Con tanta facilidad como si estuviera haciendo los deberes, Cassandra Clark saca un par de tijeritas de su bolso, unas tijeritas metálicas para las uñas, se acerca mucho al espejo de gran tamaño que hay sobre la pileta del cuarto de baño y se mira. Con los ojos medio cerrados y con la boca abierta como cuando se pone rímel, Cassandra apoya una mano sobre la encimera del baño y usa las tijeritas para cortar. Sus pestañas largas y negras caen una tras otra, quedándose en la pileta o revoloteando por el desagüe de la misma, y ella evita mirar el reflejo de su madre, de pie detrás de su espalda, en el espejo.
Esa noche, la señora Clark la oye salir a hurtadillas de la cama cuando todavía está oscuro. Cuando todavía no hay tráfico en las calles, va desnuda hasta la sala de estar con todas las luces apagadas. Se oye el chirrido de los muelles del interior del viejo sofá. Se oye el rascar y el clic de un encendedor. Luego un suspiro. Una bocanada de humo de cigarrillo.
Después de que salga el sol, Cassandra sigue allí, desnuda y sentada en el sofá con las cortinas abiertas y los coches pasando al otro lado. Con los brazos y las piernas encogidos por culpa del frío. En una mano sostiene el cigarrillo, consumido hasta el filtro. Con ceniza en el cojín del sofá a su lado. Está despierta y mirando la pantalla vacía del televisor. Tal vez mirándose a sí misma reflejada en ella, desnuda sobre el cristal negro. Se le ve el pelo todo lleno de nudos de no peinárselo. La pintura de labios de hace dos días sigue allí, corrida de un lado a otro de su mejilla. Su sombra de ojos resigue las arrugas que los rodean. Ahora que no tiene pestañas, sus ojos verdes tienen un aspecto apagado y falso porque nunca se la ve parpadear.
Su madre le dice:
—¿Sueñas con ello?
La señora Clark le pregunta si quiere torrijas. La señora Clark enciende el calefactor de la pared y coge la bata de Cassandra de la parte de dentro de la puerta del cuarto de baño.
Cassandra se abraza a sí misma bajo la fría luz del sol, sentada con las rodillas muy juntas, y la presión de sus brazos le levanta los pechos. Encima de los muslos tiene copos de ceniza gris de cigarrillo. Copos de ceniza gris enredados en el vello púbico. Los tendones de los pies le tiemblan bajo la piel. Los pies juntos y con las plantas apoyadas sobre el suelo de madera lustrada son la única parte de ella que no está quieta como una estatua.
La señora Clark dice:
—¿Te acuerdas de algo? —Su madre dice—: Llevabas puesto el vestido negro nuevo… —Dice—: Ese tan corto.
La señora Clark va a ponerle la bata sobre los hombros a su hija, cerrándosela bien alrededor del cuello. Y le dice:
—Pasó en aquella galería. Delante de la tienda de antigüedades.
Cassandra no aparta la vista de su reflejo oscuro en el televisor apagado. No parpadea, y la bata se escurre hacia abajo, exponiendo sus pechos otra vez al aire frío.
Y su madre le pregunta qué es lo que ha visto.
—No lo sé —dice Cassandra. Dice—: No te lo sé decir.
—Déjame ir a buscar mis apuntes —le dice la señora Clark. Le dice—: Creo que ya lo tengo resuelto.
Es al volver del dormitorio, con su gruesa carpeta marrón de apuntes en la mano, con la carpeta abierta para poder hurgar en ella con la otra mano, cuando escruta la sala de estar y ve que Cassandra se ha ido.
En ese momento, la señora Clark está diciendo:
—El funcionamiento de la Caja de Pesadillas es el siguiente: la parte de delante…
Pero Cassandra no está en la cocina ni en el cuarto de baño. Cassandra no está en el sótano. Y ya no hay más sitios en su casa. No está en el jardín de atrás ni tampoco en las escaleras. Su bata sigue en el sofá. No faltan ni su bolso ni sus zapatos ni su abrigo. Su maleta sigue sobre la cama, a medio hacer. Lo único que falta es Cassandra.
Al principio, Cassandra dijo que no era nada. De acuerdo con los apuntes, era la inauguración de una galería de arte.
En los apuntes de la señora Clark dice: «Temporizador de Intervalo Aleatorio…».
En los apuntes dice: «El hombre se suicidó colgándose…».
Todo empezó la noche en que todas las galerías inauguraban sus exposiciones y el centro de la ciudad estaba lleno de gente, todo el mundo todavía vestido con la ropa de la oficina o la facultad y cogidos de la mano. Parejas tirando a jóvenes vestidas con ropa oscura donde no se quedaba la suciedad del asiento de los taxis. Llevando las joyas buenas que no podrían llevar en el metro. Con los dientes blancos, como si no usaran los dientes para nada más que para sonreír.
Estaban todos mirando cómo los demás miraban las obras de arte antes de mirar cómo los demás se comían la cena.
El vestido aquel era negro y tenía lentejuelas y cuentas negras cosidas. Era como una corteza de material negro áspero y brillante con sus pechos rosados y carnosos en el interior.
La forma en que sus uñas pintadas de ambas manos se entrelazaban daba la impresión de que tenía las manos esposadas alrededor del pie de su copa de vino. Su pelo enroscado y recogido sobre la coronilla era muy tupido y denso. Tenía varios mechones y rizos sueltos y colgando, pero no se atrevía a levantar la mano para arreglarse el pelo. Con los hombros desnudos, con el peinado deshaciéndose, los tacones altos le oprimían los músculos de las piernas y le empujaban el culo hacia arriba, trazando una curva prominente en la parte baja de una larga cremallera.
Sus labios perfectamente pintados. Nada de manchas rojas en la copa que no se atrevía a levantar. Sus ojos se veían enormes bajo sus largas pestañas. Sus ojos verdes eran la única parte de ella que se movía en la sala atestada.
De pie y sonriente en el centro de una galería de arte, era la única mujer que se quedaba en la memoria. Cassandra Clark, de tan solo quince años.
Aquello fue menos de una semana antes de que desapareciera, solamente tres noches antes.
Sentada ahora en el sitio todavía caliente y sobre las cenizas que Cassandra ha dejado en el sofá, la señora Clark repasa la carpeta de apuntes.
El propietario de la galería estaba hablando con ellas, con ellas y con la gente que se había congregado alrededor.
«Rand», decían sus apuntes. El propietario se llamaba Rand.
El propietario de la galería les estaba enseñando una caja apoyada sobre tres patas altas. Un trípode. La caja era negra, del tamaño de una cámara antigua. De esas cámaras donde el fotógrafo se ponía detrás, encorvado debajo de una lona negra para proteger la placa de cristal cubierta con productos químicos del interior. Una de esas cámaras de la época de la guerra civil que te hacían una foto en medio de un flash de pólvora. Provocando una nube en forma de seta de humo gris que hacía daño en la nariz. La primera vez que entraste en la galería, eso es lo que parecía, aquella caja con tres patas.
La caja estaba pintada de negro.
«Barnizada», dijo el propietario de la galería.
Estaba barnizada en negro, encerada y llena de manchas grises dejadas por los dedos.
El propietario de la galería estaba mirando con una sonrisa el torso rígido y sin tirantes del vestido de Cassandra. Tenía un bigote fino, tan perfectamente recortado y depilado que parecía un par de cejas. Tenía una barbita de diablo que hacía que su barbilla pareciera puntiaguda. Llevaba un traje azul de banquero y un solo pendiente, demasiado grande y con un brillo demasiado falso como para ser otra cosa que un diamante auténtico.
La caja tenía una serie de complejas molduras, surcos y regatas en todas sus junturas que la hacían parecer tan pesada como la caja fuerte de un banco. No había ninguna juntura que no estuviera oculta bajo un montón de detalles y una gruesa capa de pintura.
—Es como un ataúd pequeño —dijo alguien en la galería. Un hombre con coleta que masticaba chicle.
A los lados de la caja había sendas asas metálicas. Había que cogerla por las dos, les dijo el propietario de la galería. Para completar un circuito. Si se quería que la caja funcionara bien, había que coger las dos asas. Había que pegar el ojo a la mirilla metálica que había en la parte de delante. El ojo izquierdo. Y mirar dentro.
En conjunto, alrededor de un centenar de personas debieron de asomarse al interior aquella noche, pero no pasó nada. Esperaron y miraron el interior, pero lo único que vieron fue su propio ojo reflejado en la oscuridad que había detrás de la pequeña lente de cristal. Lo único que oyeron fue un ruidito. Un reloj que hacía tictac. Tan lento como las gotas… drip… drip… drip… de un grifo que gotea. Aquel pequeño tictac procedente de la caja pintada de negro y sucia.
La capa de suciedad de la caja era pegajosa.
El propietario de la galería levantó un dedo. Golpeó un lado de la caja con los nudilllos y dijo:
—Es alguna clase de temporizador de intervalo aleatorio.
Podía funcionar durante un mes sin dejar de hacer tictac. O podía funcionar durante una hora nada más. Pero el momento en que se parara sería el momento de mirar dentro.
—Aquí —dijo el propietario de la galería, dijo Rand, y dio un golpecito en un pequeño botón de metal, tan pequeño como un timbre, que había a un lado de la caja.
Había que agarrar las asas y esperar. Cuando paraba el tictac, dijo, había que mirar y pulsar el botón.
En una plaquita metálica identificativa, una placa atornillada a la parte superior de la caja, si uno se ponía de puntillas podía leer «La Caja de Pesadillas». Y el nombre «Roland Whittier». Las asas metálicas estaban verdes de tanto que la gente las agarraba y se quedaba esperando. El accesorio que rodeaba la mirilla estaba deslustrado por la respiración de la gente. El exterior negro estaba untado de grasa de tanta gente que lo rozaba y se apoyaba en él.
Cuando cogías las asas, lo podías notar en el interior. El tictac. El temporizador. Regular y eterno como los latidos de un corazón.
En el momento en que se paraba, dijo Rand, el botón desencadenaba un flash de luz dentro. Un solo parpadeo de luz.
Rand no sabía qué veía la gente entonces. La caja procedía de la tienda de antigüedades cerrada del otro lado de la calle. Se había pasado nueve años allí y nunca había parado de hacer tictac. El dueño de la caja, el anticuario, siempre les había dicho a los clientes que era posible que estuviera rota. O que fuera una broma.
La caja se pasó nueve años haciendo tictac en una estantería, hasta quedar sepultada en polvo. Hasta que un día el nieto del anticuario la encontró cuando no estaba haciendo tictac. El nieto tenía diecinueve años y estaba estudiando derecho. Y durante todo el día entraban chicas en la tienda para echar un vistazo a aquel adolescente sin un solo pelo en el pecho. Un buen chaval con una beca para jugar al fútbol, cuenta bancaria y coche propio, que tenía un trabajo de verano en la tienda de antigüedades quitando el polvo. Cuando la encontró, la caja estaba en silencio: lista y esperando. Agarró las asas. Pulsó el botón y miró el interior.
El anticuario lo encontró, con una mancha de polvo todavía alrededor del ojo izquierdo. Parpadeando. Con la mirada perdida. Estaba simplemente sentado sobre un montón de polvo y de colillas de cigarrillo que había barrido del suelo. Aquel nieto suyo nunca volvió a la universidad. Su coche se quedó aparcado en la acera hasta que se lo llevó la grúa municipal. Y todos los días, después de aquello, se los pasó sentado en la acera de delante de la tienda. Tenía veinte años y se pasaba el día sentado en la calle, lloviera o hiciera sol. Le preguntabas cualquier cosa y él se reía. Aquel chaval, que a estas alturas ya tendría que ser abogado, que ya tendría que estar ejerciendo, ahora te lo encontrabas alojado en un hotel de mala muerte. O en una vivienda de protección oficial, cobrando el subsidio de la seguridad social por depresión mental completa. Sin ni siquiera drogas.
Rand, el galerista, dijo:
—Un caso de colapso total.
Si uno iba a visitar a aquel chaval, se lo encontraba sentado en la cama todo el día, con las cucarachas entrándole y saliéndole de la ropa, de las perneras de los pantalones y del cuello de la camisa. Tenía las uñas de las manos y de los pies tan largas y amarillas como lápices.
Uno le preguntaba cualquier cosa: ¿Cómo le iba? ¿Estaba comiendo? ¿Qué era lo que había visto? Y el chaval se limitaba a reírse. Con los bultitos de las cucarachas correteándole por debajo de la camisa. Con una nube de moscas en torno a la cabeza.
Otra mañana el anticuario llegó a su tienda a la hora de abrir y se encontró con que el desorden polvoriento del interior había cambiado. Con que daba la impresión de que nunca había estado allí. Y con que la caja había vuelto a dejar de hacer tictac. Había detenido aquella sosegada cuenta atrás. Y ahora la Caja de Pesadillas estaba allí, esperando a que él mirara.
El anticuario no abrió la tienda en toda la mañana. La gente llegaba y ahuecaba las manos contra el escaparate para echar un vistazo al interior. Para buscar algo entre las sombras. Para buscar la razón de que la tienda no estuviera abierta.
Igual que ellos, el anticuario podría haber echado un vistazo al interior de la caja. Para ver por qué. Para saber qué había pasado. Qué podía despojar de su alma a un chaval de apenas veinte años, a un chaval que tenía toda la vida por delante.
El anticuario se pasó la mañana entera viendo cómo la caja no hacía tictac.
Y en lugar de mirar dentro, el anticuario limpió el retrete de la parte de atrás de la tienda. Cogió una escalera y recogió las moscas muertas y resecas de todas las lámparas de los techos. Sacó brillo a los metales. Dio aceite a las maderas. Sudó hasta que la camisa blanca almidonada se le llenó de arrugas blandas. Hizo todo lo que odiaba hacer.
La gente del vecindario, sus clientes de toda la vida, llegaban a la tienda y se encontraban la puerta cerrada. Tal vez llamaban con la mano. Y luego se marchaban.
La caja esperaba para mostrarle por qué.
Iba a ser un allegado suyo el que mirara dentro.
Durante toda su vida, el anticuario había trabajado duro. Se dedicaba a encontrar buenas piezas a precios razonables. Luego las transportaba a la tienda y las ponía en exposición. Les quitaba el polvo. La mayor parte de su vida se la había pasado en aquella tienda, yendo a subastas de casas que se vaciaban y volviendo a comprar las mismas lámparas y mesas, revendiéndolas por segunda y por tercera vez. Comprando a clientes muertos para vender a los vivos. Su tienda se limitaba a inhalar y exhalar las mismas piezas.