El Santo se hace llamar el Comité Popular para Llamar la Atención. Se pasa el día recorriendo todas las paredes exteriores, aporreando las puertas metálicas cerradas con llave de las salidas de incendios y gritando. Pero aporreando solamente con la palma de la mano. Y sin gritar muy fuerte. Solamente lo bastante fuerte como para poder decir que lo ha intentado. Que lo hemos intentado. Que hemos sacado el máximo partido posible de la situación siendo personajes valientes y fuertes.
Que hemos organizado comités. Que hemos conservado la calma.
Que todavía seguimos sufriendo, a pesar del fantasma que reptó una noche por las tuberías y desatascó los retretes. El fantasma usó unos alicates para volver a encender el gas del calentador de agua, después de que la Camarada Sobrada se deshiciera de la manivela de la válvula. Hasta llegó a empalmar el cable de la lavadora y empezó a lavar una tanda de ropa.
Para el Reverendo Sin Dios, nuestro fantasma es el dalai lama. Para la Condesa Clarividencia, es Marilyn Monroe. O bien es la silla de ruedas vacía del señor Whittier, cuyo acerocromo sigue brillando en su camerino.
Durante el ciclo de aclarado, el fantasma añadió suavizante.
Entre recoger bombillas y pedir ayuda a gritos y deshacer las buenas obras del fantasma, casi no nos queda tiempo. El mero hecho de mantener la caldera rota es un trabajo a tiempo completo.
Y lo peor es que no podemos poner nada de esto en el guión final. No, tenemos que aparecer sufriendo. Hambrientos y doloridos. Tenemos que rezar pidiendo ayuda. La señora Clark tiene que estar controlándonos con puño de hierro.
Nada está yendo lo bastante mal. Hasta el hambre que pasamos no es tanta como querríamos. Una decepción.
—Necesitamos un monstruo —dice la Hermana Justiciera, con su bola de bolera en el regazo y los codos apoyados en ella. Usando un cuchillo para arrancarse las uñas, metiendo la punta del cuchillo debajo y moviendo la hoja a un lado y a otro para levantar cada uña y luego arrancarla, dice—: La base de toda historia de terror es que la progresión dramática tiene que jugar en contra de nosotros.
Mientras se arranca las uñas, niega con la cabeza y dice:
—Deja de doler cuando uno piensa en el dinero que van a dar las cicatrices.
Es lo único que podemos hacer para no sacar a rastras a la señora Clark de su camerino y obligarla a punta de cuchillo a abusar de nosotros y torturarnos.
La Hermana Justiciera se hace llamar el Comité Popular para Encontrar un Enemigo Decente.
La Directora Denegación va cojeando con los dos pies envueltos en jirones de seda. Se ha cortado todos los dedos de los pies. Ya no le queda nada de la mano izquierda, nada más que una aleta de hueso y piel, con todos los dedos y el pulgar cortados, y esa aleta envuelta en un fardo enorme de jirones de tela. En la mano derecha no le queda más que el índice y el pulgar. Con ellos sostiene un dedo cortado con la uña todavía pintada de color rojo oscuro.
Sosteniendo su dedo, la Directora camina de sala en sala, de la galería estilo mil y una noches al lounge estilo Renacimiento italiano, diciendo:
—Ven, minina, minina, minina. —Dice—: ¿Cora? Ven con mamá, Cora, nenita. La cena está lista…
De vez en cuando se oye la voz de San Destripado gritando en voz muy bajita:
—Ayuda… Por favor, que alguien nos ayude… —Y luego las palmadas suaves que da en las puertas de las salidas de incendios.
Todo muy suave y débil, por si acaso hay alguien justo al otro lado.
La Directora Denegación se hace llamar el Comité Popular para Alimentar a la Gata.
La Señorita Estornudos y el Eslabón Perdido son el Comité Popular para Tirar por el Retrete el Resto de la Comida Estropeada. Con cada bolsa que tiran por el retrete, meten también a la fuerza un cojín o un zapato, cualquier cosa que garantice que los retretes vayan a seguir atascados.
El Agente Chivatillo se dedica a llamar a la puerta del camerino de la señora Clark y a decirle:
—Escúcheme. —Dice—: Usted no puede ser la víctima aquí. Hemos decidido por votación que usted es el siguiente villano.
El Agente Chivatillo se hace llamar el Comité Popular para Conseguirnos un Nuevo Diablo.
Los «melocotones» de bombillas que el Casamentero recoge y le lanza a la Baronesa Congelación… Y que ella mete con tanto cuidado en cajas llenas de pelucas viejas a modo de protección… Al final de cada día, el Conde de la Calumnia las lleva al subsótano y allí las rompe en el suelo de cemento. Las tira al suelo exactamente de la misma forma en que luego le dirá al mundo que las rompió la señora Clark.
Las salas ya parecen más grandes. Más oscuras. Los colores y las paredes desaparecen en las tinieblas. El Agente Chivatillo filma los trozos de bombillas y las uñas de la Hermana Justiciera tiradas en el suelo. Astillas blancas idénticas en forma de media luna.
A pesar del fantasma, nuestra vida casi es lo bastante mala.
Para la Hermana Justiciera, el fantasma es un héroe. Y la gente, dice, odia a los héroes.
—La civilización siempre funciona mejor —dice la Hermana Justiciera metiéndose el cuchillo debajo de otra uña— cuando tenemos un hombre del saco.
Un poema sobre la Hermana Justiciera
«Un hombre puso una demanda por valor de un millón de pavos —dice la Hermana Justiciera— porque alguien le había mirado mal.»
El primer día que ella hacía de jurado.
La Hermana Justiciera en el escenario, cubriéndose con un libro la pechera de su blusa.
Su blusa amarilla de volantes y con bordes de encaje. El libro encuadernado en cuero negro con el título estampado en pan de oro sobre la portada:
Santa Biblia.
En su cara, unas gafas de montura negra.
Sus únicas joyas, una pulsera de recordatorios plateados tintineantes y trémulos,
su peinado teñido del mismo tono negro intenso que el betún de sus zapatos. Que su Biblia.
En el escenario, en vez de un foco, un fragmento de película:
en los cristales de sus gafas resplandecen imágenes reflejadas de sillas eléctricas y
de cadalsos. Imágenes borrosas de noticiarios que muestran
a prisioneros sentenciados a la cámara de gas
o a ser fusilados.
Allí donde ella debería tener ojos
no hay ojos.
Aquel primer día como jurado, en el siguiente juicio, un hombre tropezó con un bordillo y demandó
al coche de lujo sobre el que había caído.
Pidiendo un premio de cincuenta mil pavos por ser un patoso así de estúpido.
«Toda esa gente que no tiene sentido de la coordinación física», dice la Hermana Justiciera.
Todos tienen un enorme talento para echar la culpa.
Otro hombre quería cobrarle cien de los grandes a un tipo que se había dejado extendida en su jardín
una manguera que le hizo tropezar, y romperse el tobillo,
mientras escapaba de la policía por otro caso completamente distinto
de violación.
El violador lisiado quería una fortuna por su dolor y su sufrimiento.
Allí arriba, en el escenario, con las medallitas de plata
brillando junto al encaje del puño de su camisa,
agarrando la Biblia con los dedos de las dos manos,
con las uñas pintadas del mismo color amarillo que los volantes,
la Hermana Justiciera dice que ella paga sus impuestos con puntualidad.
Que nunca cruza la calzada sin mirar. Que recicla el plástico.
Que va a trabajar en autobús.
«Y después de aquello —dice la Hermana Justiciera sobre su primer día como jurado—, le dije al juez…»
Alguna versión estilo pulsera de medallitas de:
«A la mierda con este rollo».
Y el juez la detuvo a ella por desacato.
Un relato de la Hermana Justiciera
Fue el verano en que la gente dejó de quejarse del precio de la gasolina. El verano en que dejaron de echar pestes de los programas que daban por televisión.
El 24 de junio, el sol se puso a las 8.35. El crepúsculo civil terminó a las 9.07. Una mujer iba caminando colina arriba por el tramo empinado de Lewis Street. En la manzana que quedaba entre las avenidas Diecinueve y Veinte, oyó el ruido de alguien que aporreaba algo. Era el ruido que podría hacer un martinete, un ruido de martillazos muy fuertes que ella pudo notar a través de los zapatos planos en la acera de cemento. Se producía cada pocos segundos, y se volvía más fuerte con cada martillazo, como si se estuviera acercando. La acera estaba vacía y la mujer retrocedió hasta apoyarse en la pared de ladrillo de un edificio de alquiler de apartamentos. Al otro lado de la calle había un hombre oriental de pie en la reluciente entrada de cristal de una charcutería, secándose las manos en un trapo blanco. En algún punto a oscuras en medio de dos farolas, algo de cristal se rompió. El porrazo volvió a sonar y la alarma de un coche se puso a aullar. Los porrazos se acercaron, invisibles en plena noche. Un expendedor de periódicos salió disparado de lado y se estrelló contra la calle. Algo volvió a estrellarse, dijo la mujer, y estallaron las ventanas de una cabina telefónica situada solamente a tres coches aparcados de distancia del sitio donde ella estaba.
De acuerdo con un pequeño artículo en el periódico del día siguiente, se llamaba Theresa Wheeler. Tenía treinta años. Y estaba empleada en un bufete de abogados.
Para entonces el hombre oriental se había vuelto a meter en la charcutería. Le dio la vuelta al letrero de forma que dijera: Cerrado. Con el trapo todavía en la mano, corrió hasta la parte trasera de la tienda y apagó las luces.
Entonces la calle se quedó a oscuras. La sirena del coche aullaba. El estruendo regresó, tan fuerte y tan cercano que el reflejo de Wheeler reverberó cuando temblaron los cristales del escaparate de la charcutería a oscuras. Un buzón, atornillado a la acera, explotó haciendo tanto ruido como un cañón y después se quedó temblando, vibrando, abollado e inclinado a un lado. Un poste de madera de la compañía eléctrica se estremeció y sus cables cayeron sobre este, golpeteándose entre sí y provocando una lluvia de chispas, como fuegos artificiales resplandecientes.
A una manzana colina abajo de donde estaba Wheeler, en el costado de plexiglás de la marquesina de una parada de autobuses, con la fotografía alumbrada de fondo de una estrella de cine vestida únicamente con calzoncillos, el plexiglás explotó.
Wheeler permaneció de pie, con la espalda pegada a la pared de ladrillo que tenía detrás, con los dedos metidos en las junturas de los ladrillos, las yemas de los dedos tocando la argamasa, aferrándose con tanta fuerza como si fueran de hiedra. Con la cabeza tan echada hacia atrás que cuando se lo mostró a la policía, cuando les contó su historia, el áspero ladrillo le había dejado un punto calvo en la cabeza.
Y luego, dice ella, nada.
No sucedió nada. No pasó nada por la calle a oscuras.
La Hermana Justiciera, que es quien está contando esto, se está embutiendo un cuchillo debajo de cada una de sus uñas haciendo palanca hasta arrancarlas.
El crepúsculo civil, dice, es el período de tiempo que media entre el crepúsculo y el momento en que el sol está a más de seis grados por debajo del horizonte. El crepúsculo civil, dice la Hermana Justiciera, es distinto al crepúsculo náutico, que dura hasta que el sol está a doce grados por debajo del horizonte. El crepúsculo astronómico dura hasta que el sol está a dieciocho grados por debajo del horizonte.
La Hermana cuenta que aquello que nadie había visto siguió avanzando colina abajo desde el sitio donde estaba Theresa Wheeler y abolló el techo de un coche que estaba parado en un semáforo en las inmediaciones de la calle Dieciséis. La misma nada invisible destruyó el letrero de neón de The Tropics Lounge, aplastando los tubos de neón y doblando el letrero por la mitad pese a que estaba junto a la ventana de un tercer piso.
Con todo, no había nada que describir. Efectos sin causas. Un disturbio invisible había avanzado causando estragos desde la avenida Veinte hasta alguna parte cerca de los muelles.
El 29 de junio, dice la Hermana Justiciera, el sol se puso a las 8.36.
El crepúsculo civil terminó a las 9.08.
De acuerdo con un tipo que trabajaba en la taquilla del Olympia Adult Theater, algo pasó rozando la parte delantera de cristal de su taquilla. Algo que no pudo ver. Fue más bien un ruido como de aire, como un autobús invisible o como una gigantesca exhalación, y pasó tan cerca de él que hizo revolotear los billetes que había estado amontonando. Nada más que un ruido agudo. En el margen de su campo visual, las luces de la cafetería que había en la acera de enfrente parpadearon, se encendieron y se apagaron, como si algo emborronara el mundo entero durante un instante.
Un instante más tarde, el taquillero dijo haber oído los porrazos enormes de los que también hablaba Theresa Wheeler. Un perro ladró en algún punto de la oscuridad. Era el ruido de algo que caminaba, le dijo a la policía el chaval de la taquilla. El ruido de algo que avanzaba con pasos de gigante. Un pie gigantesco que nunca vio pasar, a una distancia no mayor que la que alcanza la respiración.
El primero de julio la gente se estaba quejando de la escasez de agua. Refunfuñando por los recortes del presupuesto municipal y por toda la policía a la que se estaba suspendiendo temporalmente por falta de dinero. Aumentaban los robos en los coches. Las pintadas con espray y los atracos a mano armada.
El 2 de julio ya no se quejaban.
El primero de julio el sol se puso a las 8.34, y el crepúsculo civil terminó a las 9.03.
El 2 de julio, una mujer que estaba paseando a su perro encontró el cuerpo de Lorenzo Curdy, con un lado de su cara aplastado. Muerto, dice la Hermana Justiciera.
—Hemorragia subaracnoide —dice.
En el momento previo a ser golpeado, el hombre debió de sentir algo, tal vez la ráfaga de aire, algo, porque se tapó la cara con las manos. Cuando lo encontraron, tenía las manos clavadas en la cara, sepultadas tan adentro que las uñas le habían llegado hasta el mismo cerebro aplastado.
Estás en la calle, y mientras vas andando entre dos farolas, lo puedes oír en la oscuridad. El estruendo. Alguna gente lo describía como ruido de pisadas enormes. Luego se oía un segundo ruido más cercano, al lado de uno, o, peor todavía, la siguiente víctima eras tú. La gente lo oía acercarse, una vez, dos veces, cada vez más cerca, y se quedaban paralizados. O bien obligaban a sus pies a moverse, el izquierdo, el derecho, el izquierdo, dando tres o cuatro pasos hasta meterse en un portal cercano. Se agachaban, encogidos de miedo, al lado de un coche aparcado. Y el siguiente paso sonaba más cerca, se oía un estruendo y la alarma de un coche se ponía a aullar. Aquella cosa avanzaba por la calle, cada vez más cerca, cada vez más fuerte y más rápido.