Hijos del clan rojo (14 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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Apagó la luz de la habitación y conectó un proyector astronómico que su padre le había regalado por su último cumpleaños, el primero que habían pasado solos. Inmediatamente, el techo se cubrió de estrellas, como si estuvieran al aire libre.

—¡Qué preciosidad! —dijo él, admirado.

Lena se tumbó en la cama.

—Anda, ven.

—¿Estás segura? Quiero decir, que si prefieres que esperemos más… lo que tú quieras.

—Ven.

Dani se acuclilló junto a su mochila y un instante después estaba sentado en el borde de la cama, al lado de Lena, y le ofrecía una rosa.

—No sé si habrá sobrevivido al viaje en la mochila, pero…

Antes de que pudiera acabar la frase, se estaban besando, primero con dulzura, luego cada vez con más urgencia. Ella le pasaba las manos por la cabeza, por el pelo cortísimo de soldado, mientras él le acariciaba el pecho, el vientre, la espalda, por debajo de la ropa que empezaba ya a resultar molesta.

No era la primera vez para ninguno de los dos, pero ambos coincidían en que su primera experiencia había sido excitante sobre todo por eso, por ser la primera, porque todo era nuevo y desconocido. Ahora era otra cosa. Los dos sentían que había una calidad diferente en su abrazo, una madurez que había estado ausente en otras relaciones, un deseo de compartir muy diferente del egoísmo que había guiado los primeros contactos. Él ahora quería, sobre todo, que a ella le gustara, que fuera feliz, que quisiera repetirlo y quedarse con él. Ella, en lugar de pensar más que nada en hacerlo bien, en que él quedara satisfecho, lo que quería era sentir y hacerle sentir que los dos juntos podían ser mucho más que separados.

Se interrumpieron el tiempo justo para que él pudiera darle a elegir con una sonrisa.

—No tengo ninguno blanco —dijo.

—Es igual. Dentro de un momento voy a cerrar los ojos otra vez.

—¿Crees que te dolerá? —preguntó él, preocupado.

—Supongo que un poco. Hace mucho de la última vez.

—¿Mucho? ¿Me has mentido con la edad y tienes más de veinte años?

—Meses… listo, muchos meses… eso basta para que vuelva a doler —dijo ella atacándolo con la almohada.

Tiempo después, cuando se relajaron el uno junto a la otra, Lena pensó que la mayor parte de las cosas que una leía en las revistas femeninas y veía en las películas no era verdad. La realidad era menos exagerada y mucho más bonita, y mucho más natural, y dolía más, y una podía también reírse y pasarlo bien. Y, sobre todo, pensó que empezar a enamorarse era una sensación estupenda.

Daniel la abrazó fuerte y le susurró algo que podría haber sido un «te quiero», pero tan bajito que no estaba segura, y prefirió no preguntarle para que no tuviera que repetirlo y también, hasta cierto punto, para no saberlo. Luego él le acomodó la cabeza en el hueco de su hombro para poder dormirse juntos, abrazados. Y Lena, por primera vez desde que había perdido a su madre, se sintió protegida y feliz en su cama, después de tantas noches de angustia y soledad.

Antes de hundirse definitivamente en el sueño, le pareció ver los ojos de Lenny ocultando durante unos segundos los ojos de Dani y todo su cuerpo dio un salto, pero él la abrazó más fuerte, volvió a susurrarle, casi dormido: «Tranquila, mi amor, no pasa nada, estoy contigo», y Lena se dejó llevar por la seguridad de su piel, se relajó y unos segundos después se había quedado dormida.

PORG Volders. Innsbruck (Austria)

El lunes, al llegar a clase, Lena se encontró con Clara, que la esperaba en la puerta del instituto, saltando de impaciencia.

—¡Vámonos antes de que nos vea todo el mundo!

—¿Adónde?

—Al café de Herbert, o a donde sea. Tengo mucho que contarte.

Echaron a andar colina abajo y, a mitad de la cuesta, se encontraron con Andy y Lenny, que subían a clase.

—¿Vais a tomar café? —preguntó Andy—. Nos apuntamos.

Ya se habían dado la vuelta para bajar con ellas cuando Clara le puso la mano en el pecho a su amigo.

—No, Andy. Lo siento pero no. Lena y yo tenemos que hablar.

—Es que éste quería pedirle perdón a Lena por la metedura de pata del otro día.

Lenny se miraba las punteras de las zapatillas, como si la cosa no fuera con él, mientras Andy hablaba con las chicas.

—No es necesario que me pida perdón por nada. —Lena hablaba como si Lenny no estuviera presente—. Sólo dijo lo que pensaba de mí y tiene perfecto derecho a pensar lo que quiera. Se lo dices cuando lo veas —terminó, y echó a andar cuesta abajo dejando plantados a los chicos en mitad del camino. Clara tuvo que correr unos pasos para alcanzarla.

—¡Será gallina! —explotó Lena en cuanto Clara estuvo a su lado—. Si algo me da asco es un hombre cobarde.

—¿Y una mujer no?

—También, pero menos. Y ya sé que no es políticamente correcto y esas zarandajas, pero yo he pensado toda la vida que los hombres tienen que ser valientes y estar dispuestos a defenderte si hace falta.

—Tendrías que haber nacido el siglo pasado —dijo Clara, riéndose—. Aunque la verdad es que yo pienso lo mismo. ¿Te acuerdas del imbécil de David con aquello de que «no me veo capaz de llevar una relación estable», «somos demasiado jóvenes», «es mucha responsabilidad»?

—No hablemos de David, que me hierve la sangre. ¡Gallina! ¡Mocoso! ¡Gilipollas! —Clara la había oído despotricar de David en muchas ocasiones, pero esta vez tenía la sensación de que aquellos insultos iban más bien dedicados a Lenny, que seguramente le había hecho más daño con sus comentarios de lo que ella quería confesar—. Pero hablando de responsabilidad… ¿se lo has dicho ya a Dominic?

Acababan de entrar en el café. Clara se bajó la cremallera del anorak y, aún con la cabeza baja, levantó la mirada hacia su amiga y sonrió mientras asentía.

—¿Y?

Clara cogió a Lena de la mano.

—Nos vamos a casar.

Lena sintió como una descarga eléctrica, como si hubiera tocado un cable de alta tensión y un fuerte calambre estuviera recorriendo dolorosamente todos los nervios de su cuerpo. Se le aflojaron las piernas y cayó sobre el banco de madera como una marioneta con las cuerdas cortadas.

—¡No! —exclamó con voz ahogada, sin saber por qué—. ¡No, Clara, no!

—¿Se puede saber qué te pasa? Te cuento lo mejor que me ha pasado en la vida y reaccionas así. No te entiendo, Lena, de verdad.

Ella sacudió la cabeza, sintiéndose impotente para explicar lo que le estaba sucediendo.

—Yo tampoco me entiendo, Clara. Yo tampoco sé lo que me pasa, pero no lo puedo evitar. Ese tipo me da miedo. Te está cambiando, te está convirtiendo en otra cosa.

—Pues claro que me está cambiando. Voy a tener un hijo suyo.

—Ya. ¿Para cuándo?

—Julio, si todo va bien.

—¿Y la boda?

—Ahora mismo. Antes de Navidad.

—¿Aquí o en Roma?

—¿En Roma?

—Allí es donde está su familia, ¿no?

—Él tiene familia en todo el mundo. Son muy viajeros. No, ni aquí ni allí —dijo, contestando a su pregunta y sonriendo sin poderlo evitar—. Le gustaría que nos casáramos en Dubai, en uno de los hoteles que acaban de inaugurar en uno de los rascacielos más altos y modernos.

Lena no podía dejar de hacer preguntas, negándose a reaccionar a las respuestas por temor a ponerse realmente furiosa.

—¿Se lo has dicho ya a tu madre?

—Sí. Al principio no le hizo mucha gracia, pero ahora está encantada con la idea.

—No me extraña.

—¿Qué quieres decir? —Clara frunció los ojos y entre las cejas apareció una profunda arruga—.¿Por qué has dicho eso, Lena?

—Por nada. Olvídalo.

—Quiero que me lo digas. Que me digas lo que estás pensando.

—Sabes muy bien lo que estoy pensando —dijo Lena, sacando de golpe toda la rabia contenida—. Que lleva más de un año sin hacerte caso, teniéndose lástima a sí misma por el abandono de tu padre, que está encantada de pasarle a otro la patata caliente y que Dominic se ocupe de ti, y que como es rico y además es prácticamente su jefe, se le arregla el futuro.

—¡Cállate, Lena!

—Tú querías saberlo.

—Ahora comprendo lo que dice Dominic: que no me fíe de ti, que no te cuente nada. Tiene razón.

Clara se levantó, furiosa, recogió sus cosas, dejó unas monedas sobre la mesa y se marchó sin probar el té que había pedido. Lena se quedó en la mesa, mirando la espuma de su
latte
como si en ella pudiera ver lo que le deparaba el destino, rechazando la idea de que los agujeritos que se iban formando en la espuma que se disolvía poco a poco fueran una imagen de su futuro.

Dani había vuelto a Viena, al servicio militar, y aunque le gustaba mucho, se reía con él y era un buen chico, además de ser estupendo en la cama, no sabía si estaba realmente enamorada de él, enamorada para siempre.

De quien sí habría podido enamorarse, o al menos eso creía a veces, era de Lenny, porque siempre sentía como un golpe en el estómago al verlo, una atracción irracional e incomprensible, pero Lenny era un cobarde que no se atrevería a hablarle nunca más.

Aunque tenía muchos compañeros que la apreciaban, no tenía auténticos amigos. Andy era buen chaval, pero más bien corto, y Clara, que había sido su única amiga de verdad, la odiaba y ni siquiera querría invitarla a su boda después de aquella conversación.

Y su madre llevaba más de un año muerta.

Sin casi darse cuenta, las lágrimas empezaron a escurrírsele por las mejillas. Caían en la espuma del vaso y formaban cráteres profundos, marcando la superficie con un dibujo irregular.

Le habría gustado entregarse a su fantasía favorita: que ella era realmente una extraterrestre que se había quedado en la tierra por accidente y había perdido la memoria y que un día los suyos irían a buscarla y se la llevarían a su planeta, donde todo el mundo era como ella, la entenderían y la querrían. Pero sabía que esas tonterías no ayudaban a superar los problemas reales. Lo real era que se había quedado sin madre y se acababa de quedar sin amiga, y que con su padre no podía contar para cosas que a él no le parecían de verdad importantes.

Y había otra cosa que también era real, aunque nadie quisiera reconocerlo: Dominic era peligroso. Muy peligroso. Pero nunca conseguiría convencer a Clara. Se daría cuenta cuando fuera demasiado tarde. Ella había hecho todo lo posible por ayudarla, pero su amiga la había rechazado. Tendría que olvidarla y concentrarse en su propia vida, en recoger los pedazos de lo que había sido una vida feliz, pegarlos y seguir adelante, aunque las fisuras estuvieran siempre ahí para recordarle que algo se había roto definitivamente. Se sentía muy capaz de hacerlo. Sería doloroso, pero lo haría.

En algo sí que tenía Lenny toda la razón: ella era una mujer muy dura. Mucho.

Innsbruck (Austria)

Clara estaba tumbada en su cama, a media tarde, porque se sentía realmente cansada aunque no hubiera hecho gran cosa en todo el día. Pero la pelea con Lena la había dejado agotada y el embarazo no le estaba sentando nada bien: por la mañana tenía mareos y náuseas, y por las noches apenas conseguía dormir. El corazón se le disparaba sin ningún motivo y tenía que sentarse en la cama apretándose el pecho con la sensación de que se ahogaría si no se relajaba.

Por suerte, uno de los tíos favoritos de Dominic, el doctor Kaltenbrunn, era un gran ginecólogo suizo y acudiría a visitarla el sábado, para asegurarse de que todo estaba bien.

Cerró los ojos concentrándose en lo que había querido contarle a Lena: el recuerdo de la noche del viernes.

Él la había recogido en casa y, sin dejarla hablar de nada importante, habían subido a Seefeld, la estación de esquí cercana a Innsbruck que, con los adornos de Navidad en las calles, parecía el escenario de un cuento de hadas invernal. Todo estaba cubierto de nieve recién caída, blanca e impoluta; las calles brillaban envueltas en sus adornos rojos y dorados, los abetos oscuros destellaban enjoyados de velitas de plata, la luna navegaba en el cielo sobre unas nubes blancas transparentes como velos de novia.

Dominic aparcó en una calle solitaria desde la que se veía parte de la pequeña ciudad iluminada como para una fiesta, y sus luces titilaban en el aire helado de la noche. Cortó el contacto y apagó las luces del coche. Suspiró profundamente, mirando fijo al frente, sin apartar las manos del volante.

—Ahora podemos hablar, Clara. Tu mensaje decía que tenías algo importante que decirme. ¿Vas a dejarme? —preguntó sin mirarla. Su voz expresaba un profundo dolor.

Clara se quedó pasmada. ¿Cómo podía pensar que ella…? Se volvió hacia él y con las dos manos le cogió la cara para que la mirara a los ojos.

—No, mi amor, no. ¿Cómo iba a dejarte, si te quiero con toda mi alma?

—¿Lo dices en serio, Clara? ¿Me sigues queriendo?

Él la abrazó tan fuerte que casi le hacía daño.

—Entonces, ¿de qué querías hablar? ¿Cuál es el problema?

—Estoy embarazada —dijo bajando la vista, temiendo su reacción.

Por un momento la apretó tan fuerte que había pensado que la iba a estrujar como un oso, rompiéndole todos los huesos. Luego Dominic hizo una inspiración profunda, la apartó suavemente y la miró a los ojos en la oscuridad del coche mientras ella temblaba de miedo, pendiente de su reacción y de su respuesta.

Él le acarició la mejilla con infinita delicadeza.

—Gracias, Clara —le dijo, empezando a sonreír—. Me has dado lo mejor que puede dar una mujer.

—¿Te alegras? —preguntó ella en voz tan baja y sorprendida que él soltó una carcajada.

—¡Pues claro que me alegro, tonta! No soy ningún niño ya, tengo un buen trabajo y una situación económica que cualquiera definiría como sólida, te tengo a ti (al menos eso espero) y pronto tendré también un hijo o una hija. ¿Qué más se puede pedir? ¡Ven! Tengo una idea.

Salieron del coche y caminaron estrechamente abrazados hasta un hotel que brillaba como un faro, atravesaron un jardín decorado con estatuas de hielo que representaban hadas y duendes y, al entrar, él la instaló en un sillón pidiéndole que esperara un momento.

Clara supuso que iba a pedir una habitación para celebrar la noticia y cerró los ojos de pura felicidad. Quería al bebé. La quería a ella. Ahora subirían a la mejor suite del hotel y harían el amor durante horas, como aquella noche en Roma.

Eso era lo único que de vez en cuando la angustiaba un poco: que desde aquél sábado de la Domus Iulia en Roma, precisamente la noche en que se había quedado embarazada, no habían vuelto a hacer el amor. Unas veces porque él estaba agotado y sólo quería dormir a su lado y abrazarla; otras porque él estaba demasiado preocupado por algún asunto de negocios y prefería dejarla en casa y marcharse a dormir a un hotel. Otras, en fin, porque él no empezaba y ella no se atrevía a decirle que le gustaría.

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