Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
—Nico es el típico hombre que detesta ir de compras. Imagínate que la mayor parte de lo que viste son prendas que le llevan directamente a su despacho y que ni siquiera se prueba, porque su hombre de confianza tiene todas sus medidas —les explicó Eleonora.
Por un momento, como le sucedía cada vez con más frecuencia, Clara pensó que todo aquello era un despróposito, que era una locura estar a punto de casarse con alguien a quien no conocía en absoluto sólo porque tres meses atrás se había enamorado de él y ahora estaba esperando un hijo suyo; alguien que pertenecía a un mundo totalmente distinto, que consideraba naturales cosas que para ella eran incomprensibles, que seguramente ni siquiera sería capaz de comprender cómo vivían y sentían las personas normales, como ella.
Ni siquiera sabía bien cómo comportarse con él en los raros momentos en que estaban solos, ni podía participar en la conversación cuando estaban los cuatro juntos porque los otros tres hablaban de temas profesionales que a ella no le decían nada. Aunque no quería confesárselo ni siquiera a sí misma, cada vez sentía con más fuerza que se estaba metiendo en una trampa; pero otras veces, cuando sus ojos se encontraban y él le regalaba su sonrisa secreta, esa sonrisa especial sólo para ella, lo olvidaba todo y habría estado dispuesta a morir por él.
Al día siguiente, después de una noche pasada con su madre porque Dominic tenía que preparar una sorpresa que quería darle como regalo de boda, Clara se encontró con que el doctor Kaltenbrunn había hecho que le subieran un filete tártaro como desayuno, junto con una jarra de zumo de naranja.
—No me puedo creer que te apetezca comer carne cruda recién levantada, hija —dijo su madre enarcando una ceja.
—No me apetece, mamá —mintió Clara—, pero el tío Gregor dice que la necesito por algo de la metabolización del hierro.
—Él sabrá. Anda, date un poco de prisa, que la maquilladora y el peluquero están al llegar. —Se acercó por detrás y la abrazó fuerte—. ¿Quién nos iba a decir a nosotras el año pasado que estaríamos en uno de los hoteles más caros de Europa a punto de emparentar con los Lichtenberg, y que yo iba a ser abuela? ¿Estás contenta, cariño?
Clara tragó saliva y, para retrasar la respuesta, se metió una buena cucharada de carne en la boca. El doctor debía de saber más de lo que aparentaba porque aquel filete tártaro no llevaba ni sal ni especias de ningún tipo; era simplemente carne, jugosa y tierna, casi viva aún.
—Creo que sí —contestó por fin.
—¿Cómo que crees que sí? ¿Qué tontería es ésa?
Clara sacudió la cabeza.
—No sé, mamá. Ha ido todo muy de prisa. La verdad es que casi no conozco a Dominic. Y echo de menos a Lena.
—¡Bah! Eso no son más que nervios. Y lo de Lena… si hubiera sido mejor amiga, ahora estaría aquí, con nosotras. Vamos, no lo pienses más. Termínate el desayuno de fiera y a arreglarte.
El desayuno de fiera. Su madre había dado en el clavo. Era justamente eso lo que tanto miedo le daba: que se estaba convirtiendo en algo que no era ella; en una depredadora, en una fiera capaz de atrapar a un pobre gato o un conejo indefenso y clavarle los dientes. Eso era algo que no podía compartir con nadie y que no lograba comprender.
Cuando empezaba el hambre era una sensación espantosa, como si le faltara algo fundamental para seguir con vida; luego, cuando conseguía cazar a su presa y la boca se le llenaba de sangre no había nada mejor en el mundo. Se sentía capaz de volar, de arrancar árboles, de atravesar una pared de roca. Era como estar en lo más alto de una montaña inmensa, tocando el cielo. Después, cuando estaba ya en la cama, relajada, satisfecha, y empezaba a pensar en lo sucedido, de repente la vergüenza la inundaba y se sentía sucia, animalesca, monstruosa.
Había llegado a pensar… Pero no. Era demasiado estúpido.
Había llegado a pensar que se estaba convirtiendo en vampira, que los Lichtenberg eran una familia de vampiros y de algún modo, sin que ella se hubiera dado cuenta, le habían contagiado la enfermedad.
En esos momentos lo que quería era llamar a Lena, contarle todos sus miedos y pedirle ayuda como siempre había hecho; pero luego pasaba el arrebato y lo olvidaba hasta la siguiente vez, con la única esperanza de que todo quedara atrás cuando naciera el bebé, que todo volviera a ser como era antes y que nadie se enterara mientras tanto.
Llegaron la maquilladora y el peluquero y los pensamientos oscuros desaparecieron entre pinturas y secadores y medias y ropa interior. Cuando se miró al espejo vestida con el traje de novia más maravilloso del mundo, se sonrió a sí misma y pensó que todo había valido la pena, que iba a ser muy feliz. ¿Cómo no iba a ser feliz casada con Dominic, y con un bebé perfecto y la casa fantástica que él le había prometido y todo el dinero del mundo para poder viajar, estudiar, invitar… lo que quisiera?
Se abrazó a su madre, cogió el ramo de novia —rojo, como sus zapatos, y como el collar de rubíes, propiedad de la familia, que Eleonora le había dejado sobre el tocador— y, con un suspiro de felicidad, bajó la escalera del brazo del doctor Kaltenbrunn entre los aplausos de una docena de desconocidos que, al parecer, formaban parte del clan rojo, fuera eso lo que fuese.
Sólo en ese momento se dio cuenta de que era Nochebuena; la Nochebuena más extraña de su vida y la primera que pasaría sin su padre, que las había abandonado el día de Año Nuevo del año anterior.
El pequeño templo de inspiración egipcia brillaba con una luz perlada, semioculto entre palmeras y bambúes. La iluminación de todo el complejo era una obra de arte firmada por Christian Rauch, el mejor artista del momento, que lo mismo trabajaba para iluminar grandes eventos como para los más prestigiosos directores de cine.
Desde los comienzos de la Orden, Alejandro Andrade, el Gran Maestre, había sido consciente de que la liturgia y la dramaturgia son por lo menos tan importantes como las ideas que se desea propagar y por ello había hecho una gran inversión en lo que más conmueve el alma humana: la iluminación y la música. Y el tiempo le había dado la razón: sus muchos y ricos adeptos probaban la calidad de sus creencias y lo certero de la forma estética que había elegido para que se sintieran arropados y satisfechos.
Ahora que la música había cesado y la procesión se había detenido frente a la entrada del templo, lo único que se oía era el rumor de las olas, el susurro del viento en las palmas y un sonido cristalino, casi inaudible, como de campanillas de plata y varillas de cristal entrechocando en algún misterioso lugar.
La fachada, cuadrada y sobria, brillaba como bañada en luna líquida y desde el interior se filtraba una luz rojizo dorada que calentaba el corazón y hacía desear entrar en la nave y dejarse flotar como una pluma en las partículas luminosas.
Un escalofrío recorrió la espalda del Gran Maestre al sentir que el templo estaba habitado. Israfel había acudido a su llamada.
Sintió que empezaba a sudar, pero no podía limpiarse la frente con la manga sin más, de manera que, con un gesto, pidió a una de las novicias que le llevara un cuenco de agua perfumada, hizo sus abluciones como si formaran parte del ritual y, refrescado y más tranquilo, tendió la mano a la iniciada. Sus ojos se encontraron y el Maestro se dio cuenta de que la mujer, por muy princesa que fuera, se había convertido simplemente en un animal aterrorizado. Temblaba como una hoja, tenía las manos heladas y los ojos se le habían desorbitado hasta ocupar la mitad de su rostro.
—No temas, hija. Israfel te espera.
El temblor de sus manos se intensificó y el Maestro tuvo que sujetarla por miedo a que se le doblaran las rodillas y cayera al suelo.
—Yo te acompaño. Todos te acompañamos. No tengas temor. Disfruta del momento, hermana; has recorrido un largo camino para llegar aquí.
La princesa asintió y dio un ligero apretón a las manos del Maestro para que comprendiera que estaba dispuesta; tenía la garganta tan oprimida que no se sentía capaz de hablar.
Cogidos de la mano se dirigieron solemnemente al templo, seguidos por la compañía de Elegidos con sus mantos blancos. Los novicios y acólitos, así como los músicos, se quedaron en el exterior, acuclillados en silencio entre las frondas, como éxóticos pájaros dormidos.
Nada más atravesar el vestíbulo y penetrar en la nave, la princesa inspiró por la boca, maravillada, lo que arrancó al Maestro una sonrisa rápidamente reprimida. Siempre ocurría aquello. Cualquiera que entrara en aquel templo se quedaba sin aliento, y no sólo la primera vez.
La nave era enorme porque había sido excavada en la colina y desde fuera nadie habría podido adivinar su tamaño. Desde el exterior sólo se veía un pequeño templo de líneas sencillas y pura piedra blanca; pero una vez cruzado el umbral, el visitante se encontraba con un altísimo espacio abierto que parecía infinito, enfatizado por una arquitectura luminosa que fingía caminos en el aire y hacía que los iniciados se sintieran ingrávidos, como aspirados hacia el universo.
Una especie de brisa de suspiros, exhalaciones y susurros recorrió a los circunstantes, que fueron avanzando hacia el fondo extendiendo las manos para jugar con la luz, que cambiaba de color, de forma y de intensidad como un ser vivo que fluyera a su alrededor, dándoles la bienvenida. Sólo una vez al año les estaba permitida a los Elegidos la visita al templo, más las raras ocasiones en las que se producía una iniciación; por eso habían acudido casi todos, para disfrutar de la profunda dicha de pertenecer a la Rosa de Luz, así como para reafirmar su fe en la Presencia.
Cuando estuvieron todos reunidos al fondo de la nave, donde en el suelo destellaba una rosa hecha de brillantes, un relámpago índigo, acompañado de un poderoso trueno, estuvo a punto de cegar a los fieles, que cayeron de rodillas, cubriéndose la cabeza con el manto. La iniciada y el Maestro permanecieron de pie, aunque ella habría preferido arrodillarse también y bajar la vista.
—Israfel, Israfel, Israfel —susurraron todas las voces.
De un momento a otro, como de la nada, se coaguló una figura que parecía estar hecha de pura luz violeta con chispas de oro y que lentamente, como si la luz misma fuera esculpiendo sus formas, se iba convirtiendo en una figura más o menos humana, salvo que era mucho más grande y tenía dos alas, poderosas y blanquísimas, flanqueando su cuerpo. Su cabeza, de largos cabellos tan blancos que daban la impresión de ser irisados y cambiaban de color, estaba nimbada de una luz dorada tan vibrante que parecía estar hecha de seres vivos, danzantes, pulsantes. Sus pies no se apoyaban en el suelo; flotaban a unos centímetros de la rosa, cubiertos por una larga túnica, blanca como una nube, como la niebla del mar. Sus ojos eran transparentes y su mirada quemaba como un rayo y parecía abarcarlos a todos a la vez.
—Israfel —dijo el Maestro con voz sonora—. Te damos las gracias por tu presencia y queremos mostrarte a una persona que desea tu guía y tu luz. —Dio unos pasos atrás, dejando a la princesa Karla, temblorosa y fascinada, frente a él.
Ella había sido instruida durante muchos meses en la ceremonia de iniciación; estaba acostumbrada a protocolos y liturgias, tenía una gran capacidad para recordar movimientos, gestos y palabras, había participado en docenas de ceremonias con las personas más poderosas del planeta, pero nada la había podido preparar para la Presencia que ahora tenía frente a ella. Era un ángel. Un ángel de verdad, por una parte como los que aparecen pintados en las iglesias, pero por otra totalmente distinto. No había nada dulce y suave en aquel ser que vibraba flotando en la luz. O más exactamente, no era cuestión de dulzura y suavidad, sino de que, simplemente, no era humano. Los patrones humanos no eran aplicables a él. Eso era lo que daba tanto miedo y, a la vez, lo que hacía que el corazón saltara de gozo al verlo, porque existía, porque estaba ahí.
—Karla —dijo el ángel con una voz que era como un trueno sobre el mar.
Ella cayó de rodillas.
—¿Has venido a entregarte a mí?
—Me entrego a ti, Israfel. —Su voz era apenas un murmullo.
—No tengas miedo. Álzate. Mírame.
Karla echó una mirada por encima del hombro a los compañeros que la rodeaban y que miraban, fascinados, el rostro del ángel. Todos ellos habían sobrevivido; ella también sobreviviría.
Se puso en pie, avanzó cuatro pasos como le habían enseñado, echó la cabeza atrás para poder mirarlo y clavó los ojos en los de la Criatura, que la traspasaron como un rayo. De un instante a otro se sintió tragada por un remolino de agua y luz, unas veces helado, otras tan caliente que quemaba; tuvo la intensa sensación de que aquella mirada de fuego la estaba recorriendo por dentro, aprendiendo su vida, sus secretos, sus temores, sus dudas, su amor, su debilidad, su fuerza, haciéndola suya para siempre. Un intenso dolor la recorrió entera y gritó sin darse cuenta. Luego le pareció que entraba en un túnel de piedra tan estrecho que las paredes le impedían avanzar, frotándose contra su cuerpo, haciéndolo sangrar. Se vio libre del túnel, pero a la salida unas altas llamas rojas, rugientes, la forzaron a atravesar una larguísima extensión de fuego. Dolía horriblemente, pero a través de las llamas se veía el cabrilleo del agua, un gran lago azul y frío, rodeado de bosques y altas montañas de roca blanca. El fuego estaba en el centro, en un pequeño pabellón.
El dolor desapareció. El frío del agua fue un bálsamo que pronto la hizo tiritar hasta que sintió que se congelaría, que su corazón dejaría de latir. Pero repentinamente el frío cesó, y el agua se transformó en una brisa cálida que la arrastraba como si no pesara más que una hoja de otoño. Voló sobre las montañas, sobre un desierto dorado, sobre un oceáno de un intenso azul, hasta una pequeña isla cubierta de palmeras, hasta la luz que inundaba el templo, hasta los ojos de hielo ardiente de Israfel.
—Tu nombre es Kentra. Eres mía. Yo te llevaré a la Luz cuando te llegue la hora. Te llamaré por tu nombre y me reconocerás.
El hilo se rompió y Karla, ahora Kentra, se dejó caer al suelo, agotada, desmadejada.
—Os recuerdo a todos —dijo el ángel con voz de trueno sobre el mar—. Conozco vuestros nombres. Sois míos y os protegeré.
Los fieles se llevaron la mano al corazón y se inclinaron hasta tocar el suelo con la frente. Cuando volvieron a alzar la vista, el ángel había desaparecido y todos temblaban o lloraban. Hasta el Maestro, que una vez tras otra se quedaba perplejo con la aparición de Israfel.