Hijos del clan rojo (31 page)

Read Hijos del clan rojo Online

Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
4.57Mb size Format: txt, pdf, ePub

No había nadie esperándolo porque, como había cogido el primer tren, tanto sus padres como su hermano Markus estaban trabajando, de modo que salió tranquilamente de la estación y decidió tomarse un café en el Central antes de irse a casa.

Se instaló en una mesita junto a la ventana, pidió un
capuccino
, sacó el cuaderno de notas y empezó a hacer una lista de gente que podría eventualmente saber algo de Lena: Clara, a pesar de que se habían peleado seriamente; su amigo Andy; el director del instituto; su tutor; su padre…

En ese momento sonó su móvil y en el display apareció un número desconocido. Contestó inmediatamente.

—Daniel Solstein.

—Hola, Daniel. Perdona que te llame aunque no nos conozcamos. Soy Lennart Schwarz, compañero de clase de Lena.

—Dime, dime. ¿Sabes algo de ella?

Se oyó una especie de inspiración al otro lado.

—Eso quiere decir que tú tampoco sabes dónde está.

—A ver, explícate.

—Mira, ya te digo, soy compañero de clase, del otro grupo, pero coincidimos en piano y en otras asignaturas. También soy amigo de Andy y de Clara, y hemos ido a tomar café y a jugar al billar unas cuantas veces.

—Ya.

—Pues eso, que hace casi dos semanas que nadie sabe nada de Lena y se me ha ocurrido llamarte a ver si tú nos puedes sacar de dudas.

—¿Y cómo has conseguido mi número?

—El día en que Lena desapareció estuvimos tomando un café y ella envió un SMS desde mi móvil a este número. Llevo días dándole vueltas a la idea de llamar, pero siempre me parecía que no tenía derecho. Luego, conforme pasaba el tiempo y nadie sabía nada de ella, pensé que había que aprovechar todas las pistas y por eso me he decidido. Eres amigo suyo, supongo.

—Soy su novio.

—¡Ah, vaya! Pero al parecer tampoco sabes nada de ella.

Dani se mordió el labio inferior. Si confesaba que él tampoco sabía nada, quedaría como un imbécil. ¿Qué clase de relación tenía una pareja en la que ella desaparecía y él no tenía ni idea de dónde buscarla? Pero si insinuaba que sabía algo, el otro insistiría en que le diera alguna información para tranquilizar a los amigos y a la gente del colegio. Y si se negaba a decirle algo, tampoco podía pretender que Lennart compartiera con él lo que sabía.

—Hablé con ella hace un par de días —dijo por fin—. Quedamos en vernos pero no se presentó. ¿Sabes tú algo de dónde puede estar?

—Nada en absoluto. ¿Crees que se ha metido en algo raro, que puede estar en peligro?

—No, no creo —mintió.

—Mira, yo… bueno… Andy y yo apreciamos mucho a Lena, ¿sabes? Si hay algo que podamos hacer, si hubiera que echar una mano para… no sé… para encontrarla o para sacarla… de lo que sea… tienes mi número. Llámame, ¿vale?

—Sí, gracias. Espero que no haga falta.

—¿Quieres que la busquemos juntos?

Aquel tipo estaba empezando a ponerse realmente pesado.

—No, de verdad, no creo que esté muy lejos. Me figuro que necesitaba pensar un poco y se ha retirado unos días para aclararse.

—¿Me llamarás si averiguas algo?

—Le diré a Lena que te llame ella, ¿de acuerdo?

Hubo un silencio, como si el otro no quisiera cortar la comunicación pero no supiera qué decir para mantener el contacto.

—De acuerdo.

En cuanto colgó, Dani empezó a pintar rayas y flechas en el cuaderno que tenía delante. Cada vez entendía menos lo que estaba pasando. ¿Cómo era posible que ni el padre de Lena ni sus amigos supieran que salía con él? ¿De verdad no le había contado a nadie que tenía novio? No llevaban mucho tiempo, menos de un mes, pero de todas formas lo normal era decírselo a la gente con la que uno se relaciona y, sin embargo, por lo que parecía, Lena no se lo había dicho a nadie. ¿Por qué? ¿Se avergonzaba de él? ¿O es que para ella no era importante, era sólo algo pasajero, para no estar sola ahora que Clara había encontrado a su príncipe azul?

Y el tipo ese, el tal Lennart, le había caído fatal sin saber por qué. ¿De dónde venía tanto interés por Lena? ¿Por qué habían estado juntos justo antes de que ella desapareciera? ¿Sabía más de lo que le había dicho? Había insistido mucho en si Lena se habría metido en un asunto raro donde quizá hiciera falta ayuda de más personas para poder sacarla de ello. ¿Sabía algo que él ignoraba?

Acabaría por volverse loco.

Se tomó el café en dos sorbos rápidos, pagó y decidió ir a esperar a su madre a la salida del trabajo. A la hora de cenar lo hablaría con su familia y luego seguramente trataría de conseguir ver al padre de Lena y convencerlo de que, trabajando juntos, tendrían más posibilidades de encontrarla.

Blanco. París (Francia)

Max Wassermann clavó los ojos en las ventanas del último piso y se le escapó una fugaz sonrisa antes de cruzar la calle y marcar la clave que le abriría la puerta. Sólo tenía buenos recuerdos de aquel apartamento del boulevard Delessert, recuerdos de juventud, de cuando Bianca vivía allí, de todas las cenas con Joseph y Chrystelle en el salón, con el balcón abierto y la Torre Eiffel como una tramoya de teatro brillando frente a ellos.

Quizá no hubiera sido muy inteligente ir a París, pero la llamada de aquel muchacho que decía ser novio de Lena lo había puesto muy nervioso y había decidido acudir personalmente a comprobar que todo iba bien. No sabía mucho de lo que Bianca había dispuesto, pero estaba seguro de que, al menos en un primer paso, habría enviado a Lena a casa de
oncle
Joseph. Era la mejor manera de protegerla y de darle, dosificada, la información que iría necesitando para saber de dónde procedía y cuál era su lugar en el mundo.

Con un zumbido, se liberó el pestillo de la puerta y Max subió los altos escalones, que hacía más de veinte años que no pisaba, hasta la puerta del apartamento. Chrystelle lo esperaba con los ojos húmedos y los brazos abiertos.

—¡Max, querido Max! ¡Cuánto tiempo sin verte! ¡Qué guapo estás!

—Gracias, Chrystelle,
chérie
. —La abrazó con sincero cariño y la tuvo apretada durante medio minuto, oliendo su perfume antiguo que tantos recuerdos le traía—. ¿Cómo está Joseph?

—Viejo, amigo mío, muy viejo —contestó el tío Joseph saliendo a su encuentro—. Pero encantado de seguir vivo para ver lo que está pasando, después de tanto tiempo de espera. Ven, pasa, hay café y Chrystelle ha hecho galletas de jengibre.

—Mis favoritas.

—Claro. Estaremos viejos, pero no hemos perdido la memoria.

Max entró en el salón como quien entra en un baño caliente después de un agotador día de trabajo. Pasó la vista por las altísimas estanterías atestadas de libros, por los viejos cuadros con sus pesados marcos dorados, por las valiosas alfombras que habían visto tiempos mejores, por los muebles de madera clara, las tapicerías de brocado, las teatrales cortinas… y suspiró. La Torre Eiffel seguía recortándose contra el cielo gris, el tiempo parecía haberse detenido en aquella casa que olía como en sus recuerdos: a papel, a cuero, a lavanda.

—¡Qué felicidad! —dijo, sonriente.

—Bienvenido a casa, hijo.

—Temía que os enfadarais conmigo por presentarme así.

Los dos ancianos sacudieron la cabeza sin dejar de sonreír.

—Lena está aquí, ¿verdad?

Joseph y Chrystelle intercambiaron una mirada.

—Siéntate, Max.

Se sentó en el borde del sofá, tenso de nuevo, porque aquello no podía significar nada bueno.

—La pequeña Aliena nos ha visitado —comenzó
oncle
Joseph— y hemos empezado a enseñarle quién es.

Max se relajó un tanto.

—Aún no le hemos hablado de mil cosas, evidentemente. No sabe nada de ti, no sabe nada de las leyendas y los mitos, salvo los que su madre le fue inculcando de niña. Tampoco sabe nada de sí misma, o de lo que nosotros pensamos sobre ella.

—Sí, lo comprendo. Hace falta mucho tiempo. Pero está bien, ¿no? Lena está bien.

Hubo un silencio espeso que a Max le pareció una losa que cayera sobre él.

—¿Qué ha pasado? —preguntó por fin con la voz ronca.

Chrystelle se acuclilló frente a él, lo miró fijamente a los ojos y le cogió las manos.

—Max, Sombra ha encontrado a Lena.

Lux Aeterna. Isla de la Rosa de Luz (mar Caribe)

La luna llena rielaba sobre las tranquilas aguas del Caribe, el cielo sobre la pequeña isla que albergaba el santuario era tan oscuro como el espacio exterior y brillaba salpicado de estrellas. En el hemisferio de piedra blanca, frente al mar, dos docenas de figuras vestidas de blanco aguardaban, sentadas en las gradas, el comienzo de la ceremonia mientras que unos cuantos jóvenes acólitos iban encendiendo los pequeños fuegos plateados que iluminarían la escena y colocando las guirnaldas y brazadas de flores blancas alrededor de la gran Rosa de Luz que destellaba en el suelo. En los pebeteros empezó a consumirse la salvia blanca que purificaría y santificaría el rito.

Todo estaba en silencio. Sólo se oía el rumor de las olas deshaciéndose en espuma sobre la arena blanca y el susurro de la leve brisa entre las palmeras y los cocoteros. Había una intensa expectación en el aire, la tensión de la espera de algo extraordinario a punto de suceder.

Cuando la luna estuvo en el centro exacto de la rosa y su rutilante estela sobre el agua parecía un camino para subir al cielo, desde los templos y pabellones empezó a oírse un ritmo de tambor, suave al principio, cada vez más y más intenso a medida que se iba acelerando conforme se acercaba al hemisferio donde los asistentes esperaban, ahora ya puestos de pie.

Al tambor se fueron uniendo las voces de distintos instrumentos de viento y de cuerda en una melodía dulce, repetitiva, intoxicante. La procesión se acercaba. Delante caminaba con solemnidad el Gran Maestre de la Orden vestido con una simple túnica blanca; unos pasos más atrás, rodeada de muchachas casi desnudas que agitaban cascabeles, lo seguía Karla, descalza y con el pelo suelto, vestida de negro. Los músicos cerraban la procesión.

Cuando llegaron al hemiciclo, lo rodearon cuatro veces hasta que la aspirante quedó de pie en el centro de la rosa mientras que el Maestro se colocaba en una elevación en la parte superior del círculo. La música cesó. Varias manos arrojaron puñados de especias a los pebeteros, que flamearon por un segundo antes de liberar toda su carga de aromas junto a un humo espeso y blanco. Los asistentes se cubrieron la cabeza con el manto y el Maestro abrió los brazos en un gesto de bienvenida universal.

—Hermanos angélicos, hermanas angélicas. Ha llegado el momento de recibir entre nosotros a un nuevo miembro. Su camino, como el de todos nosotros, ha sido duro, sembrado de zarzas y espinos, pero como la rosa, su pureza se eleva sobre las espinas para abrir sus pétalos a la luz. Hermana Karla, dinos si has sido instruida en las verdades de la
Lux Aeterna
.

—Sí, Maestro.

—Háblanos, hermana. Dinos en qué creemos.

La figura vestida de negro miró la luna, hizo una inclinación de cabeza al Maestro, se volvió hacia los asistentes a la ceremonia y empezó a hablar sin titubeos, como si hubiera ensayado muchas veces las palabras que estaba pronunciando.

—En el comienzo de los tiempos, cuando Dios creó todo lo que existe, antes de la creación de los mares y las tierras y los seres humanos y los animales y las plantas, antes incluso de las estrellas y los planetas, Dios creó la luz. Y junto a ella, a una clase de seres hechos de luz pura a quienes llamó ángeles.

»Cuando el tiempo fue creado, y con él el devenir de las cosas, y los humanos fueron sujetos al tiempo y a la muerte, los seres angélicos se escindieron en los órdenes que conocemos como ángeles y demonios. Los demonios eligieron quedarse en la tierra para tentar a los humanos y llenarlos con su oscuridad, para perderlos después de la muerte y arrastrarlos a las eternas tinieblas. Los ángeles decidieron permanecer fuera de la tierra para no contaminar su pureza ni con sus hermanos renegados ni con los seres humanos.

»Sólo unos pocos seres angélicos, apiadándose de los pobres humanos tan expuestos a las tentaciones demoníacas, eligieron un destino difícil y, en ocasiones, doloroso: vinieron a la tierra para ayudarnos, consolarnos y llevarnos a la Luz tras nuestra muerte.

»Esos seres fundaron al principio una ciudad sobre el mar a la que los humanos llamaron Atlantis y, cuando los diablos la destruyeron, tuvieron que huir por toda la tierra y esconderse para seguir cumpliendo su tarea. Son seres de pura luz, frágiles, eternos. Su misión, libremente elegida, es la de protegernos y ayudarnos a alcanzar la trascendencia, el Más Allá; pero sólo pueden ayudar a los que lo desean y se entregan a ellos. Quedan muy pocos ya, porque desde el principio del mundo han estado luchando contra los demonios, y los humanos han olvidado su existencia. Algunos fueron destruidos, otros abandonaron la tierra y volvieron a casa, pero aún hay algunos entre nosotros, y nos aman.

»Mientras queden sobre la tierra cuatro ángeles atlantes y un Maestro que los convoque, la salvación es posible, conseguiremos conquistar el miedo y el dolor, y llegar a la Luz Eterna.

—Así es, hija mía. ¿Crees?

—Creo.

—¿Te entregas a la Rosa, a la Eterna Luz?

—Me entrego a la Rosa.

—¿Sabes que tu entrega es total e irrevocable? ¿Sabes que entregas todo lo que eres y lo que tienes, lo que serás y tendrás, para siempre?

—Lo sé, Maestro. Lo sé, hermanos, hermanas.

—Que la luz te inunde.

Volvió a sonar la música mientras las muchachas se acercaban a ella y le soltaban los lazos que mantenían cerrada la túnica negra que había llevado hasta entonces. La mujer quedó desnuda en medio de un resplandor plateado que procedía de las antorchas que sujetaban unos acólitos. Unos segundos después la ayudaron a vestir la túnica blanca de los Elegidos y le colocaron en la cabeza una corona de rosas antes de retirarse al exterior del círculo.

El Maestro se acercó, sonriendo con benevolencia, y le puso el manto blanco sobre los hombros.

—Bienvenida seas, hermana. Vamos. Israfel nos espera en el templo.

La sintió temblar bajo sus manos y le acarició el cabello.

—No temas. Él te ama. Verá hasta el fondo de tu alma y te nombrará para que puedas salvarte. ¿Estás lista?

—Estoy lista, Maestro —dijo con un nudo en la garganta.

—Vamos entonces.

Cada uno de los asistentes recibió una antorcha y, en fila de dos, cantando y caminando sobre pétalos de rosas blancas, se dirigieron hacia el templo donde esperaba el ángel.

Other books

Weasel Presents by Gold, Kyell
A Grid For Murder by Casey Mayes
The Trouble with Mark Hopper by Elissa Brent Weissman
The Big Sleep by Raymond Chandler
Ana Leigh by The Mackenzies
Lawless by Emma Wildes
The Dubious Hills by Pamela Dean