Todo lo que se hacía a aquellos niños y niñas se les hacía después a los muñecos.
Nadie llegaba a aquel tipo de trabajo por casualidad.
Los hilos se soltaban como resultado de que demasiados niños víctimas de abusos sometían a los muñecos a abusos. Demasiados niños engañados chupaban el mismo pene rosado de fieltro. Demasiadas niñas habían metido a la fuerza un dedo, dos dedos y tres dedos en la misma vagina de labios de satén. Rasgándola por encima y por debajo. Hasta que sobresalían pequeñas hernias de relleno de algodón. Debajo de su ropa, los muñecos estaban manchados y sucios. Pegajosos y malolientes. La tela estaba rozada hasta hacer bolas y llena de cicatrices de enganchones allí donde faltaban los hilos.
Aquellos muñecos y muñecas de los que el mundo entero abusaba.
Y por supuesto, Cora hacía lo que podía para mantenerlos limpios. Los remendaba cuando se rompían. Pero un día se metió en internet para encontrar otro par. Una pareja nueva.
En alguna parte había mujeres que se ganaban la vida cosiendo pequeñas vaginas en forma de bolsillo o escrotos en forma de monedero. Mujeres que vestían a aquellos muñecos y muñecas con vestiditos floreados de algodón o con pantalones de peto. Pero aquella vez, Cora quería algo que durara. Se metió en internet. Encargó una pareja nueva de un fabricante del que nunca había oído hablar. Pero aquella vez confundió detallado con correcto.
Lo que pidió fue muñecos de niño y niña anatómicamente correctos. Los más baratos que hubiera. Que duraran. Fáciles de lavar.
Un buscador de internet le ofreció una pareja de muñecos. Hechos en la antigua Unión Soviética. Con brazos y piernas flexibles. Anatómicamente correctos. Como eran los más baratos, y aquella era la política de compra de la oficina del condado, encargó la compra.
Más tarde, nadie llegó a preguntar por qué había encargado aquellos muñecos. Cuando llegó la caja, que era de cartón marrón y tan grande como un archivador de cuatro cajones, cuando el repartidor la trajo con una carretilla y la dejó al lado de la mesa de ella, cuando le hizo firmar el impreso que llevaba en un sujetapapeles, fue entonces cuando Cora sospechó por primera vez que aquello podía haber sido una equivocación.
En cuanto abrieron la caja, en cuanto vieron lo que había dentro, ya fue demasiado tarde.
Fueron Cora y un detective del condado los que sacaron las grapas de metal y luego hurgaron entre las láminas de plástico de burbujas, los que hurgaron hasta encontrar un pie. Un pie rosado de niño, con cinco dedos perfectos sobresaliendo, asomando de las bolitas de espuma de poliestireno y del plástico de burbujas.
El detective movió uno de los dedos del pie. Miró a Cora.
—Eran los más baratos —dijo Cora.
Y añadió:
—No había mucho donde elegir.
El pie era de goma rosado y estaba acabado con unas uñas de color claro y duras. La piel era lisa y no tenía pecas ni lunares ni venas. Después el detective cogió el tobillo con la mano y tiró del mismo hasta dejar al descubierto una rodilla rosada y lisa. Luego un muslo rosado. Luego una lluvia de bolitas de embalar. Una cascada de plástico de burbujas. Y por fin apareció una niña desnuda y rosada suspendida del puño en alto del detective. Los rizos de pelo rubio le colgaban de la cabeza, rozando el suelo. Los brazos desnudos le colgaban a ambos lados de la cabeza. Permanecía boquiabierta, en un jadeo silencioso, dejando ver los dientes blancos y pequeños como perlas y el paladar liso y rosado. Una niña en la edad de ir a cazar huevos de Pascua y de hacer la primera comunión y de sentarse en el regazo de Santa Claus.
Mientras el detective la sostenía de un tobillo, la otra pierna de la niña permanecía doblada por la mitad, a la altura de la rodilla. Entre sus piernas, allí abierta, no solamente correcta sino… perfecta, estaba su vagina rosada. Con sus labios de un tono rosado más oscuro curvados hacia dentro.
Todavía en la caja, mirándola, mirándolos a todos, había un niño desnudo.
Un folleto impreso cayó revoloteando al suelo.
Luego Cora rodeó a la niña con sus brazos, abrazando su cuerpo blando como una almohada, y agarró una lámina de papel de embalar para envolver con ella su cuerpecillo.
El detective sonrió, negando con la cabeza, cerrando los ojos con fuerza, y dijo:
—Muy buen trabajo de adquisición, Cora.
Cora estaba abrazando a la niña, con una mano ahuecada para taparle las nalgas rosadas. Con una mano ahuecada sujetándole la cabeza rubia contra su pecho, y dijo:
—Esto es una equivocación.
El folleto decía que los muñecos eran de silicona blanda moldeada, de la misma que se usa para los implantes de pechos. Que se podían dejar debajo de una manta eléctrica y permanecerían calientes durante varias horas de placer. Su piel cubría un esqueleto de fibra de vidrio con articulaciones de acero. Su pelo había sido injertado mechón a mechón, plantado en la piel de su cuero cabelludo. No tenían vello púbico. El muñeco del niño tenía un prepucio opcional que se le podía poner sobre la punta del pene. La niña tenía un himen de plástico reemplazable que uno podía pedir por correo. Ambos muñecos, decía el folleto, tenían gargantas y rectos profundos y estrechos «para facilitar una vigorosa entrada oral o anal».
La silicona tenía memoria y regresaba a su forma original, sin importar lo que uno hiciera. Uno les podía estirar de los pezones hasta que estos tenían cinco veces su longitud original sin que se les rompieran. Los labios vaginales, el escroto y los rectos se podían ensanchar para «acomodar casi cualquier deseo». Los muñecos, decía el folleto, podían soportar «años de disfrute violento y vigoroso».
Para lavarlos solamente había que usar agua y jabón.
Dejar los muñecos bajo la luz directa del sol podía decolorarles los ojos y los labios, decía el folleto en francés, español, inglés, italiano y en algo que parecía chino.
Había garantía de que la silicona era inodora e insípida.
A la hora del almuerzo, Cora salió a comprar un vestidito y un juego de pantaloncitos y camisa. Cuando regresó a su mesa, la caja estaba vacía. A cada paso crujían bajo sus pies bolitas de espuma de poliestireno y plástico de burbujas. Los muñecos habían desaparecido.
En intendencia, le preguntó al encargado de los envíos si sabía algo. El encargado se encogió de hombros. En la sala de descanso, un detective dijo que tal vez alguien los necesitara para un caso. Se encogió de hombros y dijo:
—Están para eso…
Fuera, en el pasillo, le preguntó a otro detective si los había visto.
Preguntó dónde estaban los muñecos de los niños.
Le rechinaban los dientes. Le dolía el entrecejo de tanto juntar las cejas en medio de la frente. Notaba que le ardían las orejas. Que las tenía a punto de derretirse de tanto que ardían.
Encontró los muñecos en el despacho de la directora. Sentados en el sofá. Sonrientes y desnudos. Pecosos y sin vergüenza de nada.
La directora Sedlak estaba estirando un pezón del pecho del niño. Con los dedos, con el índice y el pulgar, con nada más que las uñas oscuras, la directora retorció y estiró del pezón oscuro. Con la otra mano, la directora pasó las yemas de los dedos de arriba abajo por entre las piernas de la niña y dijo:
—Joder, parece de verdad.
Cora le dijo a la directora que lo sentía. Se inclinó para apartarle un mechón de pelo de la frente al niño y dijo que no tenía ni idea. Cruzó los brazos de la niña por encima de sus pezones rosados. Luego le cruzó las piernas de plástico a la altura de la rodilla. Extendió las dos manos del niño sobre su regazo. Los dos muñecos se quedaron allí sentados, sonrientes. Los dos tenían ojos de cristal azules y pelo rubio. Dientes brillantes de porcelana.
—¿Qué es lo que sientes? —dijo la directora.
Malgastar el presupuesto de la oficina del condado, dijo Cora. Comprar algo tan caro a ciegas. Pensaba que estaba comprando una ganga. Y ahora la oficina del condado se vería obligada a pasarse un año más usando los muñecos viejos. La oficina del condado se quedaba sin nada y aquellos muñecos habría que destruirlos.
Y la directora Sedlak dijo:
—No digas tonterías.
Peinó el pelo rubio de la niña con las uñas de los dedos y dijo:
—No veo dónde está el problema.
Dijo:
—Podemos usar estos.
Pero estos muñecos, dijo Cora, son demasiado reales.
Y la directora dijo:
—Son de goma.
De silicona, dijo Cora.
Y la directora dijo:
—Si te ayuda, piensa en cada uno como en un condón de treinta y cinco kilos…
Aquella tarde, incluso mientras Cora les estaba poniendo la ropa al niño y a la niña, vinieron varios detectives a su mesa a pedirle que les dejara llevárselos. Para entrevistas de admisiones. Para investigaciones. Pidiendo reservarlos para cierta evaluación supersecreta fuera del terreno. Pidiendo llevárselos a casa esa noche para usarlos a primera hora de la mañana. Llevárselos el fin de semana. Preferiblemente la niña, pero si no estaba disponible, entonces el niño. Al final del primer día, los dos muñecos ya estaban reservados para todo el mes siguiente.
Si alguien quería un muñeco urgentemente, ella le ofrecía los muñecos de trapo viejos.
La mayor parte de las veces, el detective le decía que prefería esperar.
Y a pesar de toda aquella avalancha de casos que se abrían, nadie le enviaba ni un solo expediente nuevo.
Durante casi todo aquel mes, Cora solamente vio al niño y a la niña de vez en cuando, durante el tiempo que tardaba en entregárselos al siguiente detective. Y luego al siguiente. Y al siguiente. Y nunca estaba claro qué estaba haciendo cada cual, pero la niña llegaba y se marchaba, un día con las orejas perforadas, otro día con un piercing en el ombligo, luego con carmín en los labios, luego apestando a colonia. En un momento dado, el niño llegó tatuado. Con una cadena de espinas tatuada alrededor del músculo de la pequeña pantorrilla. Un poco más tarde, con los pezones atravesados por pequeños aros plateados. Luego el pene. En una ocasión, con el pelo rubio despidiendo un olor acre.
Un olor como a caléndulas.
Como las bolsas de marihuana de la sala de pruebas. Aquella sala llena de pistolas y de cuchillos. Las bolsas de marihuana y de cocaína que siempre pesaban un poco menos de lo que debían. La sala de pruebas que siempre era la siguiente parada de los detectives después de llevarse en préstamo uno de los muñecos. Con la chica debajo de un brazo, se dedicaban a hurgar en las bolsas de las pruebas. A meterse cosas en el bolsillo.
En el despacho de la directora, Cora mostró los recibos de gastos que los detectives enviaban para que se los reembolsaran. Un recibo de una habitación de hotel de la misma noche en que un detective se había llevado la niña a su casa para hacer una entrevista al día siguiente. La habitación de hotel era una operación de vigilancia, le había dicho el detective. Y la noche siguiente otro detective volvió a sacar a la chica, y otra habitación de hotel, y otra cena para uno. Una película para adultos comprada en el televisor. Otra operación de vigilancia, dijo el tipo.
La directora Sedlak se la quedó mirando. A Cora, allí de pie, inclinada sobre la mesa de la directora, temblando tanto que los recibos le revoloteaban en el puño.
La directora se limitó a mirarla y a decir:
—¿Qué intentas decirme?
Es obvio, dijo Cora.
Y sentada detrás de su mesa de madera, la directora se echó a reír.
Y dijo:
—Considera esto una represalia.
—Todas esas mujeres —dijo la directora— que hacen manifestaciones y cánticos en contra de la revista
Hustler
, y que dicen que la pornografía convierte a las mujeres en objetos… Bueno —dijo—. ¿Qué crees que es un consolador? ¿O un donante de esperma de una clínica?
Puede que algunos hombres solamente quieran fotos de mujeres desnudas. Pero hay mujeres que solamente quieren la polla de un hombre. O su esperma. O su dinero.
Los dos sexos tienen el mismo problema con la intimidad.
—Deja de dar la vara por un par de puñeteros muñecos de goma —le dijo a Cora la directora Sedlak—. Si estás celosa, sal y cómprate un buen vibrador.
Una vez más, es a esto a lo que se dedican los seres humanos.
Nadie podía prever adónde iba aquello.
Aquel mismo día Cora salió a almorzar y compró un tubo de Superglue.
Y la siguiente vez que los muñecos volvieron a ella, y antes de dárselos a otro hombre, Cora embutió Superglue dentro de la vagina de la niña. Dentro de las bocas de ambos niños, sellándoles la lengua al paladar. Luego les embutió pegamento en el interior a los dos, por detrás, para soldarles los culos. Para salvarlos.
Y aun así, al día siguiente, un detective le vino a preguntar a Cora si le podía prestar una cuchilla de afeitar. O un cúter. O una navaja automática.
Y cuando ella le preguntó ¿por qué? ¿Para qué lo necesitaba?
Entonces él dijo:
—Para nada. Olvídalo. Ya encontraré algo en la sala de pruebas.
Y al día siguiente, tanto a la niña como al niño los habían abierto a cuchilladas, seguían siendo blandos pero ahora estaban llenos de cicatrices. Abiertos a navajazos. Vaciados a puñaladas. Todavía oliendo a pegamento, pero cada vez oliendo más a la porquería que tenía dentro Breather Betty y que seguía goteando y dejando manchas en el sofá de casa de Cora.
Unas manchas que la gata de Cora se pasaba horas oliendo. No las lamía, sino que las olía como si fueran Superglue. O cocaína de la sala de pruebas.
Fue entonces cuando Cora salió a almorzar y compró una cuchilla de afeitar. Dos cuchillas. Tres cuchillas. Cinco.
Y la siguiente vez que la niña regresó a su mesa, Cora la metió en el cuarto de baño y la sentó en el borde del lavabo. Con un pañuelo de papel, Cora le limpió el colorete de las mejillas rosadas. Le lavó el pelo rubio y mustio y se lo peinó. Mientras el siguiente detective ya llamaba a la puerta cerrada con llave del cuarto de baño, Cora le dijo a la niña:
—Lo siento. Lo siento. Lo siento…
Le dijo:
—No te va a pasar nada malo.
Y Cora le metió una cuchilla de afeitar en el interior de la blanda vagina de silicona. En el agujero vaciado por un hombre a cuchilladas. Echando hacia atrás la cabeza de la niña, Cora le metió otra cuchilla en lo más hondo de su garganta de silicona. Y la tercera cuchilla, Cora la metió dentro del culo abierto a navaja, desbloqueado a machetazos, de la niña.