Fantasmas (44 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Y Cassandra Clark se limitaba a mirar cómo los detectives hacían cola al lado de su cama. Las caras de todos ellos, llenas de odio y de rabia, se concentraban en ella porque ella se negaba a entregarles un nuevo objetivo. Un demonio genuino. El demonio que tanto necesitaban.

El fiscal del distrito amenazó con demandar a Cassandra por obstrucción a la justicia.

Su madre, la señora Clark, estaba entre las caras que la miraban furiosas.

Cassandra sonrió y les dijo:

—¿Es que no lo veis? Sois adictos al conflicto. —Dijo—: Este es mi final feliz. —Y mirando una vez más por la ventana, a los pájaros que pasaban volando, dijo—: Me siento de maravilla.

Todavía en el hospital, pidió una pecera con un pececito dorado. Después se quedó sentada en la cama, viendo cómo el pez daba vueltas y más vueltas a la pecera y dibujándolo. Igual que su madre miraba un programa tras otro de televisión todas las noches.

La última vez que la señora Clark fue a visitarla, Cassandra solamente apartó la vista un momento del pececito, el tiempo suficiente para decir:

—Ya no soy como tú. —Dijo—: Ya no necesito alardear de mi dolor…

Y después de aquello, Tess Clark ya no la volvió a visitar.

19

En su camerino, Miss América está gritando.

En su cama, con las faldas recogidas hacia arriba y las medias remangadas hacia abajo, Miss América grita:

—No dejéis que esa bruja se lleve a mi bebé…

De rodillas junto a la cama, secando con una toalla el sudor de la frente de Miss América, la Condesa Clarividencia dice:

—No es un bebé. Todavía no.

Y Miss América vuelve a gritar pero esta vez sin palabras.

En el pasillo del otro lado de la puerta del camerino huele a sangre y a mierda. Es el primer movimiento de vientre que ninguno de nosotros ha tenido durante días, tal vez semanas.

Es Cora Reynolds. Una gata reducida a un aroma. A mierda.

—Está ahí fuera esperando —dice Miss América jadeando, mordiéndose el puño.

El dolor le hace pegar las rodillas al pecho. Los pinchazos la hacen ponerse de lado y encogerse en medio del desorden de sábanas y mantas.

—Está esperando al bebé —dice Miss América.

Las lágrimas tiñen su almohada de color gris oscuro.

—No es un bebé —dice la Condesa Clarividencia. Escurre un trapo mojado y se inclina para limpiarle el sudor. Y dice—: Déjame que te cuente una historia.

Le limpia la cara a Miss América con agua y le dice:

—¿Sabías que Marilyn Monroe tuvo dos abortos espontáneos?

Y durante un momento Miss América se queda callada, escuchando.

En nuestras respectivas habitaciones, con el bolígrafo sobre el papel, todos nos dedicamos a escuchar. Con las orejas y las grabadoras inclinadas hacia los conductos de la calefacción.

En el pasillo del otro lado de la puerta, vestida con su uniforme de enfermera de la Cruz Roja, la Directora Denegación grita:

—¿Empezamos a hervir agua?

Y de rodillas junto a la cama, la Condesa Clarividencia dice:

—Por favor.

Y en el pasillo, la Directora Denegación vuelve a asomar la cabeza y su cofia blanca de enfermera por la puerta abierta y dice:

—El Chef Asesino quiere saber… si puede echar ya las zanahorias.

Miss América suelta un grito.

Y la Condesa Clarividencia grita:

—Si es una broma, no tiene gracia…

La zanahoria invisible, la historia que recordamos de San Destripado.

Y desde el pasillo, el Chef Asesino grita:

—Tranquilas. Claro que es una broma. —Dice—: No tenemos ni patatas ni zanahorias…

CORTOS DE VISTA

Un poema sobre la Condesa Clarividencia

«Un artefacto de rastreo electrónico», dice la Condesa

Clarividencia agitando su pulsera de plástico.

Una condición incluida en los términos de su reciente libertad condicional.

La Condesa Clarividencia en el escenario, encogida dentro

de las telarañas de un chal de encaje negro.

La cabeza envuelta en un turbante de terciopelo azul.

En cada dedo un anillo con una piedra de un color distinto.

Su turbante sujeto por delante con una piedra pulida y

negra, ónix o azabache o sardónix,

una piedra que lo absorbe todo. Que no refleja nada.

En el escenario, en vez de un foco, un fragmento de

película: las sombras de estrellas de cine muertas, el

residuo de los electrones que rebotaron en ellas

hace un centenar de años.

Electrones que atravesaron una película de celulosa,

para cambiar la naturaleza química del óxido de plata

y recrear carreras de cuadrigas o a Robin Hood o a Greta Garbo.

«Radar —dice la Condesa—, sistemas de posicionamiento

global. Imágenes de rayos X…»

Hace doscientos años, estas cosas harían que la quemaran a una por bruja.

Hace un siglo, que se rieran de ti por lo menos. Por loca o por mentirosa.

Aun hoy día, si predices el futuro o lees el pasado a partir de indicios

que no todo el mundo puede reconocer…

Vas a acabar instalándote en la cárcel o el manicomio.

El mundo siempre castigará a los pocos que tienen talentos especiales

que el resto de nosotros no reconocemos como reales.

Un psicólogo, en su audiencia para la condicional, llamó a

su crimen: «psicosis aguda inducida por el estrés».

Y «episodio aislado y atípico».

Un crimen pasional.

Que nunca, nunca más volvería a pasar.

Toquemos madera.

En aquel momento ya había servido cuatro años de una

sentencia de veinticuatro.

Su marido se había ido llevándose a los niños.

Dentro de doscientos años, cuando lo que ella vio y leyó y

entendió,

cuando todo se vea con claridad,

para entonces la Condesa ya no será más que un número de convicta.

Un número de expediente.

Las cenizas de una bruja.

SOMETHING’S GOT TO GIVE

Un relato de la Condesa Clarividencia

Claire Upton estaba hablando por teléfono desde un cubículo del cuarto de baño de la trastienda de una tienda de antigüedades. Detrás de la puerta cerrada, su voz rebotaba en las paredes y en el suelo. Le preguntó a su marido: ¿Cómo de difícil es abrir una cámara de vigilancia? ¿Y robar una cinta de vídeo de seguridad?, dijo, y se echó a llorar.

Era la tercera o la cuarta vez que Claire visitaba aquella tienda en lo que iba de semana. Era una de aquellas tiendas donde para entrar había que dejar el bolso en caja. También había que dejar el abrigo en la consigna si era de los que tenían bolsillos profundos y espaciosos. Y el paraguas, porque había gente que podía dejar caer pequeños objetos, peines, joyas o adornitos dentro del paraguas plegado. Un letrero situado junto al viejo encargado de la caja, escrito con rotulador negro sobre cartón gris, decía: «¡No nos gusta que nos robes!».

Claire se quitó el abrigo y dijo:

—No soy una ladrona.

El viejo cajero la miró de arriba abajo. Chasqueó la lengua y dijo:

—¿Y qué la hace diferente?

Le dio a Claire medio naipe por cada objeto que había dejado en caja. Por su bolso, el as de corazones. Por su abrigo, el nueve de tréboles. Por su paraguas, el tres de picas.

El cajero examinó las manos de Claire, los contornos de los bolsillos de su pechera y de sus medias, en busca de bultos que pudieran ser cosas robadas. Detrás del mostrador principal, por toda la tienda, colgaban letreritos diciéndote que no robaras. Había cámaras de vídeo vigilando cada pasillo y cada rincón y mostrándolo en una pantallita embutida entre otras pantallitas, todo un banco de monitores de televisión frente al cual el viejo cajero podía sentarse detrás de la caja y observarlos todos.

Podía ver todos los movimientos de ella, en blanco y negro. Sabía dónde estaba Claire en todo momento. Sabía todo lo que ella tocaba.

La tienda era una de esas cooperativas de venta de antigüedades donde un montón de pequeños anticuarios se congregan bajo un mismo techo. El viejo cajero era la única persona que trabajaba allí aquel día, y Claire era su única clienta. La tienda era grande como un supermercado, pero estaba dividida en pequeños compartimentos. Los relojes que había por todas partes creaban un telón de fondo de sonido, un barullo de tictac, tictac, tictac. Por todas partes había trofeos de hojalata deslustrados que se habían puesto de color naranja oscuro. Zapatos de cuero deformados y agrietados. Platillos para caramelos de cristal tallado. Libros cubiertos de moho gris y peludo. Mecedoras y cestas de picnic de mimbre. Sombreros de paja tejida.

Un letrero de cartón, pegado con cinta adhesiva al borde de un estante, decía: «Muy bonito de mirar, da gusto cogerlo, pero si lo rompes, ¡considéralo
VENDIDO
!».

Otro letrero decía: «Míralo. Pruébalo. Rómpelo. ¡
CÓMPRALO
!».

Otro letrero decía: «Lo rompes aquí… ¡
Y TE LO LLEVAS A CASA
!».

Hasta con las cámaras de seguridad vigilándola, Claire trataba una tienda de antigüedades como la versión paranormal de un parque infantil para jugar con los animalitos. Como un museo donde se podían tocar todas las piezas en exposición.

De acuerdo con Claire, todo lo que se había visto alguna vez en un espejo seguía ahí. Superpuesto. Todo lo que alguna vez se había reflejado en un adorno de Navidad o una bandeja de plata, ella decía que todavía podía verlo. Todo lo que brillaba era un álbum de fotos psíquicas o una película casera de las cosas que pasaron a su alrededor. En una tienda de antigüedades, Claire podía pasarse la tarde manoseando objetos, leyéndolos igual que la gente lee libros. Buscando el pasado que seguía reflejado en ellos.

—Es una ciencia —dice la Condesa Clarividencia—. Se llama psicometría.

Claire te diría que no cogieras un cuchillo de trinchar con el mango de plata porque todavía podía ver el reflejo de alguien asesinado que gritaba en su filo. Podía ver la sangre en el guante del policía mientras este sacaba el cuchillo del pecho de alguien muerto. Claire podía ver la oscuridad de la sala de pruebas. Luego un juzgado con paneles de madera en las paredes. A un juez con su toga negra. Un largo lavado en agua tibia con jabón. Y luego la subasta de la policía. Todo aquello continuaba reflejándose en el filo. El siguiente reflejo era de ahora mismo, mientras uno estaba de pie allí en la tienda de antigüedades, listo para coger el cuchillo y llevárselo a casa. Pensando simplemente que era bonito. Porque no conocía su pasado.

—Todo lo que es bonito —te diría Claire— solo está en venta porque nadie lo quiere.

Y si nadie quería algo bonito y brillante y bruñido, debía de haber una razón terrible para ello.

Con todas las cámaras de vídeo antirrobo que la estaban observando, Claire podía decir muchas cosas de la vigilancia.

Cuando volvió para recoger su abrigo, le dio al viejo sus tres naipes cortados por la mitad. El as de corazones. El nueve de tréboles. El tres de picas.

Desde detrás de la caja registradora, el viejo dijo:

—¿Estaba usted mirando para comprar algo?

Le dio su bolso por encima del mostrador y señaló con la cabeza hacia el banco de televisores. La prueba de que la había estado mirando mientras ella lo tocaba todo.

Fue entonces cuando ella lo vio: dentro de una vitrina de coleccionista atiborrada de saleros y pimenteros y de dedales, rodeado de bisutería sin valor, había un frasco lleno de un líquido blanco y turbio. Dentro del mejunje, un puño diminuto, con cuatro dedos perfectos, estaba tocando apenas el cristal.

Claire señaló detrás del anciano, mirándolo primero a él y luego hacia la vitrina, y dijo:

—¿Qué es eso?

El hombre se giró para mirar. Descolgó un llavero de un gancho que había detrás del mostrador y se puso a abrir la vitrina. Metió la mano dentro, por entre las joyas y los dedales, y dijo:

—¿Qué diría usted que es?

Claire no lo sabía. Lo único que sabía era que despedía una energía increíble.

Cuando el anciano le tendió el frasco, el líquido blanco y sucio chapoteó en el interior. La tapa era de plástico blanco, enroscada y sellada con una banda de cinta a rayas rojas y blancas. El anciano apoyó un codo sobre el mostrador delante de Claire y sostuvo el frasco cerca de la cara de ella. Con un giro de su muñeca, le dio la vuelta al frasco hasta que ella pudo ver un ojo diminuto que miraba al exterior. Un ojo y el contorno de una nariz pequeñita.

Un momento más tarde, el ojo ya no estaba, se había vuelto a sumergir en el líquido turbio.

—Adivine —dijo el anciano. Y dijo—: Nunca lo adivinará.

Levantó el frasco para mostrar la base de cristal, y apoyadas en el interior de la misma había un par de diminutas nalgas grises.

El anciano dijo:

—¿Se rinde?

Colocó el frasco sobre el mostrador, y encima de la tapa de plástico blanca había una etiqueta medio despegada. Impreso con tinta negra en la etiqueta, ponía: «Hospital Cedars-Sinai». Debajo había algo más escrito a mano con tinta roja pero estaba emborronado. Unas palabras. Tal vez una fecha. Demasiado borroso para leerse.

Claire lo miró y negó con la cabeza.

Reflejada en un lado del frasco de cristal, vio una escena de años atrás, de décadas atrás: una sala con azulejos verdes en las paredes. Una mujer con los pies descalzos apoyados a ambos lados y una sábana azul cubriéndola. Las piernas de la mujer apoyadas en estribos. Por encima de una máscara de oxígeno, Claire pudo ver el pelo rubio platino de la mujer, ya crecido y un poco castaño en las raíces.

—Es de verdad —dijo el anciano—. Contrastamos el ADN con un pelo certificado. Todos los indicadores coincidían.

Todavía se puede comprar su pelo en internet, dijo el hombre. Los mechones cortados de pelo rubio teñido.

—De acuerdo con sus amiguitas las feministas —dijo el anciano—, no es un bebé. No es más que tejido. Podría ser su apéndice.

Leyendo en el cristal, en las capas de imágenes superpuestas en él, Claire pudo ver: una lámpara en una mesilla de noche. Un teléfono. Frascos de pastillas con receta.

—¿Un pelo de quién? —dijo Claire.

Y el anciano dijo:

—De Marilyn Monroe. —Dijo—: Si le interesa, no es barato.

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