Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
—Entonces, Albert, ¿tú estás a favor? —Emma Uribe se inclinaba sobre la mesa como si su cercanía física pudiera hacer que su compañero diera su aprobación más de prisa. Albert la miraba, divertido, mientras le daba bocados a una manzana bastante vieja ya, la última que les quedaba.
—Pues claro que estoy a favor. Estoy harto de esta endogamia, casi siempre tú y yo de acuerdo, Lasha en contra y Tania como si no existiera.
—Sí. Ése es otro de los temas que habría que discutir.
—¿Cuál? ¿Tania?
Emma asintió con la cabeza.
—No te molestes. Ya lo he intentado yo varias veces, pero siempre insiste en que está bien y en que vive aquí porque le gusta nuestra compañía…
—Pero si nunca se le ve el pelo —interrumpió Emma.
—Es lo que ella dice, no lo que creo yo. Y que está contenta con el progreso de sus investigaciones, y que siempre hemos sabido que no es una persona demasiado social. Así que no te molestes en pedirle su opinión sobre el asunto de traer a alguien más a la estación. El que llegue tardará meses en darse cuenta de que existe Tania.
—¿Tienes alguna sugerencia, o envío un anuncio a las universidades más obvias?
—Yo creo que si queremos a alguien que traiga un poco de vida al garito, el candidato ideal es Ritch.
—¿Quién es Ritch?
—Richard Thomas Brown, un joven geólogo, y creo que también físico, que hizo la tesis con Lasha y lo admira hasta la veneración, pero piensa por sí mismo, es muy alegre y extremadamente curioso, además de brillante.
Emma ladeó la cabeza y empezó a darse golpecitos en el labio.
—Curioso, dices… ¿y eso te parece bueno?
—Pues sí, la verdad, porque desde que estamos en esto, y no quiero recordarte cuantísimo tiempo llevamos en lo mismo, no hemos avanzado mucho y últimamente tengo la impresión de que lo que nos bloquea es que somos siempre nosotros mirando con los mismos ojos y las mismas ideas preconcebidas. Quizá trayendo a alguien que mire con ojos limpios…
—Sí, puede que tengas razón, pero en ese caso, primero tendríamos que aceptarlo en la familia, y eso lleva su tiempo, y segundo, lo ideal sería que no fuera geólogo.
—¿Y qué debería ser, según tú?
Emma soltó la carcajada porque era un tema que llevaban años y años discutiendo.
—¡Yo qué sé! Ingeniero, informático, físico, lingüista, poeta… cualquier cosa nos vendría bien. Todos nos vendrían bien.
En el silencio sólo se oía a Albert, que estaba masticando ya el corazón de la manzana.
—¿No habría que consultar a Lasha si invitamos a Ritch? —volvió a preguntar Emma que empezaba a darse cuenta de que, si enviaba la oferta, las cosas podían adquirir una dinámica propia con mucha rapidez.
—Dirá que no. Aunque una vez, hace unos meses, me comentó que si pensábamos aceptar a otro familiar, Ritch sería una buena opción.
Emma se puso en pie de un salto.
—Entonces voy a ponerme en contacto con él ahora mismo, aunque no sé si le hará ilusión venir aquí, donde no hay más que hielo y viejos.
—Y el mayor secreto del planeta. —Albert sonrió achicando los ojos, lo que siempre le daba un aspecto todavía más élfico.
—¿El mayor?
—No se me ocurre nada que pueda competir con lo que tenemos ahí abajo, pero en cualquier caso, si no es el mayor, es el mejor guardado. Si tenemos un accidente nosotros cuatro, desaparece con nosotros. Quizá sea bueno compartirlo.
—¿Con
haito
? Si no nos importó matar a todos los que participaron en la primera excavación para salvaguardar el secreto…
—Eso era necesario. Además, eran demasiados para poder confiar en su silencio. Éste es sólo uno. Si lo aceptamos en la familia…
—De todas maneras, jamás sera
karah
.
—Lo pensaremos cuando venga. Si viene. ¡Menuda sorpresa se va a llevar Lasha! A todo esto, ¿dónde se ha metido?
—Se ha marchado un par de días. Parece que me ha hecho caso y se ha ido a ver qué oye por ahí.
—¿Sobre el nexo?
Emma asintió con la cabeza, mordiéndose los labios. Albert palmeó la parte de sofá que estaba vacía a su lado, invitándola a sentarse, y le pasó un brazo por los hombros.
—No te hagas muchas ilusiones, Emma. A mí también me gustaría, pero si lo piensas bien, es pura especulación. Algún
mahawk
ha empezado a airear viejas leyendas y, como últimamente es tan raro que
karah
tenga descendencia, las ilusiones colectivas se han disparado y ya no nos alegra simplemente que vaya a haber uno más de nosotros, sino que nos imaginamos que va a ser el Salvador, el Mesías, como dice Lasha.
—¿En qué
mahawk
estás pensando? Nosotros ya no tenemos, porque nuestro querido Lasha, en cuanto a eso, es como si no existiera; el
mahawk
azul no se relaciona con nadie y hace siglos que apenas tenemos noticias de ellos; el rojo está loco de atar y ni ellos lo nombran ya para nada. Sólo queda Imre, el Presidente, el gran financiero y constructor. ¿Tú te imaginas a Imre propagando noticias de nexos?
—Hace mucho que no lo veo. Puede haber cambiado.
—Sí. Antes era un T-Rex, ahora a lo mejor es un tiburón; en cualquier caso, una fiera con más dientes que cerebro.
—No lo subestimes, Emma. Imre no es sólo un depredador, como tú quieres creer. Es extremadamente inteligente y leal, y tu odio por él puede estar justificado, no lo niego, pero no le quita un ápice de sus cualidades.
Los dos suspiraron, cada uno perdido en sus recuerdos, y apoyaron la cabeza en el respaldo del sofá, la vista fija en la gran pantalla que en ese momento pasaba imágenes de Marruecos, vibrantes de color: murallas amarillas, torres rojas, cerámicas, alfombras, flores, palmeras, las olas del Atlántico rompiéndose en cascadas de espuma blanca contra las rocas, contra la arena dorada…
—Emma —preguntó Albert por fin—, ¿tú crees de verdad que ese niño que está a punto de nacer será un nexo?
Ella se volvió hacia él y lo miró directamente a los ojos.
—Sí, Albert, yo creo que sí.
—Entonces —dijo después de una pausa—, habría que enviar a alguien a protegerlo, ¿no crees?
—Protegerlo ¿de quién?
Albert se encogió de hombros.
—No creo que Lasha sea el único
karah
que piense que estaríamos mejor sin él. La vida de un bebé es frágil. Y la de una mujer embarazada también.
—El clan rojo los protege.
—Yo estaría más tranquilo si hubiera alguien del clan blanco entre las sombras.
—Ya no nos queda nadie, lo sabes. Somos médicos y científicos desde hace tanto que se nos ha olvidado que también deberíamos tener a gente que sepa luchar. Joseph era magnífico, pero debe de estar ya muy viejo.
—Eso podría tener arreglo.
Emma lo miró, agradablemente sorprendida.
—¿Crees que aún funcionaría? Tendrá ya más de cien años.
Albert volvió a encogerse de hombros.
—Podríamos probar.
—Voy a buscarte un billete para París.
—¿No quieres venir conmigo?
—Tengo que ocuparme del muchacho, de Ritch. Y Tania se quedaría sola.
—Tania siempre está sola. Lo de Ritch puede esperar. Si vienes, te invito a cenar al mejor restaurante de la ciudad y te regalo lo que quieras.
—Voy a echar una mirada a los precios, a ver si nos lo podemos permitir. —Emma le guiñó un ojo ya en la puerta y ambos soltaron la carcajada.
Imre Keller estaba de nuevo en su despacho, sobre las luces de Shanghai, debatiendo consigo mismo la conveniencia de azuzar a Nils o dejar que él hiciera las cosas a su modo, aunque por el momento daba la sensación de que no se avanzaba en ninguna dirección.
La joven
haito
había sobrevivido, así como el bebé que llevaba en el vientre, y probablemente estaba oculta en alguna de las muchas instituciones que controlaba el clan rojo. De momento, por ese lado, no había mucho que hacer, salvo esperar a que llegara el momento del parto y entonces atacar con suavidad y rapidez. Para eso confiaba ciegamente en Nils, aunque de momento sus resultados fueran más bien decepcionantes.
Unos discretos golpes en la puerta lo sacaron de sus cavilaciones; dio su permiso y entró Fu, tan bella como siempre, vestida de seda negra.
—Hay alguien que desea verlo, señor Presidente.
—¿Alguien? —repitió, irritado. No era propio de su asistente y familiar expresarse con tan poca precisión—. ¿No tiene nombre, ni tarjeta de visita?
Fu sacudió la cabeza en una negativa.
—¿Y qué le hace pensar que estaré dispuesto a recibirlo, miss Fu? —preguntó con clara irritación en la voz.
La muchacha dejó sobre la pulida superficie de la mesa una moneda de oro en la que se apreciaban cuatro segmentos unidos por un pequeño círculo central.
—Me ha dicho que el señor Presidente lo reconocería. Disculpe que me haya dejado persuadir. Es una persona con una aura especial, señor. Si me permite, casi diría que podrían ser familia.
Keller cogió la moneda como si quemara y, lentamente, la hizo girar entre sus dedos.
—Hágalo pasar, miss Fu. Y márchese a casa.
La mujer inclinó la cabeza y salió silenciosamente del despacho.
Unos segundos más tarde, la puerta volvía a abrirse para dejar paso a una figura envuelta en una capa de seda escarlata, con una gran capucha cubriéndole el rostro. El Presidente deslizó la mano hacia el interruptor de la lámpara de mesa.
—No te molestes, Imre. Los dos somos animales nocturnos. O lo éramos.
—Ha pasado mucho tiempo.
—Mucho, sí. —Le dio la espalda y avanzó unos pasos hasta colocarse frente al horizonte que el ocaso aún teñía de rojo—. Hermosa atalaya. Pone las cosas en su lugar.
—¿Ellos abajo, nosotros arriba?
La carcajada fue chirriante; un sonido que a cualquiera le habría dado grima y a Imre aún le incomodaba escuchar, después de tanto tiempo.
—Creo que te he echado de menos todos estos siglos. ¡Ah, parece que estoy olvidando mis buenas maneras! ¡Honor a los clanes! ¡Honor a tu clan! ¿Qué has hecho últimamente además de amontonar millones?
—Nada especial. ¿Y tú?
—Yo he ido volviéndome loco para poder soportar este mundo.
—Este mundo es el tuyo, Shane. El nuestro.
La figura escarlata volvió a reír desaforadamente.
—Ahora vuelves a hablar de ti misma en masculino, por lo que veo —siguió hablando el Presidente que, con las manos a la espalda, se había colocado al lado derecho del Shane, frente a la ventana, ambos con la vista perdida en la ciudad.
—No lo ves, Imre, lo oyes, pero sí; en este momento me refiero a mí mismo en masculino. Otras veces no. Hace tiempo que decidí prescindir del sexo, que tanto complica las cosas. He ido simplificando mi vida, mi apariencia, mi mente, mis relaciones.
Con un movimiento amplio y totalmente inesperado, se libró de la capa, que cayó al suelo en círculo, rodeando sus pies calzados con botas rojas de charol. Su cuerpo era extremadamente delgado, casi esquelético, su cuello largo. Llevaba el cabello corto, casi blanco, y sus puntas se disparaban, verticales, en todas direcciones; sus ojos eran dos charcos de sombra y brillaban como ascuas, con un fulgor apagado, como si viviera el rescoldo de una hoguera en su interior.
—¿Ves, querido? —dijo acercándose. Cogió la mano del Presidente y la llevó a su bajo vientre, entre sus piernas—. Ya no existe nada aquí. Ni aquí. —Ahora la mano estaba en el lugar donde en algún tiempo estuvieron sus pechos.
—¿Por qué, Shane?
—Ya te lo he dicho. Porque estoy loco. Ahora me llamo Nadie. O el Shane.
—Y sigues siendo el
mahawk
de tu clan.
Otra vez la risa enervante.
—A mi clan no le preocupa tener o no tener
mahawk
, aunque deberían, precisamente ahora.
—¿Has venido por eso?
—He venido porque quería verte antes de irme más lejos, de olvidarlo todo. Y porque, después de toda una vida buscando, ahora sé quién tiene la Trama.
Imre tragó saliva. Aquel extraño ser en el que se había convertido el Shane podía estar realmente loco, pero si sabía dónde encontrar la Trama era necesario que se lo dijera antes de seguir su camino hacia la nada.
—La Trama es una más de las leyendas —dijo con medido desprecio, porque suponía que sería el modo más efectivo de estimular al Shane para que hablara, ahora que parecía haber perdido el control.
—¡Sois todos unos imbéciles! —Imre sonrió en su interior; el truco había funcionado; el Shane estaba perdiendo facultades o había cambiado realmente—. La Trama no es ninguna leyenda. Tampoco tiene ningún tipo de propiedades mágicas. Es, simplemente, el estúpido plano que el nexo necesita para saber dónde tiene que situar a los arcontes para poder establecer el contacto. Vuestra ignorancia os ciega.
—Y si sabes dónde está, ¿por qué vienes a decírmelo a mí? ¿Has decidido traicionar a tu clan por los viejos tiempos?
El Shane volvió a reír estrepitosamente.
—En mi clan nadie me escucha. Son todos tan ilustrados… tan pragmáticos… tan
haito
… Podrían haberse hecho con el nexo y ni lo han olido. No quiero hablar con ellos. Y te he dicho la verdad, Imre. Tú me conoces, tienes que notarlo… me estoy volviendo loca, de verdad. Ahora puedo hablar con sensatez, pero cada vez dura menos y entonces ya no sé lo que digo, ya no sé quién soy. Soy Nadie.
Era casi doloroso oír hablar al Shane de ese modo. Siempre había sido su mejor enemigo, desde los primeros tiempos. Primero macho, luego hembra, o casi; siempre brillante, astuto, un maestro en la estrategia, el mejor
mahawk
de todos los clanes, intuitivo, culto, condenadamente atractivo en su doble sexualidad y ahora ese ser ambiguo y roto que tenía delante y que parecía a punto de perder la razón.
—¡¿Quieres saberlo o no?! —chilló enfurecido.
—Tú sabes que sí, Shane. ¿Quién no querría?
—Claro. Tú más que nadie. —De pronto había bajado la voz. Sus labios finos, pintados de un violento escarlata, se curvaron en una sonrisa que parecía el corte de una navaja.
Imre apretó los puños. No era posible que el Shane supiera… y sin embargo…
Nadie se acercó a él ondulando como una serpiente y se apretó contra el cuerpo de Imre, como había hecho tanto tiempo atrás, en otra vida.