Hijos del clan rojo (18 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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Lenny le pasó su móvil sin decir palabra y empezó a remover el azúcar en el té. Ella tecleó a toda velocidad.

«Todo bien. Te llamo en cuanto pueda, pero puedo tardar un par de días. Beso. Lena.»

En cuanto le devolvió el aparato, Lenny volvió a la carga.

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—¿Lo quieres?

—¡Por el amor de Dios, Lenny! Tampoco nos conocemos tanto.

—¿Cuánto tiempo lleváis saliendo?

Lena empezó a sacudir la cabeza. Aquella conversación estaba empezando a resultar idiota.

—No. Quiero decir que tú y yo no nos conocemos tanto como para que me hagas esas preguntas, y no, con Dani no llevo mucho tiempo. Y si quieres decirme algo en concreto, dímelo porque tengo un poco de prisa.

Estuvo a punto de echarse a reír descontroladamente al oírse decir que tenía un poco de prisa porque su cerebro terminó la frase en su interior: «Verás, Lenny, tengo un poco de prisa porque tengo que salir huyendo no sé bien por qué, ni sé tampoco adónde; mi mejor amiga me ha abandonado para siempre y está con un tipo que me parece realmente peligroso y que se la acaba de llevar a la otra punta del mundo; esta mañana han matado a uno de mis profesores pensando que era Clara; he recibido un mensaje de mi madre desde el Más Allá; he tenido una interesante conversación con un notario que no lo era y que ha desaparecido por arte de magia; llevo seis mil euros en la mochila y no puedo siquiera despedirme de mi padre antes de irme de mi ciudad, de mi instituto y de todo lo que conozco».

Lógicamente, Lenny no se dio cuenta de lo que a ella le acababa de pasar por la cabeza, de modo que hizo una inspiración profunda, la miró a los ojos, volvió a bajar la vista y se lanzó.

—Me habría gustado decírtelo de otro modo, pero parece que eres más directa de lo que yo pensaba. En fin… lo que quería decirte… es que me he dado cuenta de que me gustas mucho, Lena; me gustas de verdad… y bueno… me gustaría que lo intentáramos.

Un mes atrás Lena se habría puesto a dar saltos de alegría, al menos en su interior. Sin embargo, en ese momento lo único que sintió fue una especie de mareo y unas ganas inmensas de tirarse al suelo, cerrar los ojos y no despertarse en un siglo. Él debió de darse cuenta porque, de repente, la agarró fuerte por los hombros y casi la obligó a apoyar la cabeza en su pecho.

—Relájate, Lena, tranquila. Te has puesto pálida de golpe, como si fueras a desmayarte. ¿Tan horrible te parece la idea?

Ella cerró los ojos para evitar que el mareo la hiciera vomitar, aunque no tenía nada en el estómago, y se forzó a respirar pausadamente, notando el aire que entraba y salía de sus pulmones. Poco a poco se iba relajando y le resultaba cada vez más agradable sentir el tacto de la camiseta de él contra su mejilla, su olor suave, mezcla de algún gel de ducha con hierbas y un ligero sudor masculino, los latidos de su corazón, que podía sentir a través de la tela y que se iban acelerando por momentos. Sin querer confesárselo ni siquiera a sí misma, se sentía bien con él, protegida, como si pudiera dormirse en su hombro y dejar que él se ocupara de todo. Le habría gustado tanto que pudiera ser… Pero no era posible. No era posible en ese momento y quizá ya nunca lo fuera, de modo que empezó a mentalizarse para separarse de su abrazo y decirle que tenía que irse ya.

Abrió los ojos y se encontró con los de Lenny medio cerrados, mirándola con deseo, como ella llevaba meses soñando, como había querido desde la primera vez que lo había visto, en el instituto. Pensó por un momento que no era correcto, que no podía hacerle eso a Dani, que tenía que separarse de esa mirada, ponerse el anorak y salir del bar a buscar un lugar donde abrir el resto del legado de su madre y enterarse por fin de lo que le esperaba. Pero un segundo después se estaban besando y todo lo demás había perdido importancia.

—¿Por qué ahora, Lenny? —preguntó cuando pudo hablar.

—Porque soy imbécil. Y lento —dijo con sincera rabia—. Si me hubiera dado cuenta antes, podríamos llevar ya mucho tiempo juntos. Y no habríamos tenido que sufrir ninguno de los dos.

—¿Tú has sufrido? ¿Por mí?

—Por lo menos desde que Andy me dijo que tenías novio.

—Entonces, ¿lo sabías?

—Quería estar seguro. A veces Andy se porta como un idiota y miente para cabrear a la gente. Espero que no sea demasiado tarde.

Volvió a acercarse a sus labios, muy despacio, como con miedo de que lo rechazara, como dándole ocasión de decir que no. Lena cerró los ojos y volvió a besarlo. Luego suspiró.

—Tengo que irme, en serio.

—Te acompaño.

—No, mejor que no. He quedado con mi padre ahora delante de la universidad.

—Nos vemos mañana en clase. —Lenny le acarició la mejilla y volvió a besarla.

—No. Lo siento. Me voy un par de días a casa de unos amigos de mis padres. Además, necesito un poco de tiempo, ¿comprendes? No me lo esperaba. Ha sido muy rápido.

—Tómate tiempo, Lena. Ahora que sé… bueno… tú me entiendes… Ahora que lo sé, no me importa esperar. Eres maravillosa. De verdad. ¿Puedo escribirte? Hay cosas que prefiero poner por escrito.

Lena asintió con la cabeza deseando decirle que no recibiría sus mensajes porque su móvil estaría apagado en algún lugar desconocido, pero tuvo suerte porque él añadió:

—Si no te importa, te escribo por
e-mail
, si te llevas el portátil. ¿Me contestarás?

—Sí. En cuanto me instale.

Volvieron a besarse, porque de algún modo ya no importaba, estaba bien así, y Lenny la acompañó hasta la puerta del bar.

—Déjame que baje contigo, anda. Así conozco a tu padre.

Ella le acarició el pelo, con una mezcla de deseo de quedarse con él e impaciencia por salir de allí a hacer lo que tenía que hacer.

—La próxima vez. Te lo prometo.

Al bajar la escalera, se volvió un momento y lo vio por última vez, siguiéndola con los ojos. Sus miradas se encontraron y entonces Lenny se llevó la mano ahuecada al pecho e hizo un gesto como si quisiera coger su corazón y ofrecérselo.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y salió al frío de la noche, aterrorizada y feliz, sin saber adónde ir.

Clínica privada del doctor Kaltenbrunn. Neuchâtel (Suiza)

Clara miraba los bosques que se extendían, casi en blanco y negro, frente a la ventana de la habitación del sanatorio suizo donde se encontraba. La quietud era impresionante, el silencio, casi total. Sólo de vez en cuando se oía el grito de un pájaro, probablemente de presa, que volaba muy alto describiendo círculos en el cielo gris, cargado de nieve.

Le vino a la memoria algo que nunca había entendido y que ahora, de pronto, comprendía perfectamente. Una profesora de italiano que habían tenido en tercero les había dicho una vez que siempre que veía los silenciosos bosques oscuros, cubiertos de nieve, y las ramas desnudas de los árboles, pensaba que era una imagen de la muerte, un paisaje que había sido vivo y hermoso y de donde habían huido todos los colores y los sonidos. Ella era del sur de Italia y sólo se quedó un curso en la escuela porque echaba de menos el mar, el sol y la alegría de su tierra.

Se rodeó con los brazos intentando darse ánimos. Seguramente no tendría que pasar mucho tiempo allí. Le harían todos los controles, se asegurarían de que todo fuera bien y la dejarían salir para preparar la boda. ¡Le hacía tanta ilusión! Pero Dominic estaba serio, preocupado por algo que no le había explicado todavía. En ese mismo momento estaba hablando con su madre y con el doctor Kaltenbrunn mientras a ella la habían enviado a la habitación para ponerse el camisón del sanatorio y esperar a que la enfermera acudiera a recogerla para llevarla a que le hicieran las pruebas.

Se apartó de la ventana, entró en el baño —porcelana fina de color marfil, adornos en oro mate—, se puso el camisón y la bata, se peinó frente al espejo y volvió al cuarto, a esperar, sintiéndose como una muñeca de plástico sentada en la cama de una niña viva.

Estaba enamorada de Dominic, quería tener el bebé, era feliz. Y sin embargo…

Sin embargo, había veces que le gustaría volver atrás, al tiempo en que no conocía a Dominic ni había empezado a salir con David, a la época en que tenía dieciséis años y se pasaba los días con Lena, imaginando futuros esplendorosos, prometiéndose que siempre estarían juntas, mirando a los chicos y riéndose de todo, yendo al cine a ver películas de chicas, a comer palomitas, a dejarse mirar. Luego dormían las dos en casa de una de ellas, y charlaban hasta la madrugada, y hacían los deberes, y ponían verdes a los profesores y les daban ataques de risas histéricas, y ataques de hambre a medianoche.

En aquella época las dos tenían a su padre y a su madre, no tenían penas de amor, y su futuro se extendía por delante de ellas largo, brillante, maravilloso. Todo estaba abierto, todo era posible. Mientras que ahora…

Pero no debía ponerse triste. Seguramente todo era una cuestión hormonal, igual que las náuseas de las mañanas, y los antojos repentinos, y el apremiante deseo de comer carne, y las ganas de llorar que le venían de golpe, sin ninguna lógica. Le preguntaría al doctor y muy pronto se sentiría como siempre: alegre, fuerte y con ganas de hacer cosas.

Sacó el móvil del bolso y, sin pararse a pensarlo, llamó a Lena. Daba igual lo que costara la llamada; Dominic era rico y ella también lo sería en cuanto se casaran, pero en ese momento necesitaba oír la voz de Lena, necesitaba que su amiga le dijera que todo saldría bien, como había hecho siempre.

Al primer pitido saltó una voz diciendo que el usuario no estaba disponible, que volviera a intentarlo más tarde. Pulsó el botón rojo y se quedó mirando la foto de Lena, en la que aparecía sonriente, con la melena recién lavada y los ojos brillantes. Quizá había desconectado el móvil por alguna razón.

O quizá había bloqueado su número. Estaría en su derecho al hacerlo. Al fin y al cabo era ella, Clara, la que la había abandonado, la que había decidido que en su nueva vida ya no había sitio para Lena. Tendría que seguir intentándolo o, si no, tendría que mandarle un
e-mail
pidiéndole perdón. Era su única amiga y no podía perderla sólo porque Dominic y ella no se cayeran bien.

La enfermera entró empujando una silla de ruedas y le pidió con helada cortesía que guardara el móvil y se acomodara en la silla. Clara obedeció, cerró los ojos y, como ya empezaba a ser costumbre en ella, apretó fuerte con la mano derecha la piedra roja del anillo de compromiso que llevaba en la izquierda, para darse valor.

Munich (Alemania). París (Francia)

El tren salió de Munich puntualmente y, por lo que había podido apreciar, nadie la había seguido. Ni siquiera había notado una mirada sospechosa por parte de nadie. Hacía tanto frío que la gente iba envuelta en gorros, capuchas y bufandas y la mayor parte caminaba encogida, con la vista baja.

Al salir del Uni Café había ido directa a la estación de Innsbruck para no caer en la tentación de pasarse antes por su casa a recoger todo lo que podría necesitar. Ésa era una de las cosas que también había aprendido de su madre: desaparecer significaba desaparecer, así, sin más, con lo puesto. El dinero que llevaba sería bastante para comprar un portátil, quizá un nuevo móvil de prepago y algo de ropa, incluso si la ciudad a la que tenía que ir estaba al otro lado del mundo.

En la estación, se encerró en el lavabo, se sentó sobre la tapadera del váter y, con manos temblorosas, abrió el sobre que contenía las instrucciones. Lo primero que vio fue una llave con una goma roja y otra, más grande, con una goma azul. Luego desplegó el papel, que resultaron ser dos: en uno había unos números, como la combinación de una caja fuerte. En el otro, escrito en letras del alfabeto griego, una dirección que consiguió descifrar: Rue Babin o Vavin, 25, 5. izda. París.

Cerró los ojos y soltó el aire que había estado reteniendo sin darse cuenta. ¡Menos mal que sólo era París! A lo largo de la tarde, en los momentos en los que había conseguido pensar algo, había temido seriamente tener que irse lejos de Europa, tomar un vuelo intercontinental, ir a un lugar donde la lengua le resultara por completo desconocida. Pero París era aceptable, civilizado, una ciudad en la que había estado varias veces con sus padres, que conocía relativamente bien, cuya lengua había estudiado de los diez a los catorce años. Ir a París era un regalo, un lujo, incluso de ese modo: sola, asustada, sin saber a qué iba ni de qué estaba huyendo.

Por un momento estuvo a punto de abrir la caja que le había dado el hombre misterioso, pero prefirió dejarlo para más tarde, cuando estuviera en algún lugar más cómodo y privado. Ahora que ya sabía adónde tenía que ir, se sentía mejor y podía esperar con más calma.

Salió de la cabina y empezó a hacer planes a toda velocidad mientras se lavaba las manos. Podía llamar al aeropuerto, ver si salía un avión hacia París y llegar de inmediato, pero los billetes de avión son nominales, tendría que enseñar un documento de identidad y su movimiento quedaría registrado. Otra información que debía a su madre, la gran Bianca Wassermann, amada por todos los directores de cine y televisión por su sutil pensamiento criminal. Mejor tren o autobús, y estando en la estación de ferrocarril, la cosa estaba clara. Primero un tren a una gran ciudad, donde hay cientos de caminos que se bifurcan. Luego, desde ahí, si no la había seguido nadie, tomaría un tren nocturno a París. Si tenía dudas, iría primero a otra gran ciudad y allí trataría de desaparecer de nuevo.

Una vez en Munich se caló el gorro hasta las cejas, recogiendo dentro toda la melena, se envolvió en la bufanda y empezó a toser a intervalos irregulares para que a nadie le extrañara que una chica tan resfriada procurara taparse bien; y segura ya de que nadie la había seguido, fue a la ventanilla en lugar de sacar el billete en la máquina y compró un compartimento individual de coche cama por primera vez en su vida. A pesar de que temía llamar la atención, el empleado que se lo vendió no pareció pensar que fuera nada extraño que una chica joven quisiera viajar sola, aunque fuera más caro. Se limitó a informarla de que las posibilidades eran: litera en un compartimento de seis personas, litera en uno de cuatro, cama en uno de tres sólo para mujeres, o compartimento individual, con desayuno. Pagó al contado y se alejó de la ventanilla sin dejar de toser hasta que se subió en el vagón donde estaba su cabina. Faltaban aún veinticinco minutos hasta la salida del tren, de modo que el encargado del coche cama aún no estaba por allí. Encontró su cubículo, cerró con pestillo, bajó la persiana y, antes de que nadie pudiera interrumpirla, hizo lo que llevaba todo el día deseando hacer: abrir la caja misteriosa, la que el doctor Kürsinger, o quien fuera aquel hombre, le había prohibido abrir en su presencia.

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