Hijos del clan rojo (17 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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—¿Alguna? —Le salió una voz chillona que casi no reconoció como propia—. ¡Todas, maldita sea! ¡Tengo miles de preguntas!

—Ahora tenemos que marcharnos, Lena. —El hombre se acababa de poner el abrigo y le ofrecía el anorak haciendo gestos perentorios.

—¿Adónde?

—Usted, a empezar su nueva vida.

—¿Qué nueva vida?

—Ya lo entenderá.

Habían llegado de nuevo a la escalera y, cuando Lena iba a empezar a bajar, el notario de golpe se dio la vuelta y, sin una palabra más, desapareció tras una puerta que a ella le había pasado desapercibida porque era tan blanca como la pared.

—¡Doctor Kürsinger! —gritó—. ¡Doctor Kürsinger!

—¿Puedo hacer algo por usted, señorita? —preguntó un hombre alto y fuerte, con un abrigo gris claro, como su cabello, que subía en ese momento la escalera.

—No, gracias —contestó, aún sin aliento—. Quería preguntarle algo al doctor Kürsinger, pero ha desaparecido.

El hombre la miró con curiosidad, con la cabeza ladeada a la izquierda.

—¡Qué raro! —dijo, esbozando una sonrisa—. El doctor Kürsinger soy yo.

Los ojos de Lena se abrieron como platos y, aprovechando lo ancha que era la escalera, echó a correr hacia la calle dejando atrás al hombre, que la miraba totalmente perplejo.

Tres minutos más tarde estaba sentada a la mesa del fondo de un café donde no había entrado nunca; una de esas cafeterías que debieron de ser muy coquetas en los años cincuenta o sesenta y que ahora sólo estaba ocupada por unas cuantas señoras mayores que, de dos en dos, con el sombrero puesto, removían el azúcar en su té y se contaban sus enfermedades.

Se sentía en estado de shock, casi como año y medio atrás, después del funeral de su madre. Tenía la misma sensación en el estómago de haberse tragado una bola de hierro que nunca sería capaz de digerir, el mismo velo de colores frente a los ojos, como si el mundo de siempre fuera sólo una película de plástico transparente y ahora empezara a disolverse para mostrar la auténtica realidad que existía debajo y que ya no era hermosa como lo había sido hasta ese momento.

Miraba sin ver los objetos que había dejado sobre la mesa y notaba cómo las lágrimas se deslizaban calientes por sus mejillas hasta las comisuras de la boca, donde dejaban un regusto salado.

La camarera, una mujer que debía de estar cerca de la jubilación, vestida de negro con delantalito blanco, dejó el café con leche en la mesa, la miró con dulzura y, ya a punto de dedicarle una palabra de consuelo, sacudió la cabeza, cerró la boca y se alejó en silencio, dejándola llorar a gusto.

Por puro hábito, Lena sacó el móvil del bolsillo del anorak, lo dejó sobre la mesa y se quedó mirándolo como si fuera la primera vez que lo veía. Recordaba con toda claridad las veces que habían hablado de ello, cuando jugaban a uno de sus juegos favoritos que, de paso, le servía a su madre para su trabajo de guionista de una serie policíaca de televisión.

—Supón que tienes que huir, Lena. ¿Qué haces?

—Procurar que no puedan seguirme, que no me encuentren. Cubrir mis huellas.

—Bien. ¿Cómo?

—Necesito dinero. Voy al cajero y saco algo.

—Si tienes tiempo es bueno que vayas guardando algo en casa y luego saques de golpe, además, lo máximo que te permita la tarjeta, para tener suficiente efectivo. Nunca debes ir sacando por el camino; así eres fácil de rastrear; y no pagues con tarjeta ni en hoteles ni en ninguna parte. Si pagas al contado siempre, no hay rastro de ti. ¿Móvil?

Ahí siempre acababa suspirando o resoplando.

—Ya sé que hay que destruirlo, ya, pero es que ahí llevo todos mis números, los mensajes que quiero guardar, mis fotos… todo, mamá.

—Sí, pero si existe, eres vulnerable. Y si lo usas, pueden saber dónde estás. El móvil es un GPS para el que te esté buscando. Apunta o mejor memoriza todo lo importante y luego destrúyelo en cuanto salgas de aquí. Si más adelante necesitas comunicarte con alguien, llama desde una cabina, o desde un locutorio, o compra un aparato de prepago.

A eso se refería el notario, suponiendo que fuera un notario aquel extraño individuo que había desaparecido de un momento a otro.

¿Qué estaba pasando? ¿Qué clase de secreto ocultaba su madre? ¿Por qué nunca le había explicado nada? Tenía la sensación de que el cráneo acabaría por estallarle si el dolor de cabeza que se le había insinuado al separarse de Clara seguía aumentando.

Repasó la lista de contactos del móvil tratando de decidir qué números necesitaba realmente, y poco a poco empezó a sentir algo curioso a medida que iba descartando nombres de amigas, amigos, conocidos, compañeros de clase, contactos de sus padres… De hecho, no echaba de menos a nadie, no necesitaba a nadie, no había nadie a quien pudiera pedir ayuda ni con quien quisiera contactar más adelante. Era como si de un momento a otro, incluso antes de saber adónde tenía que dirigirse, se hubiera cerrado definitivamente la primera etapa de su vida y todos aquellos nombres se hubieran vaciado de contenido.

El número de su padre se lo sabía de memoria. El de su madre también y, aunque seguía en su lista, ya no le serviría nunca más. El de Dani también lo tenía memorizado, igual que el de Clara, aunque seguramente tampoco volvería a utilizarlo. ¿Qué otros podría necesitar? ¿El de Lenny? ¿Para qué? ¿El de Dominic?

Apuntó los dos últimos en la agenda de papel, por si acaso, y volvió a mirar toda la lista, nombre tras nombre, casi como una despedida.

No quiso mirar las fotos, ni los mensajes, ni siquiera el último de su madre, el que le había mandado desde Viena el mismo día en que había tenido el accidente mortal. Se lo sabía de memoria y todas las veces acababa llorando al leerlo, así que no podía permitírselo. Ahora tenía que procurar pensar con claridad y decidir qué iba a hacer.

Lo más urgente era decidir si por fin iba a llamar a su padre o no. Deseaba con todas sus fuerzas hablar con él, abrazarse a él y dejar que él se ocupara de todo, que la protegiera, que la cuidara. Pero la carta de su madre decía que podía ser peligroso para él. Sería espantoso que a su padre le pasara algo por su culpa.

De momento llamaría a Dani para que no se preocupara por el mensaje que había recibido y para tratar de decirle que iba a estar un tiempo sin ponerse en contacto con él, aunque de hecho ni ella misma sabía aún qué iba a ser de su vida ni adónde tendría que marcharse. Quizá no fuera tan buena idea meterlo en el asunto, pero necesitaba hablar con alguien, urgentemente, para no volverse loca.

Podía llamar a Clara, pero si le contaba algo a su amiga —o a su ex amiga, pensó con amargura—, ella se lo contaría a Dominic y eso, sin saber por qué, la aterrorizaba.

Andy le haría caso y se empeñaría en que quedaran para un café, pero le tomaría el pelo, no se creería nada y no le serviría más que para desahogarse. Y no tenía amigos tan íntimos como para contarles algo que parecía sacado de una película de espías. Estaba la gente del aikido, pero no tenían una relación tan estrecha como para atreverse a explicarles algo que ni ella misma comprendía.

La vibración del teléfono en su mano le arrancó un grito que atrajo las miradas desaprobadoras de todas las damas de su alrededor y por eso lo cogió sin siquiera darse cuenta de quién llamaba.

—¿Sí? —preguntó sin aliento.

—¿Lena? Tienes voz de ultratumba.

Era una expresión totalmente usual que, sin embargo, le arrancó un escalofrío.

—Es que llevo un mal día.

—Claro, mujer, es lógico. Me han dicho que estabas justo al lado de Mika cuando le han volado la cabeza.

—Sí. —No se le ocurría qué más decir. La verdad era que no había pensado para nada en el asesinato de Mika. Tenía problemas más urgentes.

—¿Estás por la ciudad? ¿Te apetece que nos tomemos un café?

—No tengo muchas ganas de hablar de Mika y del asesinato.

—No hace falta que hablemos de eso, pero me gustaría verte.

—No estoy con Clara.

—Ya lo sé. La he visto marcharse con su príncipe azul y Andy me ha contado que ha cortado contigo.

Le subió un sollozo a la garganta que se esforzó por controlar.

—Son cosas que pasan.

—Anda, vamos a tomar un café. Invito yo. —Hubo una pausa—. Quiero disculparme por las tonterías que dije hace poco. Yo soy muy tímido, aunque no lo parezca, ¿sabes? Por eso me ha costado tanto decidirme.

Lena estuvo a punto de gritarle que era un mentiroso y un imbécil, que ahora quería verla a ella porque ya se había convencido de que no tenía ninguna posibilidad con Clara. Pero se encontraba tan sola y tan abandonada que le hacía ilusión la idea de llorar en el hombro de Lenny, si la dejaba.

—No soy muy buena compañía en estos momentos. Y además estoy saliendo con un chico. —No sabía bien por qué había dicho eso, pero quería dejar las cosas claras, o quizá simplemente fastidiarlo, que supiera que había perdido su oportunidad.

—¿Y dónde está ahora que lo necesitas?

—Haciendo la mili.

Lenny se rió.

—No te estoy pidiendo en matrimonio. Sólo quería verte y que volvamos a ser amigos. Luego ya… lo que tú quieras. ¿En la Treibhaus, dentro de un cuarto de hora?

—En el Uni Café.

—¿Qué pasa? ¿Te da vergüenza que te vean conmigo?

—Es que estoy en la biblioteca de la universidad y me viene mejor —mintió.

—Vale. Hasta ahora mismo. Y… gracias, Lena.

Al colgar el teléfono, apartó de un empujón todo lo que había en la mesa, apoyó la cabeza en los brazos y gritó en silencio, como hacía cuando de verdad estaba desesperada. Al cabo de un minuto, empezó a recoger porque antes de llegar al Uni Café tenía que hacer algo que se le acababa de ocurrir.

Ya saliendo de la cafetería volvió a sonar el móvil. «Papá», leyó. ¿Debía cogerlo o dejarlo sonar? ¿Sería capaz de fingir, de mentirle, o acabaría contándoselo todo en cuanto oyera su voz? Lo mejor sería no cogerlo, pero tenía tantas ganas de oír su voz, de saber que seguía estando ahí…

—¿Papá? —Ya estaba hecho.

—¡Hola, cariño! Perdona que no te haya contestado antes, pero estaba muy liado. No hay problema en que te vayas a pasar unos días a casa de tu amiga. Ya lo he hablado con el director y comprende perfectamente que necesites un poco de tiempo después de lo que ha pasado hoy, así que tómalo con calma, procura dar paseos por el bosque y dormir mucho, hija. Isabella y yo nos pasaremos el domingo a ver cómo estás y, si quieres, ya te vuelves con nosotros, ¿vale?

Lena no daba crédito a sus oídos. Su padre, que siempre había sido hombre de pocas palabras, hablaba sin parar, sin dejarla decir nada.

—Dales recuerdos a los padres de tu amiga y muchas gracias de mi parte. Y si eres capaz, déjate el móvil en casa, para que no te den la lata. Si necesito localizarte te llamo al fijo, ¿de acuerdo? ¿De acuerdo? —insistió, al notar el silencio perplejo al otro lado.

—Sí, papá —logró decir, con un enorme esfuerzo. Su padre sabía. Su padre y su madre compartían un secreto que ella jamás había adivinado—. Ya te llamaré al llegar. Gracias por todo.

—Cuídate, hija. Cuídate mucho. Te quiero, pequeña.

Hacía meses, años quizá, que su padre no le había dicho que la quería y ahora, precisamente ahora…

—Yo también te quiero, papá.

Durante unos segundos se quedó clavada en mitad de la calle, sin saber qué hacer ni adónde ir mientras las sombras se alargaban a su alrededor, como dedos siniestros que quisieran apresarla. El sol acababa de ocultarse detrás de la montaña y, aunque aún era temprano, pronto sería noche cerrada. Y ella tenía que salir de Innsbruck. Y ni siquiera sabía todavía adónde tenía que dirigirse. Pero no podía abrir la caja ni el otro sobre allí mismo. Lo haría después, cuando volviera a quedarse sola. A Lenny le daría la coartada que acababa de proporcionarle su padre: que el asesinato de Mika la había afectado mucho y se iba unos días a casa de una amiga de cuando eran pequeñas… que vivía… ¿dónde vivía? Cerca de Salzburgo, en uno de los pequeños pueblos junto a un lago. Ya improvisaría. ¿Cómo se llamaba su amiga? Hannah. Sí. Se iba a casa de Hannah, a una granja del Mondsee.

Cruzó la calle, entró en las oficinas de Correos, inspiró hondo, apagó el móvil, lo metió —apagado y sin batería— en un sobre grueso, escribió la dirección de su casa y lo envió, certificado, a nombre de su padre. Él entendería y lo guardaría en algún lugar seguro.

Ya subiendo la escalera del Uni Café se dio cuenta de que no tenía móvil para enviarle un SMS a Dani, como le había prometido. Pero le habían pasado tantas cosas en un solo día que a cualquiera se le habría olvidado, se consoló. Le pediría el móvil a Lenny. Sonrió por primera vez desde el asesinato de Mika. Llamar a Dani desde el móvil de Lenny sería una especie de justicia poética.

Lenny había llegado antes que ella y estaba en la mesa del fondo, de perfil, mirando por la ventana. Era un chico muy guapo. Le fastidiaba reconocerlo, pero era realmente guapo, de los que llaman la atención: alto, de hombros anchos y delgado sin estar flaco. El flequillo le caía sobre los ojos y se lo apartaba de vez en cuando con un movimiento reflejo de cabeza. Llevaba una sudadera gris azulada con capucha y vaqueros negros.

Desvió la vista de la ventana, la vio y se puso de pie con una de esas sonrisas traviesas que hacen cosquillas en el corazón.

—Temía que me fueras a dar plantón —la saludó.

—¿Por qué iba a darte plantón?

Él se encogió de hombros.

—Hay chicas que lo hacen, para cobrarse las ofensas.

Se sentaron uno al lado de la otra en el banco semicircular del mirador, con la espalda hacia las luces de la calle.

—Como decía mi madre: «No ofende el que quiere, sino el que puede».

—¿Y yo no puedo?

La llegada del camarero la salvó de contestar, pidieron dos tes verdes y cuando volvió a dejarlos solos, Lenny preguntó algo todavía más difícil.

—Me has dicho antes que estás saliendo con alguien. ¿Vais en serio?

—Para ser tímido, haces preguntas muy directas. ¿A ti qué más te da si vamos en serio o no?

—No me gusta hacerme ilusiones sin fundamento. —Dejó de hablar por unos segundos; el tiempo que tardó el camarero en dejar sobre la mesa las dos tazas de té—. ¿Quién es? ¿Lo conozco?

—No creo. Se llama Daniel y está en Viena. Cuando acabe la mili quiere terminar física. Atodo esto, se me ha descargado el móvil; ¿me prestas el tuyo para mandar un mensaje?

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