar que soy imbécil, pero es que no sé cómo contarlo, no hay palabras.

—¿Qué monstruo?

—Sombra lo llamó
urruahk
.

—¿Eso existe en la realidad?

—Te lo juro.

—¿Y Lena?

—La sacamos de allí. Vinimos al hotel, ella y yo nos quedamos fritos y al despertarnos… —Decidió no decirle nada al padre de Lena sobre lo que habían hecho en la hora que habían pasado juntos y despiertos—. Entonces apareció Sombra, me dijo que me largara, y se la llevó. No sé qué hacer, Max. ¿Qué puedo hacer?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa? —Ahora empezaba a entender lo que podía haber pasado en Villa Lichtenberg para poner en fuga a los de la empresa de seguridad. Si la mitad de lo que se contaba sobre los
urruahkhim
era verdad, no le extrañaba nada que hubieran salido por pies. Daniel parecía estar destrozado y eso que él ya sabía que se estaba metiendo en un asunto donde podían suceder cosas muy, pero que muy raras.

»Dani, sal del hotel ahora mismo y vete a la plaza de la catedral. Quizá podamos vernos allí dentro de media hora.

Other books

One Careless Moment by Dave Hugelschaffer, Dave Hugelschaffer
Moonburn by Alisa Sheckley
Autumn Winds by Charlotte Hubbard
Flick by Tarttelin,Abigail
Reburn by Anne Marsh
Ensnared by A. G. Howard