Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
—Pues entonces está claro por qué no contesta, hombre de Dios. Porque se ha ido de vacaciones con su padre.
—Me lo habría dicho.
—Espera un par de días, como te ha pedido ella.
—¡A ver! ¿Qué remedio me queda? Pero tengo una sensación rara, Pippi. Tengo miedo. Si le hubiera pasado algo…
—Te habrías enterado. Las malas noticias vuelan, y siempre hay alguien dispuesto a «hacerte un favor» dándotelas el primero. ¡Venga! ¡Vámonos a que nos dé el aire un rato, a ver si se nos pasa un poco y podemos coger el coche! O no. ¡Ya sé! ¡Al cine! El cine cura todas las penas del alma y hace que el cerebro se despeje, la boca deje de decir tonterías, y el alcohol se evapore.
—¿Y qué vamos a ver?
—Cualquier cosa donde haya mucha acción y salgan hombres guapos.
Clara estaba en el salón del sanatorio, viendo la televisión porque, aunque tenía una en su cuarto, de vez en cuando le gustaba cambiar de ambiente, bajar un rato y ver si había alguien con quien hablar: alguna enfermera o alguna otra chica embarazada, aunque la mayor parte eran mucho mayores que ella y, si estaban en la clínica, era porque tenían un embarazo de alto riesgo que no les permitía estar en casa, así que casi todas se quedaban en sus habitaciones en lugar de reunirse en la gran sala que ocupaba toda la esquina suroeste del edificio.
Más que el salón de una clínica podría haberse tratado de un hotel de lujo, con la gran chimenea, siempre encendida, los grupos de sofás y sillones en tonos cálidos, las grandes plantas que casi tocaban el techo, los ramos de flores frescas y ahora el enorme árbol de Navidad, enjoyado de luces y brillos rojos y dorados.
En ese momento no había nadie más en la sala, cosa nada rara porque eran cerca de las tres de la madrugada. Pero Clara no conseguía dormir y, harta de dar vueltas en la cama, había decidido vestirse y bajar a tomar una infusión o un vaso de leche caliente, ver un rato la tele y volver a intentarlo.
Se había quedado sola la tarde antes, cuando se habían marchado su madre, Dominic y Eleonora. «Tú disfruta, preciosa —le había dicho Dominic—. Los demás tenemos que trabajar.» Y allí estaba ella, dándole vueltas al traje de novia que ya estaba encargado, a los detalles de la boda, que estaban en manos de profesionales, y a la sensación de vacío, cada vez más grande, que se estaba apoderando de ella. No tenía absolutamente nada que hacer y, aunque había pedido de todos los modos posibles que la dejaran volver a casa y al instituto, se habían negado en redondo. No pensaban arriesgarse a que volviera a un lugar donde se había cometido un asesinato, le habían explicado todos, al menos hasta que la policía no hubiera aclarado completamente quién había matado al profesor Michael Alexander y por qué.
Así que, allí estaba, aburrida y sola, sintiéndose estúpida, inútil, profundamente absurda; sin Lena, sin compañeros de clase, sin salir a ninguna parte, sin exámenes, sin saber del mundo más que lo que contaban las noticias, pero no era ése el mundo que le interesaba.
Seguía teniendo náuseas al despertarse y se pasaba la mitad de la mañana vomitando o intentando vomitar, pero después de mediodía se encontraba mejor y entonces quedaban muchas, muchas horas de tedio, apenas aliviadas por un paseo en el parque del sanatorio, que a mediados de diciembre no era un lugar particularmente alegre, alguna película o algún rato de Facebook, aunque tenía prohibido decir dónde estaba o qué le pasaba. Habría podido decir que estaba en Dubai preparando la boda, pero, como no era verdad y ella nunca había tenido demasiada imaginación, se sentía incapaz de inventarse respuestas a lo que preguntarían las chicas de clase, y había acabado por no entrar casi nunca para no verse en un compromiso.
El salón estaba en penumbra; la única luz llegaba de la chimenea, ya casi apagada, del televisor y de un par de lámparas bajas de brillo muy suave. Clara estaba recostada en uno de los sofás más grandes y cómodos, mirando sin ver un videoclip musical y acariciando una y otra vez el suavísimo pelo de
Sasha
, uno de los tres gatos que se paseaban tranquilamente por la planta baja y parecían no tener un único dueño. Se dejaban acariciar por todos y entraban y salían a su antojo. A ella, al principio le había parecido inexplicable tratándose de un sanatorio, pero el doctor Kaltenbrunn —no conseguía animarse a llamarlo tío Gregor— le había explicado que eran gatos muy dóciles, castrados, y que estaban allí porque acariciar el pelo de un gato y tenerlo en el regazo era una de las mejores terapias para tranquilizar a pacientes nerviosos o asustadizos. Y debía de ser cierto porque a ella le resultaba muy agradable estar allí, casi a oscuras, ligeramente atontada, pasando la mano una y otra vez por el lomo del animal mientras sonaba una música muy bajita desde la tele.
El corazón del gato latía, caliente, regular como un metrónomo. Bajo sus manos, si cerraba los ojos, Clara sentía fluir su sangre, ese río de energía que hacía que estuviera vivo. Aún no sentía a su bebé; era demasiado pronto para notar movimientos, pero se imaginaba que llegaría el momento en que podría tumbarse, como en ese instante, y sentir su corazón, su sangre, recorriéndolos a los dos. Sangre roja, nutritiva, corriente de vida.
Sasha
abrió los ojos de golpe, lanzó un gemido lastimero, saltó de su regazo y huyó, espantado. Clara se incorporó, asustada de sí misma, y lo siguió con la vista hasta que se perdió entre las sombras del pasillo. Por un instante había pensado, no, no había pensado,
había visto
, como si fuera una fotografía, a
Sasha
degollado, su sangre fluyendo como una fuente sobre el sofá color marfil, y a ella misma mojándose las manos en la sangre del gato, lamiéndoselas con deleite.
¿Se habría quedado dormida y habría tenido una pesadilla? No podía ser otra cosa. Y sin embargo,
Sasha
había sentido algo tan real y amenazador que lo había puesto en fuga y ella aún tenía el corazón acelerado y las manos sudadas, pero, sobre todo, lo que más la asustaba era que, por más que intentaba apartarla, la imagen seguía allí y en lugar de resultarle repugnante, la atraía. ¿Cómo era posible que al pensar en toda aquella sangre sintiera sed?
Se levantó, fue sigilosamente a la cocina y abrió la nevera sin encender la luz. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Sangre de gato?
Desde que estaba embarazada su olfato había mejorado tanto que a veces era casi insoportable, porque la mayor parte de olores no eran precisamente agradables. Cerró los ojos y se dejó llevar por la nariz. Había algo atrayente en aquella nevera, algo que le hacía la boca agua y que no conseguía encontrar porque el frío hacía que los olores perdieran intensidad y, además, casi todo estaba metido en cajitas de plástico.
Siguió intentándolo hasta que sus dedos ávidos se cerraron sobre uno de los envases. Lo abrió sobre la larga encimera de la cocina. Incluso en la penumbra los trozos brillaban frescos, invitadores… y el olor era… enloquecedor.
Metió dos dedos en la caja y se llevó a la boca el pedazo de hígado crudo. Nunca había deseado tanto ningún alimento en su vida. Sintió su textura fresca, suave, los dientes que cortaban y trituraban aquella pulpa sanguinolenta, aquel sabor delicioso, aquella sangre dulce que le resbalaba por la garganta.
Cuando la caja se quedó vacía, se chupó los dedos hasta dejarlos limpios y, con la mano en el vientre, satisfecha y feliz, subió la escalera hasta su cuarto y se quedó dormida casi de inmediato.
Un viejecito con pantuflas y bata a cuadros apartó a ambos lados las cortinas de terciopelo granate que, como un telón de teatro, separaban el vestíbulo del piso de la sala de estar y por un momento todo quedó en suspenso, como si el tiempo se hubiera detenido. La mujer y su padre miraban a Lena arrobados, con una intensidad que a ella empezó a ponerla nerviosa al cabo de unos segundos.
—¡Querida niña! —dijo por fin el hombre, avanzando hacia ella con los brazos abiertos.
—Nuestra pequeña Aliena —añadió la mujer—. ¡Por fin!
Los dos la abrazaron y en seguida, tomándola cada uno de un brazo, la hicieron pasar a una habitación enorme, de techos altísimos, con la chimenea encendida, y tres balcones desde los que se veía la Torre Eiffel en todo su esplendor.
Frente a la chimenea, sobre una mesita, había un servicio de té de porcelana china y un plato con galletitas. Se acomodaron cada uno en un sillón y le ofrecieron el sofá a Lena.
—¡Qué vista tan preciosa! —dijo Lena para romper la tensión, ya que los dos parecían empeñados en contemplarla en silencio, como si ella fuera una obra de arte.
—¡Y pensar que al principio no nos gustó nada ese armatoste! —comentó el hombre—. Pero a todo se acostumbra uno.
—Nosotros ya ni nos damos cuenta, pero sí que es bonita, sobre todo desde hace un par de años, que a las horas en punto encienden la lluvia de diamantes —dijo la mujer, mirando por la ventana como si fuera la primera vez.
Lena se había quedado de piedra al oír el comentario del anciano, pero en ese momento le habló de nuevo y decidió guardar su pregunta para más adelante, cuando comprendiera mejor lo que estaba pasando.
—Como puedes suponer, querida, yo soy el tío Joseph y ésta es tu tía Chri-Chri. Se llama Chrystelle, claro, pero siempre la hemos llamado así.
—¿Chrystelle no era la perra? —preguntó Lena, divertida.
—Era un truco, mujer. Ni siquiera era una perra, ¿no te has dado cuenta de que era macho? Y no es nuestro; es de la vecina de al lado, que está con gripe. ¡Anda, cuéntanoslo todo!
—¿Todo? ¿Qué?
—Lo que ha pasado para que hayas llegado hasta aquí. Algo ha tenido que suceder en los últimos días.
Lena contó todo lo que pensaba que podía tener importancia para ellos, desde el momento en que mataron a Mika. Los dos se miraron y Chrystelle preguntó:
—¿Qué más había pasado antes? ¿Por qué han matado a ese profesor? ¿O no era a él a quien querían matar?
Lena estaba perpleja, primero al ver que el anciano y la mujer se tomaban con tal naturalidad un asesinato en un instituto, y segundo por el ingenio que significaba el haberse dado cuenta de que quizá hubiese otro motivo para que Mika estuviera muerto. Les contó todo lo que sabía, empezando por el momento en que Clara conoció a Dominic y, por fin, encontró unos interlocutores no sólo interesados, sino dispuestos a creerse lo que ella contaba, incluidos los sueños y las premoniciones. E incluso capaces de añadir información y respuestas a las preguntas que llevaba semanas haciéndose, aunque de momento lo que los dos añadían a su relato era más misterioso que explicativo.
En cuanto empezó a describir a Dominic y su comportamiento con Clara, Chri-Chri dijo, mirando a su padre:
—¿Rojo o negro?
—Rojo —contestó el tío Joseph—. Los negros no se mezclan con nosotros. Sigue, querida.
Lena continuó cada vez más animada.
—Parece que creen que ha llegado el momento —murmuró el hombre casi para sí mismo.
—Yo también estoy segura de ello. Sólo que se equivocan en algo crucial —contestó la mujer con una sonrisa misteriosa.
—Posiblemente. El tiempo lo dirá.
Cuando llegó a la parte del notario y cómo se dio cuenta de que no se trataba del doctor Kürsinger y cómo desapareció de un momento a otro, los dos sonrieron.
—Willy. Siempre quiso mucho a Bianca; es natural que ella se lo pidiera y que él estuviera dispuesto a hacerlo.
—Me pregunto dónde andará. Hace tanto que no nos visita… Dime, querida, ¿y Max?
—¿Mi padre?
—Claro. ¿Qué has sabido de él?
Lena contó la conversación que habían mantenido por móvil.
—Supongo que ahora tendrá el buen sentido de desaparecer durante un tiempo —comentó Joseph mirando a Chri-Chri.
—Max hará lo que sea necesario, como siempre. Aunque Bianca ya no esté, lo hará por ella. Y por Aliena.
—Por favor, me estoy poniendo nerviosa. ¿No podrían explicarme algo para que yo entienda qué está pasando y de qué hablan?
—Termina de contar y entonces nos tocará a nosotros. Y trátanos de tú. Somos familia.
Obedientemente, Lena acabó de contar su historia y, al verlos cabecear complacidos, se animó a preguntar:
—¿Qué es eso de que somos familia? Mi padre es hijo único y sus padres murieron siendo yo muy pequeña. Mi madre era huérfana, de modo que…
Los dos sonrieron.
—Todo eso es verdad,
chérie
—dijo el tío Joseph—. Tu madre era huérfana, pero nosotros la criamos hasta que se fue a estudiar, conoció a Max y se casó con él. Por eso el francés y el español eran sus lenguas maternas.
—Ella se crió en un orfanato del sur de España, luego consiguió una beca para estudiar y estuvo un tiempo en París y luego en Austria —dijo Lena, muy seria, consciente de que estaba llevándoles la contraria—. Al menos es lo que ella me contó siempre, y no creo que me mintiera.
—Yo soy español. Vine a París cuando la guerra civil, con mi hija, para ponerla a salvo; más adelante, por circunstancias que iremos contándote, nos hicimos cargo de tu madre, que era una hija para mí y una hermana pequeña para Chri-Chri. Le prometimos cuidar de ti cuando fuera necesario.
Lena sacudió la cabeza, nerviosa.
—No entiendo nada. No me cuadran las fechas. No sé por qué mi madre no me explicó todas esas cosas, con tanto que me contó a lo largo de los años.
—Para protegerte, pequeña. Pero te enseñó mucho de lo que vas a necesitar en tu nueva vida.
—¿Qué nueva vida?
—Poco a poco. No tengas prisa; aún hay tiempo.
Se puso de pie casi con violencia y empezó a caminar arriba y abajo del salón, sacudiendo la melena, como siempre que estaba nerviosa y a punto de estallar.
—¿No podéis ser un poco más claros, narices? ¿Qué nueva vida? ¿Qué se supone que tengo que hacer? Ahora me diréis que soy la elegida de alguna secta de pacotilla o algo así. Esto parece una mala novela.
Chrystelle se levantó, abrió las puertas de una librería y se acercó a Lena con un álbum de fotos.
—Toma, ve mirando esto mientras voy a buscar algo que será el principio de la explicación que quieres. Si quieres saber algo sobre las fotos, pregunta a papá.
Lena volvió a acomodarse en el sofá con el álbum en el regazo y fue pasando las grandes hojas amarillentas, separadas por un finísimo papel de seda. Había docenas de fotos en blanco y negro, muchas con los bordes dentados. La mayor parte mostraban a su madre, a diferentes edades, empezando desde los tres o cuatro años, donde, lógicamente, estaba irreconocible: montada a caballo, jugando con la nieve, paseando por un parque cogida de la mano de Chri-Chri, que era lo menos diez o quince años mayor, sentada en el regazo del
oncle
Joseph, que parecía casi igual de viejo que en ese momento, vestida para una fiesta, con un gran lazo en el pelo y zapatos de charol… Su madre crecía delante de ella, foto tras foto: unas cuantas del colegio, en diferentes cursos; otras ya en color, de adolescente; vestida para un baile, con el pelo recogido en un moño complicadísimo y guantes largos; montada en una moto negra y haciendo el signo de la paz con la mano derecha; con su padre, un Max jovencísimo en la terraza del Trocadero, frente a la Torre Eiffel. Luego una que ella conocía bien porque siempre había estado en el dormitorio de sus padres, la foto del momento en que nació ella: la joven pareja en la cama de la clínica, ella en camisón, él vestido de calle, ambos sonrientes y obviamente felices, y una Lena diminuta en brazos de su madre.