Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
No se lo había contado a nadie, claro. A su madre, por razones obvias. A Lena, porque sabía lo que le diría. Sólo quien estaba con Dominic podía comprender ciertas cosas que, vistas desde fuera, parecerían incomprensibles. Lena, con su típica dureza contra él, le habría dicho: «¿Qué le pasa, que ya es impotente a los veinticinco años? Ese tipo no te conviene, Clara. Si ya no le apetece cuando no lleváis ni tres meses juntos, ¿qué puedes esperar para el futuro?».
Pero Lena no sabía que con Dominic una chica se sentía no sólo especial, sino única, en la cima del mundo, volando entre dragones.
—No te duermas, pequeña. ¡Vamos!
Dominic la cogió de la mano y volvieron a salir al exterior. Clara no entendía nada.
—¿Adónde vamos?
—Es una sorpresa.
Dieron la vuelta al hotel y, en la parte trasera, desde donde salía un camino que llevaba al bosque, les estaba esperando un trineo tirado por dos caballos. El conductor bajó del pescante y ayudó a Clara a instalarse entre pieles de oveja, tan blancas como la nieve y mucho más suaves. Dominic se sentó a su lado, extendió una manta gruesa sobre sus rodillas, sacó un termo y dos tazas de plata, sirvió una bebida humeante, y le pasó un brazo por los hombros.
—Lo siento, pequeña, no podía ser alcohol, así que de champán nada, pero verás lo bueno que está este té con miel de arce.
Chocaron las tazas.
—Por el bebé —dijo él.
—Por nosotros y nuestro futuro —añadió Clara.
El trineo se deslizaba suavemente por un paisaje nevado que la luna hacía resplandecer. Las campanillas tintineaban alegremente y el té les proporcionaba un agradable calor que las pieles de oveja ayudaban a mantener. Olía a clavo, canela y naranja. Las montañas se alzaban como gigantes blancos a su alrededor, custodiando el frágil trineo que cruzaba el paisaje bajo las estrellas. Los abetos oscuros los rodeaban, misteriosos. El aliento de los caballos, como el de ellos, formaba en el aire nubes blancas que el aire de la marcha disolvía.
Cuando acabaron de tomarse el té, Dominic recogió las tazas, las metió en la bolsa y empezó a buscar algo por sus bolsillos.
—¿Qué haces? —preguntó ella, divertida.
—Ahora lo verás, si consigo encontrarlo. Eres increíblemente curiosa, siempre quieres saberlo todo.
Dominic se inclinó hacia adelante, le tocó el hombro al conductor y éste, como si ya supiera de qué se trataba, se apeó y se alejó hacia el bosque, dejándolos solos con los caballos en una pequeña cuesta desde la que se veía la ciudad de la que habían salido, con todas sus luces brillando abajo, igual que lo hacían las estrellas arriba.
—Yo ahora debería arrodillarme delante de ti, ¿sabes? Pero aquí, en el coche, iba a quedar un poco ridículo y si lo hago en el suelo ni me vas a ver.
Ella sonrió sin saber qué decir ni de qué hablaba Dominic.
—Clara, vas a darme un hijo. Eso ya sería bastante para lo que voy a pedirte, pero como ves, ya lo llevaba preparado, por si acaso tu llamada no tenía que ver con una separación. Soy un optimista incurable. ¿Quieres casarte conmigo?
Le tendía, abierta, una caja de joyería donde destellaba una sortija de aspecto antiguo, con una gran piedra que, bajo la luz de la luna, parecía negra.
—En mi familia, desde siempre, los anillos de compromiso son de rubí, no de diamante. Es nuestra piedra. Y la tuya, si me aceptas.
El recuerdo de la noche mágica se disolvió en un instante con un espasmo en el estómago que parecía una puñalada. Clara gimió en la cama, se encogió, agarrándose el vientre, y volvió a gemir apretando los dientes para no gritar. No valía la pena gritar porque su madre aún no había vuelto a casa y no había nadie que pudiera ayudarla.
Poco a poco el dolor fue cediendo hasta convertirse sólo en una especie de latido sordo. ¿Sería hambre? Por la mañana había vomitado el desayuno y luego no se había atrevido a comer nada más; así que podía muy bien ser hambre. Se levantó, abrió la nevera y empezó a investigar. Había yogures, fruta y queso, pero no le apetecía nada. Sólo de imaginarse esa pasta en la boca le daban arcadas. ¿Pan, quizá? Tampoco.
De improviso, apareció en su mente la imagen de algo que le apetecía tanto que se le llenó la boca de saliva en un instante: una hamburguesa. Una hamburguesa medio cruda.
Antes de haberse dado cuenta, estaba poniéndose los zapatos para salir a buscarla, porque el deseo de meterse en la boca un pedazo de carne era incontrolable, a pesar de que llevaba más de cinco años de vegetarianismo. Debía de tener algo que ver con el bebé. Seguramente necesitaba proteínas para desarrollarse; más proteínas de las que podía conseguir de las nueces y de la leche que tomaba y, en ese caso, no tendría más remedio que dejar de ser vegetariana hasta que naciera el niño. Se lo preguntaría al doctor Kaltenbrunn en cuanto lo viera.
Entró en la hamburguesería, pidió que estuviera muy cruda y, con los ojos brillantes de deseo, se quedó mirando cómo el cocinero echaba la carne en la plancha, le daba rápidamente la vuelta con la espátula y se la servía como ella la había pedido: casi cruda, en plato, sin pan.
Se la llevó a la mesa, la devoró en tres bocados y desde allí mismo, con un gesto, pidió otra.
Tenía razón Lena, pensó. Estaba cambiando mucho. Pero estaba cambiando para bien. Y tenía todo el derecho de cambiar.
Ahora, muy pronto, pertenecería a la familia Lichtenberg, el clan rojo, como lo había llamado Dominic, aunque sin darle más explicaciones; el anillo que llevaba en el dedo lo decía muy claro. Y si a Lena no le gustaba, dejarían de ser amigas, así de simple.
Se comió la segunda hamburguesa, con un calor en el estómago y una satisfacción física como hacía tiempo que no sentía, y salió a la tarde helada, que ya era noche, con la sensación de que el mundo era suyo.
El 4 de diciembre sucedieron dos cosas que cambiarían para siempre la vida de Lena, aunque la primera no parecía, en principio, tener una relación directa con ella.
Poco antes del recreo, en plena clase, entró Mika, uno de los profesores de canto, y cuchicheó unos segundos con el profesor de matemáticas. Éste dio por terminada la clase y se marchó, dejándolos con el músico.
Era un profesor bastante joven, tanto que aún no había terminado del todo la carrera en el conservatorio, con una larga melena rubia, rizada, que solía llevar recogida en una cola de caballo pero que ese día llevaba suelta, y una barbita de mosquetero. No era muy popular en la escuela porque se consideraba a sí mismo un gran artista, tenía favoritismos muy claros y, cuando las cosas no se hacían a su manera, podía ser realmente desagradable. Pero siempre era el encargado de organizar los festivales, fiestas y presentaciones, además de dirigir el coro del instituto.
—Ya sé que es demasiado tarde para lo que se me ha ocurrido —les anunció en cuanto el profesor de matemáticas se hubo marchado—, pero he pensado que podríamos hacer algo original para la fiesta de Navidad, un par de números de distintos musicales, dos o tres, para animar la cosa y que no salga todo tan solemne y navideño. ¿Os apuntaríais? Harían falta unos diez o doce y ensayaríamos tres o cuatro veces unas tres horas, por la tarde o, si podéis, el fin de semana.
De momento no les hizo mucha ilusión porque los ensayos iban a coincidir con los exámenes de antes de Navidad y porque sabían que Mika, cuando las cosas se ponían difíciles, se volvía agresivo y los amenazaba con toda clase de suspensos y represalias. Pero si decían que no, también podían tener problemas.
Aún no les había dado tiempo a contestar cuando sonó el timbre y todo el mundo se puso de pie, deseando salir del aula a estirar las piernas y tomar el aire.
Mika, antes de que se le desbandara la gente, propuso con la voz más alegre que consiguió fingir:
—Vamos afuera y lo hablamos al sol, ¿vale?
Bajaron en grupo la escalera, cogieron los anoraks y salieron a la zona soleada junto a la puerta principal. Los que fumaban encendieron sus cigarrillos bajo la mirada de odio de Mika, que no podía hacer nada para impedirlo ya que todos los alumnos eran mayores de edad y estaban al aire libre, y pusieron cara de estar dispuestos a escuchar los planes de la actuación de urgencia.
El profesor empezó a convencerlos de que se podía hacer, que no costaría mucho, que todos tenían suficiente experiencia y por eso necesitaba que fueran precisamente ellos los que participaran.
—Perdone —dijo Clara, interrumpiendo las explicaciones—. Vuelvo en seguida, pero tengo que ir al baño.
Entró en el edificio a toda velocidad. Desde que estaba embarazada tenía que ir constantemente al lavabo y, como aún no lo sabía nadie, salvo Lena, había tenido que contarle a todo el mundo que tenía cistitis, para que comprendieran que no podía aguantar.
Lena escuchaba a Mika apoyada en la pared del colegio, con los ojos cerrados al sol para sentir mejor la calidez, y para no tener que verle la cara de mocoso presumido que tanto detestaba. Con el plumífero azul y la melena castaño dorada brillando al sol parecía un estúpido ángel barroco y estaba claro que se gustaba muchísimo a sí mismo.
De todas formas, la cosa no iba mucho con ella. No tenía una voz que le permitiera interpretar papeles de solista y era una de las pocas chicas que no habían ido a cursos de danza, ni ballet, ni nada por el estilo. Dos años atrás había hecho un solo que había salido magnífico, con una coreografía inspirada en el kendo, pero a Mika no se le ocurriría ofrecerle ningún papel, así que podía oírlo como quien oye llover.
—¿Qué te parece, Lena? ¿Te apetecería? —oyó decir como desde lejos.
Abrió los ojos de golpe, parpadeando como una loca.
—¿Qué? ¿Si me apetece qué?
—A ver si prestas más atención. Al fin y al cabo es un profesor quien te habla.
—Perdone.
—Si te gustaría hacer de Magenta, en el dúo con Riffraff, del
Rocky Horror Picture Show
. El
Time Warp
. No tienes una gran voz, pero en los graves eres bastante decente.
—¡Guau! ¡Qué pasada!
—¿Eso es que sí?
Le estaba mirando fijamente a los ojos azules, dispuesta a decir que sí con la poca voz que, según él, tenía, cuando de golpe se oyó un ruido como el de una botella de champán al saltar el corcho, y la cabeza de Mika estalló hecha pedazos en una explosión de sangre y sesos que alcanzó a la mayor parte de los presentes.
Antes de haber decidido nada, Lena se encontró en el suelo, girando sobre sí misma para ponerse a cubierto debajo de los contenedores de basura. No sabía bien de dónde había llegado el disparo, pero parecía lógico que el tirador se hubiera ocultado entre los árboles del talud que protegía el edificio por el sur. Y en ese caso, el lugar que ella había escogido era el más seguro.
Se oían gritos por todas partes, puertas que se abrían y cerraban de golpe, ruido de pasos y carreras, sollozos histéricos… pero ella, incomprensiblemente, seguía tranquila, como si todo lo que sucedía a su alrededor estuviera viéndolo en el cine, comiendo palomitas. Su corazón latía al ritmo normal, sus ojos se movían despacio como si escaneara los alrededores, tratando de identificar la fuente del peligro. Su cerebro había empezado a dar forma a una idea nebulosa que se iba haciendo más clara por momentos, conforme se fijaba en la figura de Mika, de bruces contra el suelo, con lo que había sido la cara, y ahora no era más que un amasijo de sangre y huesos, aplastada contra el asfalto, el largo cabello rubio rizado brillando al sol, y el anorak azul. Azul como el de Clara.
Unos momentos más tarde daba la sensación de que los trescientos alumnos y los cincuenta profesores estaban allí, rodeando el cadáver del músico. El director apenas conseguía tranquilizar a las chicas que gritaban después de haber echado una ojeada al charco de sangre que se extendía por la entrada y a la figura yacente, casi sin cabeza, que había sido Mika.
Cuando llegó la policía, el director pidió con voz serena que la gente volviera al interior del edificio y que todos los que habían estado charlando con el profesor en el momento de su muerte se reunieran con él y los inspectores en su despacho para ser interrogados.
Lena salió de debajo de los contenedores sacudiéndose la ropa y, antes de subir a donde la habían convocado, sacó el móvil y llamó a Clara.
—No tengo tiempo para hablar —le dijo—. Sube a la biblioteca y quédate allí hasta que yo llegue. No. No te lo puedo explicar ahora. Quédate ahí. Y dame el teléfono de Dominic. No te importa para qué. Vale. Estupendo, que venga a recogerte a la una. No puedo perder tiempo ahora. Tengo que ir al despacho del director. Prométeme que no te moverás de allí.
Colgó y marcó el número que le había dado Clara. Saltó el buzón de voz al primer pitido, lo que podía significar que Dominic aún estaba en el avión y había desconectado el aparato. O bien que no reconocía el número y no pensaba contestar.
Habló con rapidez.
—Dominic. Soy Lena. Ha habido un asesinato en el colegio. Saca de aquí a Clara lo antes posible. Luego te explico.
No habían pasado ni treinta segundos y, cuando estaba a punto de llamar con los nudillos a la puerta del director, sonó su móvil y se apartó hacia las ventanas para poder hablar.
—Soy Dominic. Cuéntame qué ha pasado. —Su voz sonaba serena pero extraña, como si de repente hubiera dejado de fingir que era un chico joven sin grandes preocupaciones y saliera su verdadero ser. Como si hubiera envejecido veinte años.
—No puedo ahora, pero es urgente. Ha habido un asesinato en el colegio. Tienes que sacar a Clara de aquí.
—¿Crees que ella corre algún peligro? —Ahora la voz volvía a ser irónica, como casi siempre que hablaba con ella, ligeramente despreciativa.
—Ven y entérate tú mismo.
Colgó, realmente rabiosa por su reacción, y entró en el despacho, donde los policías estaban diciendo a los reunidos que iban a ser interrogados por separado y que fueran intentando recordar cualquier detalle fuera de lo común que pudiera ser de ayuda para aclarar el asesinato del profesor Michael Alexander. Luego les pidieron que esperaran en la sala de profesores tomando sus notas y que no hablaran entre ellos de lo sucedido para no influenciarse mutuamente.
Lena estaba segura de haber visto algo fuera de lo común, pero no tenía ninguna intención de decírselo a nadie por el momento, así que pidió ser la primera en contestar las preguntas de la policía para quedarse libre cuanto antes.