Hijos del clan rojo (13 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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—Cuando has abierto la puerta he pensado que eras la chica más guapa que he visto en mi vida y que me gustaría que fueras Lena, pero no me podía creer que fuera a tener tanta suerte. ¡Y ha resultado que sí! ¿Estás muy decepcionada conmigo?

Lena sonrió, negó con la cabeza y volvió a sonreír.

Cuando Dani la besó en la puerta de su casa, cinco horas después, aún seguía sonriendo y, por primera vez desde hacía meses, se durmió sin pensar ni un solo momento en Clara.

Volders (Innsbruck. Austria)

Clara miraba sin ver el paisaje nevado que se extendía alrededor del instituto mientras el profesor de religión hablaba de distintas concepciones del cielo y el infierno a lo largo de los siglos con la voz monótona que lo caracterizaba y que hacía que, poco a poco, toda la clase fuera cayendo en una especie de trance que el calor reinante en el aula hacía más profundo. Los copos que caían mansos detrás de los cristales producían una sensación hipnótica y se hubiera podido oír el ruido de una pelusa al rodar por el suelo, ya que la mayor parte de los alumnos estaban casi dormidos.

Ella no estaba dormida; estaba sencillamente perpleja, obnubilada y, mucho peor, bajo la perplejidad, estaba aterrorizada. Tanto que no sabía qué hacer, qué pensar, cómo manejar aquella horrible situación. Tendría que hablar con Lena y pedirle ayuda. No tenía a nadie más. Era lo único que podía hacer. Pero resultaba difícil porque Lena estaba seriamente ofendida con ella desde el fin de semana de Roma y, aunque seguían haciendo muchas cosas juntas —tampoco podían evitarlo realmente, ya que iban a la misma clase—, algo se había roto en su amistad.

Clara estaba convencida de que se trataba simplemente de celos, de pura envidia, porque ella había encontrado al hombre de su vida tan pronto y era más de lo que cualquier chica pudiera desear, mientras que Lena seguía sola, cada vez tenía peor carácter y además estaba desarrollando una paranoia increíble con Dominic.

Al volver de Roma le había contado una especie de alucinación que había tenido en un autobús cuando volvía de hacer deporte y, a pesar de que ella se había asustado un poco de las coincidencias entre la alucinación de su amiga y su propia pesadilla en el restaurante de Campo de’ Fiori, no le había dicho lo que ella misma había soñado porque eso habría sido casi darle la razón.

Clara había acusado a Lena de estar volviéndose obsesiva y de querer contagiarle su locura para que abandonara a Dominic y habían acabado peleándose de verdad y rompiendo el contacto durante varios días. Ahora habían vuelto a hablarse, pero no era como antes. Ya no se reían juntas, ya no comentaban nada personal y Lena constantemente ponía excusas para no quedar con ella, además de que se las arreglaba para que nunca estuvieran las dos solas en ninguna parte.

Pero habían sido tan buenas amigas que Clara estaba segura de que la ayudaría si se lo pedía. Sólo que no sabía cómo hacerlo.

Sonó el timbre del fin de las clases y todos los alumnos sacudieron la cabeza tratando de ahuyentar así la modorra que les había producido el profesor. Poco a poco empezaron a recoger sus cosas, a levantarse, a estirar los brazos y las piernas, a probar si los músculos de su cara eran aún capaces de articular una sonrisa.

Cuando Clara estaba a punto de acercarse a Lena, que ya se había colgado la mochila al hombro, Lenny la cogió del codo y no tuvo más remedio que volverse.

—¿Qué haces esta tarde, Clara? ¿Te apetece que salgamos a tomar un café? ¿O al cine?

Por un segundo lo miró con incredulidad, sin acabar de reaccionar. ¿Cómo se le ocurría tratar de ligar con ella cuando todo el colegio sabía que estaba saliendo con Dominic? Pero a lo mejor lo había entendido mal y lo que quería era hablar sobre algún problema o bien quería usarla para acercarse a Lena. Y a su amiga le vendría muy bien que alguien —especialmente Lenny— se interesara por ella. Estaba claro que el chico aquel le gustaba.

—¿Por qué? —le preguntó mientras salían de la clase y bajaban la escalera—. ¿Tienes problemas? ¿Quieres hablar de Lena?

Él se quedó parado en medio de la escalera, de pura perplejidad. Los que bajaban detrás chocaron contra ellos y siguieron adelante llamándolos de todo.

—¿Por qué iba a querer hablar de Lena?

—No sé. Creía que te gustaba.

—Pues no. Vamos, me cae bien, claro, pero no como tú piensas. A mí quien me interesa eres tú.

Clara sintió que le iba a dar la risa histérica de un momento a otro y empezó a toser tratando de disimularlo. Cuando por fin pudo dominarse, habían llegado a la planta baja, a la zona de taquillas donde esperaban las botas de nieve para salir al exterior.

—Tengo novio, Lenny —le dijo con paciencia, como si le hablara a un niño.

—El novio molesta, pero no impide —dijo él, con un guiño—. Viejo proverbio español.

—Éste sí que impide. Es el hombre de mi vida, ¿sabes? Y además… —Se dio cuenta de que estaba a punto de decir algo de lo que se arrepentiría en seguida y cerró la boca.

—Además, ¿qué?

Como no sabía cómo continuar, dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

—A Lena le gustas. ¿Por qué no lo intentas con ella? Haríais buena pareja.

—Lena es demasiado dura para mi gusto. No tiene dulzura, no es como debe ser una mujer. Lo sabe todo, lo hace todo bien, no necesita a nadie, es perfectamente racional. Yo creo que ni siquiera ha llorado en su vida.

—No la conoces, Lenny. Dale una oportunidad.

—¿Por qué no me la das tú a mí?

Estuvo a punto de decirle: «Porque Dominic es cien veces mejor que tú, y lo quiero y me quiere, y es un hombre. Tú no eres más que un crío cabezota y de ésos ya he tenido. Conseguí sobrevivir a David, que era un imbécil egoísta e infantil, y no me metería en otra cosa así aunque me gustaras». Pero se calló, agachó la cabeza y empezó a abrocharse las botas con lentitud, esperando que comprendiera y se marchara.

En ese momento apareció Lena desde la fila de armarios de detrás. Estaba pálida y tensa y era evidente que lo había oído todo. Lenny cambió su peso de un pie a otro, se mordió los labios y, con un gesto de despedida esbozado a medias les dio la espalda y se dirigió hacia la salida.

—¡Qué hijo de puta! —dijo Clara.

Lena se dejó caer en el banco de madera, junto a su amiga.

—Sí. Como todos.

—No todos, Lena.

—No, claro, Dominic no. Él es un ángel.

—No empecemos.

—Tienes razón, perdona. Es que duele oír esas cosas, ¿sabes?

—No tiene ni idea de cómo eres.

—Ya.

—Además, es imbécil, porque si de verdad quería conquistarme… imagínate… ha venido a decir que yo le gusto porque soy tonta, débil, lloricona y dependiente. Lo contrario de lo que tú eres, según él. Tú no le gustas porque eres mejor que él; yo le gusto porque estoy por debajo. —Parecía que, a medida que hablaba, se iba dando cuenta de lo que había dicho Lenny unos minutos atrás—. ¡Será gilipollas! —acabó, furiosa.

Lena se echó a reír y se abrazaron con fuerza durante un par de minutos.

Aprovechando que tenía la cabeza metida en el cuello de Lena y que no tenía que mirarla a la cara, Clara dijo muy bajito.

—Estoy embarazada, Lena. No sé qué hacer.

Durante un momento no pasó nada. Siguieron abrazadas en silencio. Luego, segundo a segundo, el cuerpo de Lena empezó a tensarse, a endurecerse, se separó del de Clara y, con los brazos extendidos agarrándole los hombros, la miró a la cara.

—¿Tú eres imbécil?

De alguna extraña manera, Clara agradeció infinitamente que no le hubiera preguntado si estaba segura, que era lo que habría hecho cualquier otro en las mismas circunstancias.

—No me digas que te has acostado con un tipo al que conoces desde hace dos meses sin usar preservativo. —Lena sonaba realmente escandalizada—. No puedes ser tan tonta.

—¡Claro que hemos usado preservativo! —se defendió ella, aunque la verdad era que no recordaba mucho a partir del momento en que había tomado aquella maravillosa bolita roja que le había dado Dominic—. Pero algo ha debido de salir mal.

—¿No estabas tomando la píldora?

—Sí, pero cuando me juré a mí misma no volver a pensar en David y, sobre todo, no volverme a acostar con él, pasara lo que pasase, dejé las píldoras para que mi cuerpo descansara un poco y para convencerme a mí misma de que esta vez iba en serio. Y como no pensaba salir con nadie más en una buena temporada…

—Vale, vale. No hay que darle más vueltas. Hay que ver qué hacemos.

Clara se sintió débil de felicidad: Lena había dicho «hacemos». Podía contar con ella y, contando con Lena, todo tendría solución.

—¿Lo sabe tu madre?

—¡No!

—¿Y Dominic?

—Tampoco. Tú eres la única.

Una leve sonrisa se insinuó en los labios de Lena, a pesar de la profunda arruga que marcaba su entrecejo.

—¿Quieres tenerlo? Piénsalo bien, porque ésa es la pregunta del millón. De eso depende todo lo demás.

Clara se quedó quieta, mordiéndose los labios, mirando a la pared de enfrente en la que no había nada que ver.

—La verdad es que sí, Lena. Es un hijo suyo, ¿comprendes?

—No. No comprendo. —Su voz sonaba contenida, pero furiosa—. Estás en el último curso del instituto. Si ahora empiezas con embarazos y partos y lactancias, ni siquiera podrás terminar, ni hacer la Matura, ni trabajar en un hotel en verano como querías, ni ir a la universidad el curso que viene, ni podrás hacer nada durante un montón de tiempo. Te quedarás sola, descolgada de tu ambiente, de los amigos; no podrás salir, ni moverte, ni decidir qué vas a hacer con tu vida. ¿Es eso lo que quieres?

—Yo lo que quiero es que él me quiera y quiera al bebé; criarlo juntos.

—Y boda por la iglesia con traje de novia blanco con velo, y vestiditos premamá de color de rosa y salir de compras con la madre y la suegra para ir haciendo la canastilla del bebé… como una idiota de los años cincuenta.

—No seas cruel conmigo, Lena. ¿Qué tiene de malo hacerse ilusiones?

—Que siempre llega alguien y te las destroza. Las únicas ilusiones que uno puede hacerse son las que sólo dependen de uno mismo.

Clara pensó que su amiga, para tener poco más de dieciocho años, era ya una persona muy amarga.

Lena se puso en pie en la sala desierta, entre las taquillas metálicas, estiró los brazos hacia el techo, movió el cuello en todas direcciones y se cerró la cremallera del anorak.

—¡Vámonos! Necesito que me dé el aire. Aquí no se puede ni pensar.

—Y ¿qué vamos a hacer, Lena? —Los ojos de Clara estaban llenos de lágrimas.

—¿Vamos? ¡Vais! Ahora, por lo que me has dicho, todo depende de Dominic, para variar. De lo que él quiera, de cómo vea él las cosas, de lo que esté dispuesto a dar. Yo ni entro ni salgo.

—Entonces, ¿se lo digo?

—No se me ocurre otra forma de que se entere. —La ironía era evidente, pero Clara no la notó.

—¿Y si me dice que no lo quiere, que no me quiere?

—Lo pensaremos cuando suceda.

Lena caminaba a largas zancadas, como si tuviera una prisa inmensa por salir de los terrenos del colegio.

—¿Y cómo lo hago? ¿Qué le digo? ¿Lo llamo? ¿Le escribo?

—¡Clara, por tu padre! ¡Te daría de bofetadas ahora mismo! Llámalo, dile que quieres hablar con él de algo urgente y que mueva el culo y venga a verte.

—¿Y si no le va bien venir?

A Lena le habría encantado tener ya el carnet de conducir para poder meterse en el coche en ese mismo instante, dar un solemne portazo y salir corriendo, dejando atrás a Clara con sus lloriqueos y sus melindres, con su estúpida manera de pensar que cualquier imbécil era más importante que ella misma y sus problemas.

Ni siquiera había tenido ocasión de hablarle de Dani, pero estaba segura de que en esos momentos a Clara le daría bastante igual que su amiga saliera o no con alguien.

Por suerte, el autobús acababa de llegar y aún quedaban asientos libres, porque la mayor parte de los alumnos se habían marchado en el anterior.

—Llámalo, Clara. Que entienda que es algo importante y que corre prisa. Si te da largas o si no viene, o si cambias de opinión, me llamas y ya se nos ocurrirá algo.

Como había demasiados oídos alrededor, guardaron silencio. Luego Clara sacó los auriculares, le ofreció uno a Lena y llegaron a la ciudad compartiendo música, cogidas de la mano, como en otros tiempos.

Innsbruck (Austria)

Daniel y Lena caminaban cogidos de la mano hacia la casa de ella después de haber estado bailando hasta tarde. Era la cuarta vez que salían y acababan de decidir que ese día pasarían la noche juntos.

Aún les zumbaban un poco los oídos de la discoteca, así que, en vez de hablar, se limitaban a mirarse de vez en cuando, sonreírse, y seguir caminando sobre la nieve recién caída que iban aplastando con las botas y crujía a cada paso que daban. El frío era soportable, casi bienvenido después del calor que habían pasado bailando. Eran las tres de la madrugada y la ciudad estaba tranquila, envuelta en ese silencio especial que trae la nieve, como si fuera una maqueta diminuta encerrada en un pisapapeles de cristal.

Lena abrió la verja y cruzaron el silencio el pequeño jardín. Una vez en casa, ella echó el cerrojo y encendió las luces del pasillo y la sala de estar.

—¡Bienvenido a casa Wassermann, señor Solstein!

—¿No hay nadie? —preguntó él.

—No. Mi padre está de viaje. —Ya le había contado algo de la rabia que sentía por ese enamoramiento repentino de su padre, pero no quería darle demasiados detalles por el momento, y tampoco quería que nada desagradable interfiriera en su noche especial—. Tenemos la casa para nosotros solos —terminó, sonriendo con picardía.

Le enseñó un poco el piso para que se orientara: cocina, sala de estar-biblioteca-estudio, que era la habitación más grande de la casa, baño, una puerta cerrada —el dormitorio de sus padres, dijo— y luego, agarrándolo de la mano, lo hizo entrar en su habitación y cerró la puerta.

Daniel se quitó la mochila y se quedó parado allí mismo, en la entrada, echando una mirada circular, mientras ella iba encendiendo unas cuantas velas y ponía una música suave. El color dominante era el blanco, aunque había bastantes cosas negras y algunos acentos de colores intensos.

—Parece que te gusta el blanco —comentó.

—Herencia de mi madre. Era su color favorito y me acostumbré desde pequeña. Tiene la ventaja de que puedes combinarlo con todo.

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