Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
Miró a Clara, que se mordía los labios, con los ojos perdidos en el paisaje, y estuvo a punto de darle con algo pesado en la cabeza para que entrara en razón o al menos para que tuvieran que llevarla a la clínica a darle un par de puntos y perdiera el avión.
No se explicaba que Brigitte, su madre, que siempre había sido una mujer con los pies en el suelo, le hubiera dado permiso. Pero desde que Hans las había abandonado sin la menor explicación, Brigitte había cambiado mucho y sólo ahora daba la sensación de que estaba empezando a salir del agujero negro en el que había caído, aunque a base de trabajar, de perderse en sus obligaciones, responsabilidades y viajes, prácticamente olvidando a su hija. «Clara ya es casi adulta, como tú, Lena —le había dicho la tarde antes, cuando había ido a hablar con ella, aprovechando que su amiga tenía ensayo de baile para el proyecto de primavera—. Al principio a mí también me pareció que no debía aceptar la invitación de Dominic, pero luego, cuando la vi tan enamorada… Y tú sabes lo mal que lo ha pasado, que lo hemos pasado las tres con el asunto de David. Sólo de verla contenta, ilusionada con este chico, que además parece muy buen muchacho, ya estoy tranquila. Y… bueno, es sólo de viernes a domingo, mientras yo estoy en un seminario en Linz.»
Había tratado de insinuarle que tenía una mala sensación con lo del viaje, pero no se sentía capaz de decirle que era una premonición, porque no habría sido verdad; no era exactamente una premonición, ya que en ese caso, por lo que había leído, uno sabe lo que va a suceder, o ve imágenes, como fotos fijas, en las que aparece un accidente o un asesinato o una explosión. Era todo tan vago que no se atrevía a decirlo: una especie de temblor interno, de corriente eléctrica de baja intensidad, algo como si, al ver a Dominic, se encendieran unas luces de alarma a su alrededor y un pitido que iba subiendo de intensidad, cada vez más rápido; un pitido que significaba: «Aléjate, aléjate, aléjate».
Al final de la conversación, muy discretamente, Brigitte había insinuado que podía tratarse de que Lena se sentía sola ahora que Clara había encontrado a Dominic, que quizá le tuviera un poco de envidia y que todo se arreglaría en cuanto ella también se enamorara.
Se sintió de repente tan furiosa por la estúpida insinuación que a ella misma le sorprendió. Por un instante tuvo la clara visión del filo de su mano golpeando la cara de Brigitte una y otra vez hasta hacerla sangrar, hasta que cayera de rodillas al suelo tapándose el rostro con las manos mientras ella seguía golpeando, oyendo sus gemidos. Disfrutando al oírlos.
Un segundo después, la imagen se había disuelto, pero había quedado dentro de ella un poso amargo. Había descubierto en su interior una violencia que nunca había estado allí y que la confundía, porque no lograba entender de dónde había salido. Siempre había sido una chica pacífica y, si llevaba años practicando primero kárate y luego aikido, era sólo porque sus padres habían pensado que era una forma de matar dos pájaros de un tiro: ayudarla a sacar la enorme energía que le sobraba —había sido una niña hiperactiva— y estar seguros de que en caso de necesidad sabría defenderse. Lo primero lo había conseguido con el kárate, lo segundo con el aikido, que era el único deporte que practicaba ya.
Sonó el timbre anunciando el fin de las clases y Clara se puso en pie como un muñeco de resorte.
—¡Ey, espera!
—Vamos, rápido. Dominic estará ya esperándome y aún tengo que ponerme los zapatos y pintarme un poco.
Salieron galopando por el pasillo, bajaron la escalera de dos en dos, se quitaron las zapatillas obligatorias para estar en el instituto, se pusieron los zapatos y se metieron en el baño. Clara sacó un pequeño neceser y empezó a repasarse la raya del ojo mientras Lena, apoyada en el lavabo contiguo, la miraba hacer con una sensación de impotencia que la ahogaba.
—No te pases de negro. Es mediodía y no vas a un baile.
Clara sonrió y siguió repasándose la raya.
—Oye, escucha, Clara. —Lena tragó saliva, tratando de librarse de lo que le apretaba la garganta—. No sé por qué, pero tengo mucho miedo. No vayas, por favor. No puedo explicarlo, pero creo que te va a pasar algo malo. —Había estado a punto de decir «algo espantoso», pero no se atrevió—. Por favor, Clara, hazlo por mí. No vayas.
—Venga, venga, gallina —dijo mirándola rápidamente a través del espejo mientras se daba un poco más de rímel—. Lena, la gran mente analítica y racional, hablándome de miedos extraños. ¡Si el domingo por la noche ya estaré aquí otra vez!
Algo en la mente de Lena, la misma voz que la había avisado antes, susurró: «Sí. Pero ya no serás la misma».
Cuando se dio cuenta, Clara estaba ya en la puerta, sujetándola para que saliera su amiga.
—Vamos, tortuga. ¿Estoy bien? ¿Tú crees que le gustaré?
Lena la miró con la sensación de que lo hacía por última vez y quizá por eso su imagen se grabó profundamente en su cerebro. En el futuro, siempre que pensara en Clara sería ésa la imagen que acudiría a su mente: botas con un poco de tacón, vaqueros negros, jersey rosa claro sobre una camiseta gris; sus ojos oscuros brillando como estrellas, su cabello de color miel recién lavado, esponjoso como una nube. La pulsera que él le había regalado en la mano derecha.
—Estás preciosa. Ya puede darse con un canto en los dientes de que tú quieras estar con él.
Se abrazaron fuerte unos segundos. De algún modo que no podía comprender, para Lena era una despedida.
—Dominic me ha dicho que en Roma me espera la otra mitad de mi regalo de cumpleaños —comentó Clara, sonriente, jugueteando con la pulsera nueva—. ¿Qué crees tú que puede ser? —le preguntó a Lena.
—Si fuera una persona como yo, ya que te ha regalado una llave, la otra mitad sería algo que esa llave puede abrir. Pero como estamos hablando de un tipo que te ha regalado un cubo de rosas, lo más probable es que la llave sea la que abre su corazón o alguna cursilada de ese estilo. Lo mismo te pide en matrimonio.
—¡Anda ya! —Pero la sonrisa de Clara dejaba bien claro que, si así fuera, no le molestaría lo más mínimo. Dejó la cartera y las zapatillas en el armario, lo cerró, se puso el anorak y, cuando ya estaban casi en la puerta de salida, se volvió otra vez hacia Lena—. Y si me lo pide, ¿qué le digo?
Las dos se echaron a reír como cuando tenían doce años. Salieron al exterior y Dominic, como recién recortado de una revista, estaba esperando de pie junto a su coche.
Todas las chicas que pasaban lo miraban extasiadas y todos los chicos miraban el coche, lo miraban a él y, rápidamente, hacían como si no se hubieran fijado.
—Hasta el lunes, Lena. ¡Deséame suerte!
—¡Suerte, preciosa! ¡Cuídate mucho, por favor! Y mándame un SMS cuando llegues, ¿vale?
La voz de su mente, sobreimpuesta a la sonrisa de Dominic y al abrazo de la pareja susurró: «Ya es tarde para la suerte. Y para cuidarse. Todo está en marcha».
Lena sacudió la cabeza para librarse de la voz, que esta vez no parecía la suya, la que desde siempre le susurraba cosas que aún no habían sucedido, y la ominosa sensación que le había producido. Por encima del hombro de Clara, la mirada del muchacho se clavó en la de ella y durante un segundo tuvo la sensación de que estaba a punto de caer en un pozo profundísimo. En los ojos de Dominic chispeó brevemente algo que ella no consiguió comprender: ¿triunfo?, ¿advertencia?, ¿orgullo?; luego se apagó y, cuando volvió a mirarla antes de sentarse al volante, su mirada era de nuevo inocente. La saludó con la mano y cerró la puerta.
Lena siguió el coche con la vista hasta que se perdió en la carretera y se quedó, indecisa, en medio del camino, sin saber si volver atrás y estudiar un rato en la biblioteca o tomar el autobús para regresar a casa.
—¿Vas a Innsbruck?
La voz masculina la sacudió como si una mano la hubiera zarandeado físicamente.
—¿Qué? Sí, creo que sí.
Era Lenny.
—¿Y Clara?
—Se ha ido ya. Tenía prisa.
—¿Tenéis planes para esta noche o para mañana? Podríamos ir al cine o a tomar algo.
—Yo no tengo nada previsto. Clara no está. Se ha ido a Roma.
Iban bajando el camino a buen paso, para no perder el autobús, que pasaba cada media hora.
—¡Qué suerte! Yo he vivido tres años allí y daría cualquier cosa por volver. Pero de momento estoy sin pasta y la semana que viene tenemos tres exámenes, así que me voy a pasar el fin de semana empollando.
—¿No decías de ir al cine?
—Ni siquiera sé qué echan. Era por salir un rato.
—Pues si hacéis algo, me apunto.
—Vale. Llamaré a Andy y si hay plan, te doy un toque.
Cuando llegó a casa —vacía— fue a su habitación y se tumbó en la cama directamente, sin comer.
Se despertó casi a las siete de la tarde, de noche ya, empapada en sudor y con el estómago contraído de hambre y de nervios.
Había vuelto a tener una pesadilla, uno de esos sueños horripilantes, pegajosos, que parecían realidad y que la habían acompañado a lo largo de toda su vida. Pero normalmente las pesadillas la asaltaban cuando estaba de viaje, la primera o la segunda noche que pasaba en algún lugar desconocido. Había sido así desde siempre, desde sus primeros recuerdos: sus padres y ella se iban de vacaciones a algún lugar y, antes o después, sufría una de esas horribles pesadillas que hacían que su madre tuviera que acostarse a su lado, abrazarla y tranquilizarla hasta que volvía a dormirse. Por eso, de pequeña, viajar le daba miedo.
En casa no le pasaba prácticamente nunca y sin embargo ahora, incluso en su propia cama y precisamente cuando estaba sola, había vuelto a suceder.
El sueño se estaba desdibujando con toda rapidez, pero creía recordar que había soñado que descendía por una inmensa pared de piedra agarrándose precariamente a los salientes de la roca, temiendo caerse y acabar aplastada en el fondo del barranco, por donde corría un estrecho río de lava. Unos enormes pájaros negros volaban a su alrededor dando terribles graznidos. El cielo era negro y rojo, con puntos blancos, de un blanco azulado, como una herida infectada. Le temblaban los brazos y las piernas del esfuerzo, y el sudor de la frente se le metía en los ojos produciéndole un tremendo escozor. Tenía que llegar hasta el fondo del barranco porque abajo estaba Lenny y la necesitaba. Entonces apareció Dominic flotando en el aire junto a ella. Su aspecto era sereno y casi bondadoso. Cuando los brazos ya apenas podían sostenerla, él le tendió la mano. En el mismo momento en que se soltaba de la roca para agarrar la mano de Dominic, oyó la voz de Clara gritando «¡Nooooo!» y se sintió caer como una piedra, hacia la lava que la esperaba al fondo del cañón. Y se despertó sudada y temblorosa, en la oscuridad.
Alargó la mano hacia la mesita de noche. En su móvil no había ningún mensaje nuevo.
A Clara, el vuelo se le pasó en un suspiro. Les sirvieron una copa de cava con un par de canapés, y la visibilidad era tan buena que disfrutó del paisaje como si estuviera volando por encima de un mapa gigante: primero las inmensas moles cubiertas de nieve de las montañas alpinas, luego la gran llanura verde del Po, más adelante la línea de la costa, el mar de un azul profundo salpicado aquí y allá de puntitos blancos que serían barcos de un tamaño respetable y desde arriba eran meros juguetes. Se sentía como si estuviera soñando despierta. Dominic le había pedido permiso para acabar de estudiar un informe que debía estar listo antes del lunes y, cuando ella le echaba una mirada con el rabillo del ojo y lo veía tan serio, tan guapo, haciendo su trabajo antes de poder dedicarle todo el tiempo en Roma, se le encogía el corazón de felicidad y miles de hormigas calientes le corrían por las venas. No podía creerse que aquello le estuviera sucediendo a ella, sobre todo después del año que acababa de pasar; sólo dos meses atrás estaba convencida de que jamás sería feliz, de que no estaba previsto en la línea de su vida el volver a reír, el encontrar a alguien que la quisiera, el que el futuro se abriera frente a ella. Y sin embargo ahora…
Al llegar a Roma se dirigieron al aparcamiento de larga estancia y Dominic le abrió la puerta de un deportivo rojo.
—¿Has alquilado un Ferrari? —preguntó Clara, sin aliento.
Él se echó a reír.
—No. Éste es mi coche en Roma. Estuve a punto de pedir una limusina del hotel, igual que al principio había pensado traerte en el avión de la empresa; pero luego me imaginé lo que diría Lena y no me atreví. No quería arriesgarme a que pensaras que soy un imbécil que no busca más que impresionarte.
—No te preocupes de lo que diga Lena. Yo no pienso así.
—Es tu mejor amiga y, según Eleonora, la opinión de la mejor amiga es crucial en estos asuntos.
—¿Quién es Eleonora?
—Mi hermana. Está deseando conocerte, pero esta vez no podrá ser. Se ha ido a Dubai a pasar un par de días con su novio. Si quieres, podemos visitar a mi tía Flavia y ver si hay alguien más de la familia. Si no tienes ganas de familia, tampoco es problema. A ver, dime, ¿qué quieres ver en Roma?
—El Coliseo —dijo ella sin pensar ni un instante—. Y luego, lo que tú quieras.
Dominic sonrió, puso música, bajó la capota del coche porque la temperatura era realmente cálida y avanzaron por una amplia avenida bordeada de pinos romanos, entre los cuales blanqueaban unas ruinas, a su izquierda.
Cuando Clara estaba a punto de preguntarle qué eran esas ruinas, Dominic señaló frente a ellos:
—Señora, el
Colosseo
está servido.
Efectivamente, justo enfrente de ellos, la avenida desembocaba en el maravilloso Coliseo que tantas veces había visto en las películas. El cielo era de un azul perfecto, sin una sola nube y, a pesar de que estaban a principios de noviembre, la temperatura era de primavera, el sol les calentaba la cara y muchos de los turistas llevaban pantalones cortos y camisetas de algodón.
—¡Qué preciosidad! ¡Qué maravilla!
—Todo para ti —dijo, cogiéndole la mano y besándola.
Clara se echó a reír, extasiada, mientras sus ojos no se apartaban del Coliseo que ahora ya estaban rodeando. Un segundo después echó hacia atrás la cabeza, cerrando fuertemente los ojos para que no se le escaparan las lágrimas que le pinchaban por dentro, respiró hondo y echó una última mirada al Coliseo que ya desaparecía a sus espaldas.
—Estamos llegando.
—¿Vamos a tu casa?