Hijos del clan rojo (25 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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Intentó volver hacia atrás la cabeza para ver quién era el que la llevaba contra su voluntad, con esa naturalidad y esa falta de esfuerzo. Tendría que ser un gigante. Sin embargo, por lo poco que alcanzaba a ver, la cabeza del hombre sólo estaba algo por encima de la suya, y los brazos que la rodeaban, negros y con guantes, eran normales, no mucho más gruesos que los de ella.

En vista de que no parecía ser capaz de atraer la atención de los transeúntes, decidió intentar hablar con su secuestrador.

—¡Suélteme! ¡Suélteme de una vez! ¡Dígame qué quiere de mí! Podemos hablarlo. ¡Déjeme en el suelo! Ahí hay un café. Vamos allí y lo hablamos. Podemos entendernos.

El hombre siguió caminando impertérrito, a pasos largos y cómodos, a pesar de la carga que llevaba. Nadie se volvía a mirarlos. Había cada vez más gente en la calle, pero nadie chocaba con ellos, se limitaban a evitarlos sin reaccionar, como el agua de un riachuelo cuando rodea una roca que está en medio de la corriente.

—¡Por favor! —insistió ella—. Dígame qué quiere de mí.

La presión sobre su estómago estaba empezando a darle unas náuseas cada vez más fuertes; el hombre tenía que notar las arcadas, pero no parecía importarle.

Al cabo de unos cientos de metros, entraron en un hotel grande y moderno, con mucho cristal y metal y muchos muebles de diseño en gris y granate. Dos muchachos muy jóvenes, de uniforme, dormitaban junto al carrito del equipaje; la recepción estaba desierta. Entraron en el ascensor y, sin que su secuestrador hubiera apartado los brazos de ella, el botón del séptimo piso se iluminó y el aparato se puso en marcha hacia arriba.

Lena empezó a concebir la esperanza de que, una vez llegaran a la puerta de la habitación, el hombre tendría que soltarla para sacar la tarjeta o la llave. Entonces ella echaría a correr hacia abajo, dando unos gritos que podrían resucitar a los muertos del cercano cementerio de Montparnasse.

El ascensor, al contrario de tantos otros, no tenía espejo en la pared del fondo, pero la puerta, por dentro, era de metal dorado y Lena se esforzó por verle la cara en el reflejo al hombre que la retenía. Era fundamental que se fijara bien en sus rasgos para poder reconocerlo si conseguía escapar, y para poder dar su descripción a la policía. Pero en el metal de la puerta el rostro del hombre era poco más que un borrón negruzco sin rasgos definidos. Quizá llevaba puesto un pasamontañas o era simplemente que el metal no estaba tan pulido para servir de espejo. Sin embargo, ella sí se reflejaba con bastante claridad: podía ver sus ojos desorbitados por el terror, el dibujo escandinavo de su gorro, un mechón de pelo que le caía sobre la frente.

La puerta del ascensor se abrió en silencio y recorrieron unos metros por un pasillo enmoquetado que absorbía el ruido de los pasos del hombre que seguía arrastrándola en peso, como si ella no fuera más que un cojín y él se hubiera olvidado de su existencia.

Llegaron frente a una puerta y Lena cerró los ojos un momento, reuniendo fuerzas y concentración para salir corriendo en el instante en que el hombre la depositara en el suelo para sacar la llave, pero cuando, dos segundos más tarde, nerviosa por la espera, volvió a abrirlos, ya estaban dentro del cuarto sin que Lena pudiera hacerse una idea de cómo habían entrado. ¿Un cómplice? ¿Habría allí dentro otro hombre igual de fuerte, igual de mudo que su secuestrador? ¿Qué pensaban hacerle?

Volvió a gritar desesperadamente y empezó a sacudirse como una epiléptica, sabiendo ya que no conseguiría nada. Lo había hecho de vez en cuando en la calle y los brazos de acero no habían aflojado ni mínimamente su presión. Al cabo de unos segundos a ella misma le pareció estúpido malgastar sus fuerzas para no conseguir nada, y volvió a quedarse quieta.

Estaban en medio de una habitación amplia y elegante, con una gran cama de matrimonio perfectamente hecha, las cortinas echadas, la puerta del baño entornada y la luz encendida. Había un par de maletas abiertas sobre una cómoda a su derecha, con ropa de hombre y de mujer, por lo que le pareció ver. ¿Era una mujer la cómplice del secuestrador? ¿Tendría algo que ver aquello con la historia de los clanes que le había contado el
oncle
Joseph? ¿Era eso lo que temía su madre, lo que la había hecho tener que abandonar su ciudad y su vida? ¿Que aquella gente la encontrara? Entonces ya era tarde para todo. La habían encontrado.

La habían encontrado por idiota, por no saber estarse quieta en la seguridad de su apartamento, por no haber hecho caso de los consejos de su madre, de Willy y de Chri-Chri. Notó cómo se le cerraba la garganta y las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Hacía calor en aquella habitación. Le molestaba el gorro sobre la frente y el anorak la estaba ahogando.

El anorak.

Se miró el cuerpo y vio que los brazos negros del secuestrador ya no la rodeaban. Intentó moverse, abrirse la cremallera porque el calor estaba empezando a darle angustia, y se dio cuenta de que estaba plantada en medio del cuarto sin poder mover un solo músculo, salvo los de la cabeza. ¿Dónde se había metido el hombre? ¿Qué le había hecho?

Esforzando mucho los ojos le pareció ver que había alguien en el baño, pero estaba tan quieto como ella misma, y podía ser una simple alucinación o algo de ropa colgada. ¿Dónde se había metido aquel tipo? ¿Qué pensaba hacerle?

—¿Está usted ahí? —preguntó con la boca seca, deseando y temiendo que le contestara.

Un microsegundo después, su agresor estaba plantado frente a ella, como si se hubiera materializado allí, a unos centímetros de su cuerpo. Lena tuvo que cerrar los ojos porque su cerebro se negaba a comprender lo que veía.

—¡Abre los ojos! —creyó oír en algún punto intermedio entre su oído y su cerebro. Era una voz que no podía dejar de obedecer.

Abrió los ojos lentamente, apenas una ranura, como se hace cuando se ha estado mucho tiempo en la oscuridad y se teme que la luz sea excesiva, como se hace cuando el miedo es abrumador.

Lo que tenía delante no era un hombre. O no del todo, aunque lo parecía si la mirada era rápida y el cerebro rellenaba los vacíos de lo que los ojos habían creído captar. Era una especie de coágulo de negrura, pero una negrura viva, pulsante, que se movía perezosamente, como un torbellino lento, o una nube de pájaros diminutos, o un enjambre de insectos, cambiando de forma, haciendo que el cerebro creyera comprender lo que veía durante un segundo para destruirlo después. De vez en cuando se distinguía una cara afilada, de pómulos altos y ojos estrechos, de cráneo pelado, de labios delgadísimos, como un simple corte en una superficie. Luego volvía a desaparecer y parecía de nuevo un borrón con forma de cabeza humana, sin rasgos, sin expresión.

También se había equivocado en su tamaño: era alto, muy alto. A veces daba la sensación de que llegaba al techo del cuarto y tenía que encorvarse y reducirse hasta volver a fingir no ser más que un hombre de hombros anchos, casi flaco, con brazos nervudos y manos largas y finas que no estaban enfundadas en guantes de cuero como ella había creído, sino que parecían estar hechas de niebla negra como polvo de carbón.

—¿Qué eres? —preguntó Lena por fin, sin aliento.

—Eso no importa.

—¿Qué quieres de mí?

—Nada. Si eres quien puedes ser, serás tú quien quiera algo.

Mirándola con la cabeza curiosamente ladeada y con una expresión que, estúpidamente, le recordó al cuadro
El grito
, de Munch, ese ser oscuro le puso un índice en el pecho y, de repente, Lena se vio empujada, transportada por los aires, hasta la gran cama blanca que ocupaba la mayor parte de la habitación. Cayó suavemente con los brazos y las piernas inmóviles, en aspa, como si estuviera atada a cuatro postes por cuerdas invisibles, imposibles de aflojar.

El monstruo, que poco a poco iba pareciéndose más a un ser humano, como si estuviera coagulándose lentamente en una forma fija, la miró un instante tirada en la cama y entró en el baño dejando la puerta abierta.

Ahora, Lena podía ver que no se había equivocado: de verdad había alguien allí. Dos personas, una pareja de unos treinta años, estaban de pie junto a la bañera de hidromasaje, pero quietos como estatuas, como si hubieran muerto de pie y por un extraño truco del equilibrio siguieran allí, sin caerse. Ella era pelirroja y llevaba un conjunto de bragas y sujetador de encaje azul. Él, detrás de ella, en boxers, y con una erección más que evidente, le cogía un pecho por debajo del encaje, mientras hundía la boca en el cuello de ella para besarlo. Ambos, por fortuna, tenían los ojos cerrados. Lena pensó que no se habría sentido capaz de soportar su mirada vacía.

Cuando el monstruo salió del cuarto de baño ya parecía totalmente un ser humano. Extraño, eso sí, pero humano. Alto, fibroso, con el cráneo afeitado y la piel muy pálida, con ojos tan negros como dos piedras pulidas. Iba vestido con unos pantalones muy estrechos, de cuero negro, y un jersey de cuello alto, negro también. Unas tijeras plateadas brillaban en su mano derecha.

Sin ser consciente de lo que hacía, por puro terror, Lena empezó a gritar, sacudiendo la cabeza convulsivamente mientras el resto de su cuerpo estaba perfectamente inmóvil, como si le hubiesen inyectado una anestesia potentísima.

El hombre de negro le quitó las botas como desnudando a una muñeca. Luego cogió las tijeras y empezó a cortarle la costura de los pantalones mientras ella gritaba y gritaba y las lágrimas le caían hasta empapar la sábana. Cuando los vaqueros se hubieron convertido en simples jirones de tela, los apartó de la cama, le quitó los calcetines y le cortó, de nuevo con las tijeras, los dos costados de las bragas, a la altura de las caderas; las retiró en un movimiento y continuó con la ropa que aún le cubría la parte de arriba.

Lena sollozaba histéricamente, aterrorizada. El ruido de las tijeras cortando las diferentes prendas se le clavaba en mitad de la frente y había una idea recurrente que no la dejaba tranquila: «Si no le importa que puedas reconocerlo ni le preocupa destrozar toda tu ropa es que no piensa dejarte salir viva de aquí».

El hombre dio el corte final al sujetador en el centro del pecho, y las dos partes elásticas salieron despedidas a ambos lados de su cuerpo junto con los billetes que se había guardado allí. Fue echando al suelo a manotazos todos los restos de tela que quedaban por la cama hasta que estuvo desnuda por completo.

El medallón que le había dado Chri-Chri y que ella se había colgado del cuello, seguía allí, brillando sobre su esternón, lanzando destellos bajo la luz.

Por un instante, tuvo la sensación de que el hombre oscuro hacía un gesto de reconocimiento, de respeto, pero no de sorpresa, como si siempre hubiera sabido que ella lo llevaría; fue algo en el rictus de los labios, en la dilatación de las aletas de la nariz. Luego desapareció.

La respiración de Lena era corta y rápida; sabía que se desmayaría si seguía respirando así y por una parte era justamente eso lo que quería: no estar presente cuando aquel monstruo le hiciera… lo que fuera que quería hacerle. No era posible que quisiera simplemente violarla. ¿O sí? ¿O a Clara también le habían hecho algo parecido y luego lo habían borrado de su recuerdo, como cuando te dan gotas K.O.?

¿Sería posible que al día siguiente lo hubiera olvidado todo y al cabo de unas semanas se diera cuenta de que estaba embarazada y pensara que el niño era de Dani?

No. No se desmayaría. Tenía que estar consciente y sufrirlo todo para saber lo que pasaba.

El hombre la contemplaba desde los pies de la cama, en perfecto silencio, en perfecta quietud. Lena sintió un escalofrío al imaginarse qué pensaba hacerle, pero no quería cerrar los ojos.

Desvió la vista hacia el hombre del baño, rígido en su eterna pose de amante, y entonces se dio cuenta de algo que la tranquilizó fugazmente: su secuestrador no tenía una erección como la del hombre. Nada hacía pensar que pensara violarla. De hecho, no la estaba contemplando, como ella había pensado al principio: la estaba… observando… no, más que eso… la estaba… examinando… escudriñando… como si estuviera buscando algo en concreto.

Se acercó a ella y empezó a mirar cada centímetro cuadrado de la piel de sus pies: la planta, el talón, el empeine, la piel de entre los dedos, separándolos para asegurarse de haberlo visto todo, las uñas, los tobillos… Giraba las piernas hacia dentro, de nuevo hacia fuera, la parte de detrás de la rodilla, los muslos, las ingles…

Lena daba cortos aullidos que no era capaz de controlar. Cualquiera que hubiera podido oírla desde el pasillo habría pensado que era un perrillo de pocos meses el que gimoteaba de esa manera. Estaba totalmente inmóvil, no podía apartarse, no tenía ni siquiera movimientos reflejos, pero lo sentía todo con total intensidad, unas veces cosquillas, otras la suavidad de la piel de las manos del hombre, calor, la piel seca de él en contacto con la suya, sudada, escalofríos, carne de gallina…

De improviso, el hombre se apartó de la cama y volvió a meterse en el baño. Lena se mordió los labios hasta hacerlos sangrar. La última vez que había ido al baño había vuelto con las tijeras. ¿Qué habría ido a buscar ahora?

Lo supo en cuanto lo vio recortado en la puerta y empezó a temblar descontroladamente, aunque su cuerpo seguía inmóvil. Esta vez lo que llevaba en la mano era una navaja barbera. Pero ella ya no llevaba ropa que se pudiera cortar.

El monstruo se acuclilló a los pies de la cama, entre las piernas abiertas de Lena, y, con rapidez, le enjabonó la vulva y el monte de Venus. Luego, con un par de movimientos precisos, deslizó la navaja por todas las superficies de su zona íntima, tensando la piel entre los dedos para evitar heridas y, en apenas unos segundos, terminó de afeitarla mientras ella sollozaba, desesperada y aterrorizada.

Ahora sí que habría deseado desmayarse, pero no podía. Había demasiada adrenalina recorriendo su cuerpo y nunca sería capaz de obligarse a sí misma a desconectarse.

Él arrojó la navaja al suelo, y metió el rostro entre sus muslos, abriéndolos con las dos manos, como si buscara algo que ella pudiera estar ocultando en la vagina. Pero no había nada que encontrar; no ocultaba nada, y habría podido decírselo si la voz, después de tanto llorar, le hubiera respondido.

Al cabo de unos segundos continuó su examen por la zona de detrás, girándola sin ningún esfuerzo, dejándola igual de inmóvil que había estado hasta el momento. Miró entre las nalgas, en cada pliegue, en cada milímetro de piel, debajo de los pechos, en las axilas, que de todas formas llevaba afeitadas, en el cuello, en la nuca, detrás y dentro de las orejas; luego examinó el interior de la boca, el paladar y la garganta con una linterna, la parte de abajo de la lengua, la parte de dentro de los labios. Metódicamente, sin prisa, en silencio, haciendo caso omiso de sus gemidos y sus sollozos convertidos en un terrible hipo que apenas la dejaba respirar.

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