Cada vez que se va la luz por aquí, cada vez que hay una ráfaga de aire frío o se oye un ruido extraño o huele a comida, le echamos la culpa a nuestro fantasma.
Para el Agente Chivatillo, el fantasma es un detective privado asesinado.
Para el Conde de la Calumnia, el fantasma es un antiguo actor infantil olvidado.
Las ramas metálicas del árbol. Todas curvadas, retorcidas e intrincadas como enredaderas bañadas en oro deslustrado. De las cuales cuelgan las «hojas» de cristal del árbol. Que tintinean cuando uno mete la mano entre ellas. El olor a polvo quemado de todos los melocotones «maduros», que todavía emiten un resplandor blanco. Demasiado calientes para tocarlos sin envolverse la mano con tela, con un jirón de falda de terciopelo o de un chaleco de brocado, para protegerse. Los otros melocotones, los «podridos», oscuros y fríos, cubiertos de una capa de polvo y envueltos en hebras blancas de tela de araña. Las hojas de cristal, todas blancas y plateadas y grises al mismo tiempo. Cuando giran, sus bordes todavía centellean un momento, con un destello irisado, antes de volver a ser de ningún color.
Las ramas retorcidas y tan deslustradas que son de color marrón oscuro. De todas ellas cuelga un rastro de cagadas secas de ratón con aspecto de arroz integral.
Balanceando el cuerpo de detrás hacia delante, y conteniendo la respiración, el Casamentero mete la mano dentro del árbol y elige los melocotones. Luego los deja caer, todavía calientes, hacia el lugar donde el Eslabón Perdido los recoge entre dos almohadas de seda. Nuestro héroe de los deportes, el Eslabón Perdido. El señor Beca Deportiva, con su única ceja tan tupida como el vello púbico. El señor Campeón de Fútbol Americano, con un hoyo en la barbilla que hace que esta parezca un par de testículos en un escroto.
Ese simple lanzamiento corto basta para que el melocotón se enfríe y pueda tocarse. La Madre Naturaleza recoge el melocotón de entre las almohadas y lo empaqueta dentro de una sombrerera llena de viejas pelucas que la Señorita Estornudos transporta, envolviéndola con los dos brazos, delante de su cintura.
La Madre Naturaleza tiene dibujos borrosos de henna en el dorso de las manos y recorriéndole cada dedo hasta la punta. Cada vez que gira la cabeza o asiente, la cadena de campanillas que tiene alrededor del cuello tintinea. El pelo le huele a sándalo y pachuli y menta.
La Señorita Estornudos tose. La pobre Señorita Estornudos siempre está tosiendo, con la nariz roja y aplastada contra una mejilla de tanto limpiársela con la manga de la camisa. Con los ojos hinchados, bañados en lágrimas y atiborrados de venas rojas. La Señorita Estornudos tose y tose, con la lengua fuera y con una mano apoyada en cada rodilla, inclinada hacia delante.
A veces el Casamentero agarra las patas de las sillas y las superficies de mármol venoso de las mesillas doradas para evitar que se mueva su escalerilla.
A veces la Condesa Clarividencia se pone de puntillas sosteniendo el mango de una escoba polvorienta y acartonada, por encima de su cabeza, y toca el árbol con la punta de la escoba, girándolo lo justo como para que se puedan alcanzar más melocotones «maduros». Los que siguen estando lo bastante calientes como para derretir cobre. De puntillas, y con los brazos extendidos, se le ve la pulsera de seguridad todavía sellada en torno a la muñeca. El artefacto de rastreo exigido por los términos de su libertad condicional.
Para la Condesa Clarividencia, el fantasma es un anciano anticuario al que han degollado con una navaja.
Y con cada melocotón que el Casamentero «recoge», el árbol se vuelve un poco más oscuro.
Para San Destripado, el fantasma es un bebé abortado con dos cabezas, las dos con su cara flaca.
Para la Baronesa Congelación, el fantasma lleva puesto un delantal blanco en la cintura y maldice a Dios.
A veces la Hermana Justiciera da unos golpecitos en la esfera de su reloj de pulsera negro y dice:
—Faltan tres horas, diecisiete minutos y treinta segundos para apagar las luces.
Para la Hermana Justiciera, el fantasma es un héroe con la mitad de la cara aplastada.
Para la Señorita Estornudos, el fantasma es su abuela.
Mirando desde lo alto, dice el Casamentero, se puede ver el techo como una frontera vacía donde nadie ha puesto nunca el pie. De la misma forma en que cuando uno era pequeño y se sentaba boca abajo en el sofá, con las piernas en los cojines del respaldo y la cabeza colgando de la parte de delante, la vieja sala de estar de la casa familiar se convertía en un sitio nuevo y extraño. Boca abajo, uno podía ponerse a andar por aquel suelo pintado y liso y levantar la vista para mirar el nuevo techo, recubierto por la moqueta y ocupado por unos muebles que colgaban como estalactitas.
Igual, dice el Duque de los Vándalos, que los artistas ponen sus cuadros del revés, por la misma razón, o los miran invertidos en un espejo, para verlos como los vería un desconocido. Como algo que no conocen. Algo nuevo y novedoso. La realidad de otra persona.
Es igual, dice San Destripado, que cuando un pervertido pone su pornografía boca abajo para que le pueda resultar nueva y excitante durante un poco más.
Visto así, cada árbol con sus melocotones y sus hojas de cristal está arraigado en el suelo mediante el tronco trenzado de una gruesa cadena, y ese tronco está recubierto de una funda de terciopelo rojo a modo de corteza.
Cuando el árbol queda casi a oscuras, nos llevamos nuestra escalerilla, silla a silla y sofá a sofá, hasta el siguiente árbol. Cuando el «huerto» entero se queda sin frutos, salimos por la puerta y nos vamos a la siguiente sala.
Los melocotones recolectados los guardamos en una sombrerera.
No, no todos los días que pasamos aquí están marcados por el secuestro y la humillación.
El Conde de la Calumnia se saca un cuaderno del bolsillo de la camisa. Garabatea algo en el papel con pautas azules y dice:
—Sesenta y dos bombillas todavía viables. Con veintidós en la reserva.
Nuestra última línea de defensa. Nuestro último recurso contra la idea de morirnos aquí, solos, abandonados en la oscuridad con todas las luces quemadas. Un mundo sin sol, con los supervivientes abandonados en el frío y andando a tientas por la oscuridad total. Con el papel húmedo de las paredes cada vez más resbaladizo por culpa del moho.
Nadie quiere eso.
Los melocotones maduros los vamos dejando atrás, a medida que se oscurecen y se pudren, mientras construimos de nuevo la escalerilla. Volvemos a subir por ella. Volvemos a poner la cabeza dentro de ese dosel de hojas de cristal, de ese bosque de ramas de metal deslustradas. De polvo y cagadas de ratón y telarañas. Y reemplazamos los melocotones oscuros con unos pocos todavía maduros y resplandecientemente calientes.
El melocotón muerto que tiene el Casamentero en la mano no nos enseña cómo somos. Más bien cómo éramos. El cristal oscuro nos refleja a todos, pero su curvatura exterior nos hace gordos. Es la capa de átomos de tungsteno precipitados en el interior, lo contrario de una perla, el reverso plateado de un espejo. Cristal soplado, fino como una burbuja de jabón.
Aquí está la señora Clark con sus nuevas arrugas camufladas detrás de un velo tan grueso como la tela de gallinero. Aunque flaca de no comer, sus labios siguen hinchados por la silicona, paralizados en mitad de una mamada. Sus pechos enormes pero sin nada dentro que uno quiera mamar. Su peluca, empolvada y blanca, está torcida a un lado. Su cuello correoso y surcado de tendones.
Aquí está el Eslabón Perdido, con el bosque negro de sus mejillas, con la maleza hundida en los profundos cañones que le bajan desde los ojos.
Necesitamos que pase algo.
Necesitamos que pase algo terrible.
Y pum.
Un melocotón se nos resbala y se rompe en el suelo. Un nido de agujas de cristal. Un revoltijo de astillas blancas. La imagen de nosotros gordos, desaparecida.
El Conde de la Calumnia apunta una frase en su cuaderno y dice:
—Veintiuna bombillas viables en la reserva…
La Hermana Justiciera se da unos golpecitos en el reloj de pulsera y dice:
—Faltan tres horas y diez minutos para apagar las luces…
Es entonces cuando la señora Clark dice:
—Cuéntame una historia. —A través de su velo, mirando desde abajo al Casamentero que sigue dentro de su árbol de cristal reluciente, dice con sus labios de silicona—: Cuéntame algo que me haga olvidar que tengo tanta hambre. Cuéntame una historia que nunca le podrías contar a nadie.
Retorciendo un melocotón con la mano, envolviéndolo con un jirón pegajoso de terciopelo sanguinolento, el Casamentero dice:
—Había una broma. —En lo alto de su escalerilla de sillas apiladas, dice—: Había una broma que mis tíos solo hacían cuando estaban borrachos…
El Conde de la Calumnia levanta su grabadora.
Y el Agente Chivatillo, su cámara de vídeo.
Un poema sobre el Casamentero
«Si amas algo —dice el Casamentero—, libéralo.»
Pero no te sorprendas si vuelve con un herpes…
El Casamentero en el escenario, con la espalda encorvada y las manos hundidas
en los bolsillos de su peto.
Con las botas cubiertas de una costra de mierda de caballo seca.
La camisa a cuadros. De franela. Con broches de perla en vez de botones.
En el escenario, en vez de un foco, un fragmento de película:
vídeos de bodas donde parejas de novias se cambian los anillos,
se besan y corren fuera bajo una ventisca de arroz blanco.
Todo esto se desliza sobre su cara mientras el Casamentero
se estira el labio inferior para meterse dentro una
mascada
de tabaco de mascar.
El Casamentero dice: «La chica a la que yo quería creía que podía casarse con alguien mejor».
Aquella chica quería un hombre más alto, muy bronceado, con el pelo largo y la polla más grande.
Que tocara la guitarra.
Así que le dijo «no» la primera vez que él se propuso de rodillas.
Y el Casamentero contrató a un chapero llamado Steed, un gigoló que se anunciaba así:
Pelo largo y una polla tan gruesa como un frasco de chile.
Y que podía aprender
a tocar un par de acordes.
Y Steed fingió que se la encontraba por accidente, en la iglesia.
Y luego otra vez en la biblioteca.
El Casamentero le pagaba doscientos dólares por encuentro,
y tomaba apuntes cuando el chapero le contaba cuánto le gustaba a la chica que le manosearan
los pezones desde detrás. Y la mejor manera de hacer que se corriera dos o tres veces.
Steed le mandaba rosas. Le cantaba canciones. Steed se la folló en asientos traseros y jacuzzis,
y allí le juró amor y devoción eternos.
Luego se pasó una semana sin llamarla. Dos semanas. Un mes.
Hasta que fingió que se la encontraba otra vez por accidente, otra vez en la iglesia.
Allí Steed le dijo que habían acabado… porque ella era demasiado guarrilla. Casi una puta.
«Os juro —dice el Casamentero— que el tipo la llamó puta a ella. Pero menuda jeta tenía el tío…»
Que Dios le bendiga.
Y este era el plan secreto del Casamentero para provocarle a su novia
un corazón roto prematuro y acelerado. Y luego atraparla antes de que se recuperara.
En su última reunión con Steed, le pagó cincuenta pavos extra por una mamada.
Steed de rodillas allí, trabajando entre sus rodillas.
Así, cuando su futura esposa tuviera sus perfectamente ensayados orgasmos múltiples,
el hombre en que ella pensara no sería un desconocido total para su marido,
el Casamentero.
Un relato del Casamentero
Había una broma que mis tíos solamente hacían cuando estaban borrachos.
La mitad de la broma era el ruido que hacían. Era el ruido de alguien que carraspeaba para recoger saliva del fondo de su garganta. Un ruido largo y rasposo. Después de todas las celebraciones familiares, cuando no quedaba nada que hacer salvo beber, los tíos sacaban sus sillas y las colocaban debajo de los árboles. Allí donde no podíamos verlos en la oscuridad.
Mientras las tías lavaban platos, y los primos corrían a sus anchas, los tíos estaban en el huerto de árboles frutales, empinando el codo y apoyando sus sillas sobre las dos patas de atrás. A oscuras, se oía a un tío hacer el ruido:
Suuu-ruuuc
. Aun a oscuras, uno sabía que se acababa de pasar una mano por delante del cuello, de un lado a otro.
Suuu-ruuuc
, y los demás tíos se echaban a reír.
Las tías oían el ruido y sonreían y negaban con la cabeza: Hombres. Las tías no conocían la broma, pero sabían que cualquier cosa que hiciera reír tanto a los hombres tenía que ser una tontería.
Los primos no conocían la broma, pero hacían el ruido. Y se pasaban una mano por delante del cuello, de un lado a otro, y se caían de la risa. Los chavales se pasaban toda su infancia haciéndolo. Diciendo:
Suuu-ruuuc
. Gritándolo. La fórmula mágica de la familia para hacerse reír los unos a los otros.
Los tíos se agachaban para enseñarles. Ya de niños pequeños, cuando apenas andaban, ya imitaban el ruido.
Suuuruuuc
. Y los tíos les enseñaban a pasarse una mano por delante del cuello, siempre de izquierda a derecha, surcando el aire de delante de sus cuellos.
Y ellos preguntaban —los sobrinos, subidos en brazos de un tío, pataleando en el aire— qué quería decir aquel ruido. Y aquel gesto con la mano.
Era una historia muy, muy antigua, les decía el tío. El ruido venía de la época en que los tíos eran todos jóvenes y estaban en el ejército. Durante la guerra. Los primos trepaban por los bolsillos de la chaqueta del tío, enganchando el pie en un bolsillo y extendiendo una mano para alcanzar el siguiente bolsillo que había más arriba. Igual que uno trepa por un árbol.
Y suplicaban: Cuéntanoslo. Cuéntanos la historia.
Pero lo único que hacía el tío era prometerles: Más adelante. Cuando fueran mayores. El tío cogía a uno de los primos por las axilas y lo subía a hombros. Y lo llevaba así, corriendo, echando una carrera al resto de los tíos para entrar el primero en la casa, para besar a la tía y comerse otro trozo de tarta. Y tú hacías palomitas de maíz y escuchabas la radio.
Era la contraseña de la familia. Un secreto que la mayoría de ellos no entendía. Un ritual para mantenerlos a salvo. Lo único que los primos sabían era que les hacía reírse juntos. Que era algo que solamente ellos sabían.