Hijos del clan rojo (26 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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—¿Qué, hijo de puta? —gritó Lena entre hipidos, cuando vio que el hombre dejaba la linterna sobre la cama—. ¿Ya has visto bastante?

Sin decir palabra, el hombre volvió a acercarse y su mano, como una garra, se cerró en su melena.

Ella gritó de dolor.

—No hablaré más, te lo prometo, no hablaré más.

Entonces él, igual que antes, sin ningún esfuerzo, la giró boca abajo y al revés de como había estado hasta ese momento, con la cabeza colgando a los pies de la cama.

—¿Qué me vas a hacer? ¿Qué me vas a hacer? Por favor —empezó a suplicar—, por favor, no me hagas daño, no me hagas daño.

Él se acuclilló frente a la cabeza de Lena, que colgaba inmóvil, ocultándole el rostro. Ahora no podía mover más que los ojos.

Le recogió suavemente el pelo con una mano hasta tener una gran cola de caballo. Apretó con fuerza, tensándole los cabellos de tal modo que el dolor la obligó a gritar. Entonces, de un solo tajo, le cortó la melena.

Ella empezó a aullar mientras él, con las tijeras, iba cortándole el pelo metódicamente, a milímetros del cuero cabelludo y, cuando terminó, volvió a usar el jabón en su cráneo y, con la navaja, se lo afeitó hasta dejarlo perfectamente liso y desnudo.

Entonces, por primera vez desde que el monstruo había aparecido en su vida, lo oyó respirar.

Fue como una inhalación, seguida de una exhalación.

—¡Ah!

Lena sintió cómo las dos manos del ser oscuro se posaban en su cráneo, a los lados, sobre las orejas, y de pronto la inundó un calor diferente a todo lo que había sentido en su vida, como si la refracción de un haz de luz pasada por un prisma llenara todo su interior de los colores más puros del universo.

El terror se desvaneció y por un instante tuvo la sensación de flotar en unas aguas benéficas, dulces, cálidas, que la llevaban a un lugar hermoso y seguro.

—Ven —oyó decir.

Un momento después estaba de pie, podía moverse y, aunque había sido humillada y aterrorizada y estaba desnuda frente a un extraño, frente al extraño que la había torturado, una parte de su ser sabía que todo estaba bien, que tenía que ser así, que allí empezaba el viaje.

—Mírate —dijo el hombre poniéndola frente al espejo.

Había vuelto a ser una especie de nube oscura con forma humana que casi tocaba el techo y, con sus manos de niebla a ambos lados de su cráneo, le inclinaba la cabeza para que pudiera ver algo en el espejo.

Lena miró, confusa, lo que había llevado toda la vida, sin saberlo, debajo del pelo: el mismo símbolo que llevaba colgado al cuello,
La trama de diamantes
, había sido tatuado en su cráneo antes de su primer recuerdo.

—Ahora empieza tu camino —dijo la voz del hombre—. Sombra te guiará.

Lena se volvió hacia él, que, extrañamente, seguía siendo humano frente a ella mientras que era sólo oscuridad en el espejo.

—¿Quién eres?

—Nadie.

—¿Qué eres?

—Sombra.

—¿Y yo?

—¡Vámonos! Tenemos mucho que hacer.

Blanco. Estación de investigación glaciológica. Ártico (Islandia)

Apenas se hubo dejado caer, agotado, en la estrecha cama de su cubículo personal, cuando sonó la señal del ordenador que anunciaba una llamada por Skype. Por un momento pensó no contestar; no podía ser tan urgente, pero luego recordó que había pedido a un ex alumno que le buscara unas informaciones y, conociendo a Ritch, podía ser él ya con los resultados, de manera que, suspirando y medio deseando que dejara de sonar de una vez, se levantó y se sentó frente al aparato.

Era Ritch, efectivamente. Como siempre, sonreía de oreja a oreja, el pelo se le disparaba en todas direcciones y parecía la viva imagen de la aceleración. Era de los pocos que aún llevaban bata blanca, aunque en su caso nunca pareciera realmente blanca.

—¡Ey, Doc!

—¿Qué hay, Ritch?

—Tengo lo que me pidió. ¿Se lo envío por
mail
?

—Claro. Gracias por el trabajo.

Ritch hizo un gesto para quitarle importancia.

—No me ha costado casi nada. Como no tengo vida propia…

Ése había sido uno de los temas recurrentes en sus tutorías, cuando Richard Thomas Brown estaba preparando su tesis doctoral y el doctor Lasha Rampanya, su profesor, le reprochaba que dedicara su vida exclusivamente a la geología.

—Ya eres mayor; es asunto tuyo si te gustan más las rocas que las chicas.

—A mí lo que me gustaría es que me dejara de una vez echarle una mano en sus investigaciones. Son ustedes cuatro gatos, me he enterado. No me diga que no necesita un asistente.

—Mis investigaciones actuales no tienen nada que ver con las tuyas. No te serviría para tu carrera. Además, vamos muy escasos de fondos; no podemos pagar un sueldo más.

Ritch levantó la mano izquierda frente a la cámara y, con la derecha, fue contando dedos.

—Uno: en esta maldita universidad me va a ser imposible hacer carrera, como usted lo llama, porque hacen todo lo que pueden por no dejarme trabajar, lo que ellos llaman «ponerme en mi sitio»; dos: me conoce usted desde hace cinco años, sabe que soy capaz de entusiasmarme por cualquier tema, no estoy obsesionado con uno solo como otros colegas, y también he estudiado física; tres: nunca he trabajado sobre hielo y me gustaría probar; cuatro: creo que la mirada de un geólogo podría resultarles útil, y cinco: lo haría gratis, si me dan cama y comida. Además, no conozco personalmente a la doctora Uribe y me encantaría hablar con ella.

—Vale, Ritch, lo tendré en cuenta, pero he tenido un día muy largo y me acababa de tumbar cuando has llamado; estoy hecho polvo.

—Perdone, Doc. Le llamo en un par de días; así me dice si necesita algo más y lo mismo ha tenido ocasión de considerar mi oferta.

—Eres tú quien tiene que pensarlo de nuevo. Aquí no hay más que hielo en dos o tres mil kilómetros a la redonda y cuatro científicos viejos.

—Yo podría contribuir a bajar la media de edad —dijo, con una sonrisa esplendorosa que parecía potenciar los montones de pecas de su cara—. Vale, ya lo dejo. ¡Buenas noches, Doc! ¡Que sueñe con bellas estrellas de hielo!

Lasha sintió un inmenso alivio al hacer clic sobre el botón de finalizar. Ritch era un chico estupendo y una mente brillante, pero era capaz de agotar la paciencia de un santo con su insistencia. Si empleara la mitad de sus capacidades en ligar, podría conseguir a cualquier mujer, aunque sólo fuera por pura pesadez.

Personalmente no le importaría tenerlo una temporada en la estación, pero era demasiado inquisitivo, demasiado curioso y demasiado inteligente. Se daría cuenta en seguida de que había mucho más que los experimentos que llevaban a cabo con el hielo ártico y él aún no había decidido ofrecerle la posibilidad de formar parte de la familia.

Pero estaba claro que se aburría, que la universidad que lo había contratado no le ofrecía desafíos ni posibilidades a su altura. Tendría que hacer algo al respecto.

Hizo una lista de colegas a quienes podía pedir que contrataran al muchacho y le ofrecieran algo realmente atractivo. Eso lo tendría ocupado y distraído durante un par de años y luego ya se vería. Tiempo era lo único de lo que disponían en abundancia, al menos por el momento.

París (Francia)

Cuando salieron del hotel, el sol iluminaba ya las calles y, aunque el frío seguía siendo terrible, Lena pensó que era agradable sentir el calorcillo en la cara y, sobre todo, darse cuenta de que, al menos de momento, seguía viva. Llevaba el gorro calado hasta las orejas y se había puesto algo de ropa de la mujer desconocida, pero le temblaba todo el cuerpo más de agotamiento que de frío. Lo único que quería era poder meterse en una cama, cerrar los ojos y olvidar, pero no estaba en posición de elegir; con un secuestrador como Sombra no parecía posible la negociación.

Lo miró de reojo: el tipo era realmente inquietante, pero ahora ya parecía humano; de hecho parecía un psicópata, o un asesino a sueldo, o las dos cosas juntas, pero nadie habría pensado que era de otra especie. Su aspecto físico se había estabilizado en una altura media, sobre el metro ochenta, complexión media —hombros anchos y cuerpo musculoso sin llamar la atención—, cráneo afeitado cubierto ahora con un gorro negro, nariz afilada, pómulos altos, labios finos y ojos rasgados intensamente negros. Nada extraño. Y sin embargo, daba escalofríos.

—Necesitas dormir —dijo en ese momento.

Lena estuvo a punto de echarse a llorar de agradecimiento.

—¿Puedo irme a casa?

—No.

Sombra le abrió la puerta del primer taxi que había en la parada y dio la dirección al taxista: rue Benjamin Franklin.

—¿Adónde vamos?

Sombra no contestó. Lena cerró los ojos y recordó lo que su madre le había enseñado para ese tipo de circunstancias: «Finge que te duermes, pero sigue despierta, graba en tu mente el camino, piensa si conoces la zona y por dónde podrías escapar si se te presentara la oportunidad». Apoyó la cabeza en el respaldo y estuvo a punto de quedarse dormida, porque la verdad era que daba igual; su madre no había contado con un tipo como Sombra. Eso estaba pensado para secuestradores normales, no para seres de otro mundo, como parecía ser él.

De todas formas, empezó a despabilarse al darse cuenta de que el taxi se acercaba a la zona donde vivían Joseph y Chri-Chri. Si tenía ocasión de burlar la vigilancia de Sombra podría intentar refugiarse allí, con la esperanza de que él no supiera que existían, pero para eso lo mejor sería fingir que estaba tan agotada que no sabía ni dónde estaban ni adónde iban. No haría falta mucho fingimiento para parecer exhausta; lo estaba realmente.

El taxi se detuvo frente a un hotel discreto, Sombra pagó con el dinero que ella había guardado en su sujetador y que él había encontrado al recoger la ropa destrozada para tirarla a un contenedor, y entraron en una recepción llena de flores de tela y muebles de madera dorada, tapizados de terciopelo rosa. Sólo habría faltado una bailarina con tutú para que aquella entrada pareciera un joyero de plástico para niñas de cuatro años. En medio de todo aquello, Sombra parecía una caricatura de malo de película, pero la señora que los atendió no dio muestras de notarlo. Les sonrió, les prometió que la suya era la mejor habitación de la casa y no movió una pestaña al darse cuenta de que no llevaban equipaje. Se limitó a cobrarles la noche por adelantado y a indicarles el piso al que debían subir.

Una vez arriba, en un cuarto donde todas las telas a la vista —cortinas, colcha, alfombras— tenían estampado floral, Sombra se quedó plantado junto a la puerta mientras ella iba a mirar el baño, y la vista desde el balconcito, y a pasar la mano por la cama.

—Descansa todo lo que necesites. Sombra volverá.

Lena estuvo a punto de gritar de alegría. ¿De verdad pensaba marcharse y dejarla sola allí? ¿De verdad creía que ella seguiría allí cuando él volviera? Asintió con su expresión más seria y humilde.

—Voy a darme una ducha primero. Luego creo que necesitaré diez o doce horas.

—Si necesitas alimento, pídelo a la mujer de abajo. Es importante que tengas fuerza y te encuentres bien antes de empezar.

—¿Empezar qué?

—Come, descansa, lávate si lo necesitas. Sombra volverá.

Notó una risa histérica trepándole por la garganta y la disfrazó de tos, antes de que él le preguntara qué era lo que le hacía tanta gracia. Aquel «volveré» había sonado como si estuviera tratando de tranquilizarla, asegurándole que no la dejaría sola mucho tiempo. Y eso tenía realmente mucha gracia.

Se metió en el baño sin una palabra más y estuvo unos segundos plantada frente al espejo, sin atreverse a quitarse el gorro. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, ojeras moradas, los labios mordidos y las mejillas hundidas. Parecía la superviviente de un naufragio o de una cámara de tortura.

No quería moverse para no hacer ruido y poder oír cuándo se marchaba él, aunque, después de pensarlo un momento, se dio cuenta de que de todas formas tendría que esperar un rato para poder tratar de huir cuando él se hubiera ido. No era plan de apresurarse y encontrárselo en el salón de abajo leyendo el periódico. Si de verdad tenía algo que hacer por ahí, le dejaría media hora de ventaja y luego intentaría salir sin ser vista y llegar a toda velocidad al piso del boulevard Delessert. Ellos la ocultarían y la protegerían.

Se desnudó despacio, de espaldas al espejo, dejando caer al suelo las prendas prestadas, o más bien robadas a aquella mujer desconocida que quizá siguiera allí, rígida como un maniquí de escaparate, o quizá estuviera muerta.

Se miró el cuerpo como si no fuera el suyo de siempre. Aparte de la falta de vello en la zona púbica, todo estaba igual y, sin embargo, la sensación no era la misma. Hasta ese momento, su cuerpo había sido sólo suyo y las únicas personas que la habían tocado más allá de un abrazo o de un par de besos de saludo o despedida —su madre, su padre, su primer novio, Clara, Dani— siempre la habían tratado con cariño y respeto, mientras que ahora se sentía violada, humillada, torturada. Por primera vez en su vida había sido una víctima, seguía siendo una víctima y eso que, al leerlo, ofende intelectualmente, al vivirlo es algo que marca como un hierro candente.

Era cierto que después, cuando las manos de Sombra se habían posado sobre su cabeza, todo había cambiado y, mientras duró el contacto, había sentido una luz destellando en mil colores, llenándola por dentro, pero ahora la luz se había apagado y sólo quedaba el asco, el miedo, el frío.

Abrió el grifo de la ducha y dejó correr el agua hasta que empezó a salir ardiendo, se arrancó el gorro y, antes de meterse bajo el chorro, echó una mirada fugaz al tatuaje que llevaba en la cabeza y que, presumiblemente, le había hecho su madre. ¿Por qué nunca le había dicho nada? ¿Por qué nunca la había preparado para lo que le iba a pasar?

El agua le quemaba la piel, pero ese dolor le parecía necesario para hacer desaparecer todo rastro del contacto de Sombra, de sus manos de niebla negra, de sus ojos devoradores. Se frotó una y otra vez el cráneo, con la estúpida esperanza de que no fuera más que un dibujo de tinta que él le hubiera marcado en la cabeza para asustarla; pero cuando salió por fin de la ducha, frotó el espejo empañado y se miró, la
Trama de diamantes
seguía allí, reflejando exactamente el colgante que llevaba al cuello: el símbolo de los cuatro clanes rodeando otro círculo central. Si conseguía llegar al piso de Joseph y Chri-Chri no se movería de allí hasta que le hubieran contestado todas las preguntas.

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