Hijos del clan rojo (28 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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Miró el reloj con la esperanza de que quedara poco para la cena. Empezaba a estar realmente hambrienta, a pesar de que no eran más que las cinco menos diez. Tendría que entretenerse con una taza de té hasta las seis.

Las altas montañas que la rodeaban estaban cubiertas de nieve que ahora brillaba en un intenso color de rosa, iluminada por el último sol. La nostalgia de casa era, de pronto, tan intensa y dolorosa que tuvo que detenerse un momento para poder recuperar la respiración y secarse las lágrimas de los ojos.

Se sentía sola, sola como nunca lo había estado en la vida. Abandonada. Desesperada.

Faltaba sólo una semana para que llegaran Dominic y su madre, para la boda, y eso debería llenarla de alegría. Sin embargo, estaba cada vez más triste y cada vez con más frecuencia se descubría pensando que no valía la pena e incluso algunas veces se sorprendía a sí misma preguntándose si de verdad quería a Dominic, si no habría sido todo un deslumbramiento momentáneo complicado después con el asunto del embarazo y el asesinato de Mika, por no hablar del casi secuestro que representaba su estancia en aquel sanatorio para millonarias.

En esos momentos siempre le acudía a la mente la imagen de Lena, su voz, sus ojos brillantes: «¿De verdad quieres casarte con ese tipo, Clara? Si te casas con él, no volverás a decidir nada más en tu vida; el niño será un Lichtenberg y, si algún día quieres separarte, lo perderás».

¡Maldición, maldición! ¿Por qué le había dado por pensar cosas tan horribles?

Sacó el móvil y marcó el número de Dominic. Necesitaba oír su voz para convencerse de que todo lo que había estado pensando no eran más que tonterías causadas por las hormonas que alborotaban todo su cuerpo.

La comunicación se cortó al primer pitido, como siempre que estaba en alguna reunión o volando a alguna parte. Incomunicado.

Probó con el teléfono de su madre, con los mismos resultados. Con Lena no valía la pena probar más; ya se había dado cuenta de que seguramente había cambiado de móvil y no le había dado su nuevo número. Y no se sentía con ánimos de llamar a Eleonora, a quien apenas conocía, para llorarle por teléfono.

Hasta su padre había cortado todo contacto con ellas y hacía más de medio año que no sabían nada de él.

No le quedaba nadie.

Salvo David. No era que esperara mucho de él pero, al fin y al cabo, habían salido juntos durante más de un año y, al menos al principio, se habían querido de verdad.

Siguió caminando en la creciente oscuridad, fijándose dónde ponía los pies para evitar los traicioneros charcos de hielo que podían hacerla resbalar y caer.

¿Se atrevería a llamar a David? ¿Para qué? ¿Qué pensaba contarle? No habían vuelto a verse desde mediados de verano y, por lo que ella sabía, ni siquiera había llegado a enterarse de que se había vuelto a enamorar, había dejado el instituto y ahora estaba embarazada de tres meses y a punto de casarse. Si lo llamaba y le decía que se sentía triste y sola o que tenía dudas, conociéndolo, o bien se reiría de ella o se limitaría a decirle lo que tantas veces le había dicho a lo largo de su relación: «Lo has elegido tú, preciosa. Tú has pedido la sopa, tú te la comes».

O quizá… otras veces había sido cariñoso con ella, dulce, comprensivo. Había habido un tiempo en que no podía imaginar nada mejor en el mundo que acurrucarse con él en un sofá y dejar girar el mundo.

Las luces del sanatorio brillaban, cálidas y anaranjadas, al final del camino de los rododendros que ahora se alzaban, oscuros y amenazadores, a su alrededor. De repente tenía muchísimas ganas de estar en el salón mirando el fuego y sus reflejos en las bolas rojas del gigantesco árbol de Navidad, de un rojo brillante y fresco, como la sangre, como la piedra del clan.

A punto ya de llegar a la explanada que se abría frente a la entrada del sanatorio, unos quejidos animales la obligaron a desviarse hacia la oscuridad de debajo de los abetos para investigar. Allí, el suelo no estaba cubierto de nieve y por eso localizó con facilidad el origen de los chillidos: una mancha blanca se retorcía en el suelo luchando contra otro animal que no se veía bien en la penumbra. Posiblemente, dos gatos peleándose por una hembra. O un zorro atacando a un gato. Mejor alejarse con rapidez.

Sin embargo, algo la mantenía inmóvil bajo los abetos, fascinada por los chillidos y bufidos de aquellos dos animales que, frente a sus ojos, luchaban a vida o muerte. Sin saber bien lo que hacía ni por qué, echó a correr hacia ellos, gritando para asustarlos.

Uno de los animales, el más oscuro, salió corriendo, aterrorizado, y se perdió entre los arbustos. El otro, el claro, se quedó en el suelo, retorciéndose de dolor, lanzando agudos chillidos y tratando de ponerse a salvo, arrastrándose con dificultad.

Clara se agachó a su lado y, con las manos bien enfundadas en sus guantes de esquí, le cogió la cabeza. Los ojos del gato reflejaban la luz que, desde el salón del sanatorio, se filtraba entre los árboles, y parecían dos luces diminutas y espantadas. Tenía una larga herida en el vientre y las patas traseras parecían haber perdido la movilidad. Clara le dio la vuelta para ver la herida, sin preocuparse de las sacudidas y los intentos del gato de morderla y arañarla. Era como si se supiera, de pronto, absolutamente invencible y los intentos desesperados de aquel animal para hacerle daño no sólo no la asustaran, sino más bien le produjeran una especie de ternura. Porque no podía defenderse. Porque no podría evitar lo que le iba a suceder.

A continuación levantó el gato con las dos manos y se lo acercó a la cara, a la nariz. Olía a nieve, a miedo y también a sangre. Era delicioso.

Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y, sin pensarlo, clavó los dientes en el vientre herido y empezó a chupar sin preocuparse del pelo del animal ni de sus sacudidas desesperadas ni de las uñas que se le enganchaban en la melena.

Al cabo de un tiempo, todo quedó en calma. El gato dejó de moverse y su cuerpo se relajó, entregándose a lo inevitable. Clara chupó aún un poco más, casi con dulzura, como agradeciéndole el regalo que acababa de hacerle. Luego lo depositó en el suelo, debajo de un arbusto de hoja perenne que lo ocultaría durante mucho tiempo. Antes o después las hormigas lo encontrarían, o los pequeños depredadores de la zona, algún zorro, quizá, y pronto no quedarían más que huesos. El círculo de la vida se habría cerrado.

Clara se puso de pie, se sacudió los pantalones que se le habían ensuciado a la altura de las rodillas y echó a andar hacia las luces, frotándose la boca y la cara con un pañuelo de papel.

Se sentía fuerte, dueña de sí misma, elástica. Nunca había tenido la mente tan clara. Echó la cabeza atrás, buscando la luna en el cielo, con ganas de aullar de felicidad, pero no había luna y no podía ponerse a hacer cosas que permitieran dudar de su equilibrio mental, de modo que se limpió bien los pies en el felpudo y, por la escalera lateral, subió a su cuarto a arreglarse para la cena. Se pondría el vestido de lana rojo.

Negro. Shanghai (China)

El Presidente terminó de cenar, plegó la inmaculada servilleta almidonada y perdió la vista en el artesonado del techo en el que, entre vigas oscuras y doradas, hermosos dragones negros luchaban contra hermosos dragones rojos. Una lucha eterna. Por el poder, por el dinero, por el honor.

Estaba cansado, muy cansado de luchar. Cosas que durante toda su vida había creído esenciales, de repente le parecían absurdas, prescindibles, repetitivas. Sobre todo repetitivas, como si la existencia fuera una especie de
laterna magica
, de cinta sin fin que pasara y pasara siempre los mismos paisajes, los mismos sentimientos, los mismos desafíos, hasta que todo se volvía gris, monótono, esperable.

Cogió un pequeño salero de plata y marfil y lo hizo girar entre sus dedos admirando su elegancia, su belleza. Eso era lo único que a veces aún le aceleraba el corazón: la belleza, el arte. Y sin embargo, ninguna de esas obras había sido creada por
karah
. Todos los artesanos y los artistas eran
haito
.
Karah
se había limitado durante siglos a admirar, comprar, poseer, coleccionar, financiar, subvencionar. ¿Por qué nunca había surgido un auténtico artista en ninguno de los clanes? ¿Quizá porque sus vidas siempre habían sido acomodadas, seguras, felices, y el arte surge del dolor, del deseo de lo inalcanzable, de lo efímero de la existencia?

¿Qué legado dejaría
karah
sobre la tierra cuando el último de ellos dejara de existir?

Se levantó de la mesa y pasó a la biblioteca que, a diferencia del comedor, no estaba decorada al estilo oriental, sino europeo clásico: paredes cubiertas de estanterías y paneles de caoba fingiendo llamas, miles de volúmenes perfectamente archivados, una chimenea encendida, sillones de cuero con lámparas de pantalla verde en el exterior y dorada por dentro para que la luz que incidía sobre el libro fuera cálida, mullidos sofás y sillones de orejas, un servicio de café
art déco
, de plata y ónix.

A una seña suya, Chang se retiró sin decir palabra. No necesitaba nada más. Prefería servirse el café él mismo mientras hojeaba una de las revistas de su grupo.

Cuando el reloj dio las doce con su tintineo francés, tomó la última taza de las tres que se permitía, cerró la puerta con llave y subió la escalera de caracol en busca del pasadizo secreto, como todas las noches que pasaba en casa.

Era su único vicio y, por tanto, su secreto mejor guardado, de los muchos que formaban su vida.

Deslizó el panel y dejó que el sistema reconociera el iris de sus dos ojos, sus huellas digitales y su voz. Un segundo después, el angosto pasillo se iluminó tenuemente, dejando entrever la escalera que lo llevaría a la cámara del tesoro, a su jardín secreto.

Innsbruck (Austria)

El teléfono sonó siete veces hasta que contestó por fin una voz masculina.

—Max Wassermann.

—Buenas noches, señor Wassermann. Soy Daniel Solstein. ¿Es usted el padre de Lena?

—Sí. ¿Y usted?

—Yo soy… bueno… Lena y yo salimos juntos, pero aún no he tenido ocasión de conocerlo a usted personalmente.

—Lo siento, pero mi hija nunca me ha hablado de usted.

Dani tragó saliva. La conversación no estaba saliendo en absoluto como él se la había figurado. Había supuesto que el padre de Lena lo conocería, aunque no fuera más que de nombre, y estaría tan angustiado y desesperado como él al no haber tenido noticias de su hija en más de una semana, pero claro, quizá con su padre sí que se había comunicado y en ese caso eso significaría… prefería no pensarlo.

—Perdone que sea tan directo, señor Wassermann, pero ¿sabe usted dónde está Lena? ¿Sabe si está bien?

—¿Por qué no iba a estarlo?

El tipo aquel era tan frío que Dani tuvo que morderse los labios para no insultarlo.

—¿Dónde está?

—Eso no es de su incumbencia, señor Solstein. Si Lena hubiese querido decirle dónde se encuentra, lo habría hecho. Asumo que sabe dónde localizarlo y, si no lo ha llamado ella…

—Es que sí me ha llamado. Y no sonaba precisamente feliz. Estaba muy asustada, no sabía qué hacer, se sentía muy sola. Por eso me llamó. ¿Me está escuchando?

—Lo escucho. Continúe. —«Lena lo ha llamado. A un desconocido. ¿Qué narices está pasando? ¿Tan mal está? ¿Por qué no me ha llamado a mí?»

—La convencí para que viniera a Viena. Yo no podía ir a buscarla porque estoy haciendo el servicio militar.

—Comprendo.

—Me prometió que tomaría el primer avión. Y de eso hace tres días. No tengo forma de comunicarme con ella. Me estoy volviendo loco, señor Wassermann.

«No eres el único, muchacho», pensó.

Hubo un silencio tan largo que Dani creyó que el padre de Lena había colgado.

—Y ¿dónde le dijo que estaba? —preguntó por fin, como sin darle importancia. «No puede ser tan idiota como para habérselo dicho, mi niña no.»

—A más de mil kilómetros, me dijo. Eso fue todo.

—¡Ah! —«¡Bien, Lena!»—. ¿Le dijo también a qué había ido o qué había pasado?

—No. Me dijo que era largo de explicar y muy difícil de creer…

«No tienes ni idea, chico.»

—… pero que me lo diría cuando nos viéramos. Me dijo también que tenía mucho miedo y que pensaba que si me lo contaba podría ser peligroso incluso para mí.

«Efectivamente, así es.»

—Mi hija siempre ha tenido una gran fantasía; me extraña que usted no lo sepa.

—¿Fantasía? ¿Y por fantasía ha dejado el instituto en el último curso de un día para otro? ¿Y también es fantasía que esté tan lejos?

—Eso a usted no le consta. Le ha podido mentir. En cualquier caso, ¿qué quiere que haga yo? —«No te metas en esto, hijo. Lo único que conseguirás, si de verdad la quieres, es sufrir.»

—¿Usted no está preocupado por ella?

Hubo otro largo silencio.

«Yo hace días que no duermo.»

—No. No lo estaba hasta ahora. Llámeme de nuevo pasado mañana. Yo también haré unas llamadas. Después, quizá, podamos hablar.

—De acuerdo. ¿No puedo hacer nada mientras tanto?

—No, Daniel. —«Tú podrías olvidarla. Sería lo mejor para los dos. Para mí es distinto»—. ¿Me permite que lo llame Daniel?

—Ajá.

—Nadie puede hacer nada por el momento. De todas formas, avíseme si Lena se vuelve a poner en contacto con usted. Quizá necesite ayuda. —«Ojalá se ponga en contacto, pero me temo que ya es tarde»—. Buenas noches.

—Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por Lena, señor Wassermann, se lo juro.

«No jures, hijo. No sabes lo que podría costarte.»

—Buenas noches y… gracias.

—Daniel…

—¿Sí?

—Le agradecería que no comentara nada de esto con nadie. Si de verdad tiene usted una… relación… con Lena, es por su bien.

—Por supuesto.

El padre de Lena cortó la comunicación y Dani le dio un puñetazo a la pared que tenía más cerca. Había sido como hablar con un tiburón, con un pez frío y escurridizo. ¿Cómo era posible que una chica como Lena tuviera aquel padre? Ella le había contado que se había vuelto así después de la muerte de su mujer, pero no podía creerlo; cuando uno es así es así desde siempre. Pobre Lena, sin madre y con ese témpano de hielo en casa. No era de extrañar que lo hubiera llamado a él en lugar de llamar a su padre.

¿Dónde estaría? ¿Qué le habría pasado? ¿Seguiría viva?

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