Hijos del clan rojo (20 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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Clara sonrió.

—De acuerdo.

—¡Estupendo! En ese caso, propongo que vayamos inmediatamente a entrevistarnos con el equipo de eventos del hotel. ¿Os parece que fijemos la boda para el día veinticuatro?

—¿Nochebuena? —preguntó Brigitte, sorprendida.

—¿Tienes algo mejor que hacer? —Dominic la miraba con una ceja alzada, en su mejor imitación de un noble británico.

Todos se echaron a reír. Clara tardó un par de segundos pensando que, de algún modo que no podía precisar, no le acababa de gustar la idea de casarse en Nochebuena, pero viendo la alegría de los demás, olvidó sus preocupaciones y se echó a reír también, feliz de nuevo.

París (Francia)

Contrariamente a lo que había pensado, había dormido de maravilla y la noche se le había hecho corta. Era la primera vez que dormía sola en un tren, en una cama con sábanas de tela, con un baño individual que tenía incluso ducha, y a pesar de que la situación no era precisamente feliz, se sentía adulta, llena de energía, con ganas de aceptar el desafío que la vida le había planteado, aunque fuera un desafío tan impreciso que no podía ni siquiera imaginar qué tendría que hacer ni con quién tendría que enfrentarse.

Se terminó el desayuno mientras el mundo se iba iluminando a través de la ventanilla del tren y, con cada bocado que daba al panecillo con mantequilla y mermelada, sentía más ganas de reír, de dar gritos y ponerse a dar saltos. Aquellos campos todavía oscuros eran campos franceses, como los árboles y los pájaros y las ovejas; ella era ahora una extranjera que tendría que estar de camino a clase para no llegar tarde a matemáticas y, sin embargo, estaba en otro país, casi de vacaciones, sola, sin móvil, sin portátil, tan libre que ni siquiera tenía que ocuparse de una maleta. Era la primera vez en su vida que se sentía así y tenía que confesarse a sí misma que le gustaba. Que le gustaba muchísimo. Y que en ese momento le daban igual tanto Daniel como Lenny. Lo único que le hacía cosquillas en el estómago era la idea de llegar a la dirección que le había dado su madre y ver qué había allí.

Por eso tomó un taxi en lugar de andar buscando un punto de información para saber dónde estaba la calle a la que tenía que dirigirse y luego intentar llegar en metro. Como el taxista era extranjero no le tomó el pelo por el error de pronunciación al decir rue Babin en lugar de rue Vavin. Un taxista parisino habría hecho algún comentario sobre los estúpidos extranjeros que son incapaces de pronunciar correctamente el francés, pero seguramente ya no quedaban taxistas parisinos, y ella no podía saber si era con «b» o con «v», porque su madre lo había escrito en alfabeto griego, que no hace diferencia entre las dos.

La dirección no le sonaba de nada y no tenía la más remota idea de en qué barrio podía estar; por eso se llevó una estupenda sorpresa al darse cuenta de que se trataba de una calle bastante pequeña, junto al Jardín del Luxemburgo, en pleno barrio universitario, aunque en una zona más elegante.

El número 25 era un edificio antiguo, gris como casi todos, al que le habría venido muy bien una restauración de la fachada pero que seguía teniendo el encanto de los tiempos pasados, con sus balcones de hierro negro llenos de floripondios y sus puertaventanas que alguna vez estuvieron pintadas de azul.

Lena sacó las dos llaves y las probó en la cerradura. Una de ellas entraba, pero la puerta seguía sin abrirse. Entonces se dio cuenta de que en el sitio donde en Austria estaría el interfono allí no había más que un teclado para marcar una clave. ¿Qué clave?

Se quedó mirando los números como una tonta, cambiando su peso de un pie a otro. ¿Qué clave? ¿Su cumpleaños? ¿El cumpleaños de su madre?

Empezaba a tener frío plantada allí, delante de la puerta, pero seguramente lo mejor era esperar a que saliera algún vecino para poder entrar. Luego ya preguntaría.

De repente, llamándose idiota, recordó que en el sobre donde estaban las llaves también había un papelito con una serie de números que, por puro entrenamiento, había memorizado: 12122. La puerta se abrió dejando el paso franco a un vestíbulo bastante oscuro que olía a cerrado y a comida fría; una amplia escalera de peldaños de mármol muy bajitos y gastados se perdía en las alturas girando en torno a un hermoso ascensor del siglo diecinueve que ya no funcionaba, a juzgar por la cantidad de trastos viejos que había dentro.

La dirección decía quinto piso izquierda. Lena miró hacia arriba, alegrándose de no llevar maleta, y empezó a subir con tranquilidad. Los techos debían de tener tres o cuatro metros de altura, porque el quinto piso estaba donde normalmente habría estado el octavo o noveno.

En el descansillo había una antigua fuente con un grifo que figuraba un dragón y dos ventanas enrejadas. Metió la llave en la cerradura de la puerta de la izquierda y, con un chirrido que le puso los pelos de punta, la hoja se abrió a una oscuridad total.

Lena miró por encima del hombro antes de atreverse a entrar. La escalera estaba vacía y silenciosa. El piso también.

«Vamos, mujer —se dijo para darse ánimos—. No puede haber nada malo ahí dentro. Todo es cosa de mamá y ella nunca te pondría en peligro.»

Pero estaba tan oscuro… y no le apetecía en absoluto meter la mano y tantear la pared buscando un interruptor.

En ese momento se acordó del llavero-linterna. Dejó la mochila en el suelo, lo sacó de la caja y lo encendió. Un rayo de luz azul, mucho más potente de lo que su tamaño podía hacer pensar, disolvió las tinieblas del pasillo y Lena pudo dar con un interruptor que hizo que todo se iluminara de golpe. Cerró la puerta y miró a su alrededor, despacio, para no perderse nada en la primera inspección: muebles funcionales, de Ikea probablemente. Una cómoda con cajones, un perchero, a su derecha un espejo de cuerpo entero, de marco dorado, que en ese momento no la reflejaba a ella sino a la puerta de su izquierda, una reproducción de una escena de circo de Chagall, azul, roja y amarilla, y una alfombra blanca y negra donde destacaba una nota escrita a mano. Una nota de su madre.

Tragó saliva, dejó la mochila junto a la puerta, se agachó para recogerla y acabó por sentarse allí mismo para leer las breves líneas:

¡Bienvenida, Alienitschka! Tu verdadera vida está a punto de empezar. ¡Cuánto me habría gustado estar contigo! Pero sé que puedes hacerlo. Extiende en el balcón de la sala de estar la toalla blanca que encontrarás encima del sofá y quédate en casa hasta que Chrystelle se ponga en contacto contigo. Disfruta de las sorpresas. Recuerda todo lo que te he enseñado, cuídate y no confíes en todo el mundo. ¡Te quiero, preciosa!

M
AMÁ

Hacía tanto tiempo que no había encontrado una nota de su madre al volver a casa que necesitó unos minutos para tranquilizarse. Por un instante había tenido la sensación de haber vuelto al pasado y eso era maravilloso y a la vez dolía terriblemente porque no volvería a suceder.

Se puso de pie apretando la nota en la mano, abrió la puerta de la izquierda y se encontró en la sala de estar que estaba arreglada con el inconfundible estilo de su madre: libros, papeles, reproducciones de cuadros simbolistas e impresionistas, mapas antiguos, fotos en blanco y negro de cosas raras, recuerdos de viajes, máscaras, cojines de colores y, cuando consiguió abrir las puertas que daban al diminuto balcón, luz, mucha luz que de repente lo inundó todo como si fuera agua. Sólo faltaban las plantas, pero, lógicamente, no había ninguna porque su madre no sabía cuándo llegaría el momento y no podía enviar a nadie a cuidarlas.

El piso era tan alto que desde la ventana se veía un mar de tejados rojizos y las famosas mansardas parisinas, coronadas de chimeneas por las que se escapaban columnas de humo oscuro que se diluía en el cielo azul pastel.

Llevó la mochila a la sala de estar, la dejó junto al televisor y, antes de hacer lo que decía la nota, dio una vuelta por el piso. Había una cocina diminuta que daba a un patio interior, un pequeño baño con cabina de ducha y un dormitorio muy blanco, como le gustaba a su madre. Se sentía tan en casa que a ella misma le resultaba extraño, pero era como si no estuviera sola, como si hubiese vuelto a su infancia, sólo que en otra ciudad y en otro piso.

Abrió los armarios de la cocina: latas, pasta, galletas, botes de tomate, azúcar, leche de larga conservación… suficiente para resistir una semana. En la nevera había hielo, agua mineral con gas, y dos botellas de vino blanco, Rotgipfler, el que más les gustaba a las dos.

¿Cuándo habría sido la última vez que su madre había estado en el piso? Incluso si había sido poco antes de su accidente, tendría que hacer más de un año, dos años en mayo. Había pensado en todo.

En el dormitorio, el ropero tenía prendas que obviamente habían sido compradas para ella y que eran tan básicas que no podían pasar de moda: unos vaqueros clásicos azul claro, otros negros, unos cargo, caqui, llenos de bolsillos; dos chándals, uno gris y otro azul; camisetas, jerseys, ropa interior. En la parte de arriba, una maleta negra, de tamaño mediano.

También había un par de cosas de la talla de su madre, una más que la suya, un traje de chaqueta que ella no conocía, un elegante vestido corto, un abrigo de paño y unas prendas deportivas, junto con algo de ropa interior. Cogió una de las camisetas, la de un murciélago colgado boca abajo que decía «I’
M WATCHING YOU
» y hundió la cara en ella. Olía a su madre. No a un perfume que uno pudiera comprar en una tienda, sino a una combinación indefinible de detergente, desodorante, perfume y el olor corporal propio que Lena conocía desde siempre.

Era inquietante. Era como si Bianca Wassermann, tan alegre y llena de energía como siempre, fuera a abrir la puerta del piso de un momento a otro diciéndole: «Todo ha sido una broma, Lenutschka. Sigo aquí».

Pero no tenía sentido caer en la nostalgia ni en tristezas absurdas. Colgó la toalla en la reja del balcón, sujetándola con un par de pinzas para que no se volara, y se quedó mirando el teléfono del piso deseando que sonara cuanto antes, aunque sabía que en el mejor de los casos pasarían horas antes de que aquella tal Chrystelle —¿quién sería?— se diera cuenta de que la hija de Bianca había llegado a París y se pusiera en contacto con ella.

A las cinco de la tarde era otra vez de noche y Lena estaba harta de dar vueltas por el piso, de comer —se había preparado una pasta con tomate y luego se había comido un bote de melocotón en almíbar y después, viendo la tele, un paquete de palomitas— y de oír ruidos que la ponían en alerta durante unos segundos y no significaban nada. Necesitaba salir, moverse, hacer algo de ejercicio. El Jardín del Luxenburgo era una tentación casi irresistible, a dos pasos de la casa, pero la nota decía que debía esperar. ¿Cuánto? ¿Cuánto tendría que esperar aún? Y además necesitaba comprar pan y fruta fresca. Si se marchaba media hora no pasaría nada. Se estaba volviendo loca encerrada allí, esperando sin saber qué.

Antes de darle más vueltas, se puso el anorak, se caló el gorro, se aseguró de llevar las llaves y cerró la puerta con la sensación de estar haciendo algo malo. Bajó los escalones a saltos, de dos en dos, de tres en tres, feliz de poder moverse y de estar a punto de respirar el aire de la calle. Volvería pronto, pero de momento necesitaba salir.

La calle estaba desierta y no le pareció que hubiera nadie en los coches aparcados cerca de la casa. Con las manos en los bolsillos, echó a andar hacia el parque, silbando. Una anciana con un caniche se quedó mirándola, pero no la saludó.

El cartel de la reja del parque decía que la puerta se cerraba a las seis; aún tenía un rato. La alameda de castaños pelados se extendía frente a ella, oscura y ominosa, punteada por faroles que daban una luz perlada, misteriosa y le recordaban a un cuadro muy inquietante que había visto años antes en el Museo d’Orsey. Seguramente de día era un paseo muy agradable, pero ahora, de repente, no estaba segura de si era buena idea meterse por allí, sola.

—No,
mademoiselle
, no es buena idea —dijo una voz femenina a sus espaldas, en francés, como si la hubiese oído pensar.

Lena se volvió hacia la voz y de repente se encontró con las patas de un pastor alemán en su cintura. Dio un paso atrás, por reflejo, y el animal empezó a tirar de la cadena para alcanzarla.

—No tenga miedo.
Chrystelle
no hace nada.

Miró a la mujer, perpleja. No podía ser casualidad.

—Me gustan los perros —dijo, sinceramente.

—Lo suponía. Puede acariciarla, si quiere. Ahí en el cuello es donde más le gusta.

Lena se acuclilló frente a la perra, hizo lo que decía la mujer y, casi como esperaba, encontró un papel debajo del collar. Con el alumbrado público no podía verle el rostro con claridad, pero estaba casi totalmente segura de que era la mujer de la foto que le había puesto su madre en la caja, la que estaba al lado del anciano
oncle
Joseph.

—Si tiene ganas de caminar, vaya a Trocadero y dese un paseo por allí. La Torre Eiffel se pone muy bonita por la noche y hay muchísima gente, no hay ningún peligro. Tengo que irme,
Chrystelle
necesita correr un poco.

La mujer se alejó a buen paso casi arrastrada por el animal, dejando a Lena apretando el papel en la mano y sin saber qué pensar, aunque lo que resultaba evidente era que, como le había prometido su madre,
Chrystelle
se había comunicado con ella y, por tanto, no era necesario que esperase en casa, sino más bien que siguiera el consejo que le acababa de dar la mujer y cogiera el metro para llegar a Trocadero.

Se metió el papel discretamente en el bolsillo sin mirarlo aún. Si se estaban tomando tantas molestias para que nadie se diera cuenta de nada, era porque suponían que podía estar siendo vigilada y no quería ponérselo fácil a los otros, quienesquiera que fueran esos otros.

Caminó hasta la parada del metro y, una vez en el andén, esperando el tren para llegar hasta Trocadero, desplegó el papel en el hueco de la mano y leyó la dirección: «1 boulevard Delessert». Fingió que se metía un chicle en la boca y rompió la nota en trozos diminutos.

Veinte minutos después estaba mirando el mapa del barrio. Localizar la calle que buscaba fue fácil, el número, también. El problema era que parecía tratarse de un edificio que tenía un montón de viviendas, casi todas iluminadas. No tenía ni idea de dónde llamar, así que decidió esperar a que ellos la localizaran.

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