Fantasmas (27 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Flint llevaba una especie de vestido largo sin espalda, con unos tirantes que se ataban detrás del cuello para mantener la parte de delante en su sitio. Y sí, se le veían las tetas grandes, pero Flint dijo que era el vestido nuevo.

Y Webber dijo:

—No, no es eso. Hace cuatro estados que te están creciendo las tetas.

—Me criticas —dijo Flint— porque las tengo más grandes que las tuyas.

Y Webber dijo, muy flojito y con una parte de la boca pintada con pintalabios:

—Antiguo sargento de primera Flint Stedman, te estás volviendo una puta vaca horrorosa…

Y empezaron a volar lentejuelas y trozos de peluca por todas partes. Aquella noche no ganaron ni un centavo. Nadie quiere zurrar a alguien que ya está hecho una pena, todo lleno de arañazos y sangrando. Con los ojos inyectados de sangre y el rímel todo corrido de llorar.

Mirando hacia atrás, aquella pelea de locas a punto estuvo de hundirles la misión.

La razón de que este país no pueda ganar una guerra es que nos pasamos el tiempo peleando entre nosotros en lugar de con el enemigo. Es como cuando el Congreso no deja que el ejército haga su trabajo. Y así nunca se puede solucionar nada. Webber y Flint no son mala gente, solamente son típicos de lo que estamos intentando superar. Su misión no consistía más que en solucionar la situación de terrorismo. Solucionarla de una vez por todas. Y para eso hacía falta dinero. Para pagarle la escuela de aviación a la chica de Flint. Para poder hacerse con un jet. Conseguir las drogas que necesitaban para dejar fuera de combate al piloto de la compañía de alquiler. Y para todo eso hacía falta una buena tajada de dinero.

Si hay que ser sinceros, las tetas de Flint estaban empezando a dar un poco de miedo.

Ahora, en el avión, reclinados en asientos de cuero blanco a quince mil metros de altura, se dirigen al sur sobrevolando el mar Rojo, hasta llegar a Jedda, donde girarán a la izquierda.

Los otros tipos que están ahora mismo en el aire, y que se dirigen todos a sus blancos asignados, uno no quiere ni imaginar de dónde han sacado el dinero. El dolor y las torturas que han tenido que soportar.

A Webber todavía se le ven los agujeros que se perforó en las orejas y lo estirados y caídos que tiene los lóbulos de llevar aquellos pendientes colgantes.

Mirando hacia atrás, la mayoría de las guerras de la historia fueron por la religión.

Esto no es más que el ataque que pondrá fin a todas las guerras. O por lo menos a la mayoría.

Después de que Flint recuperara el control de sus tetas, se fueron de gira por las universidades. Por cualquier parte donde la gente bebiera cerveza y no tuviera nada que hacer. Para entonces Flint ya tenía una retina desprendida y colgante que lo había dejado ciego de un ojo. Webber tenía una pérdida auditiva del sesenta por ciento como resultado de los porrazos que había recibido en el cerebro. En urgencias lo llamaban lesiones cerebrales traumáticas. Los dos tenían temblores y necesitaban las dos manos para sujetar con firmeza el cepillito del rímel. Los dos estaban demasiado agarrotados para subirse la cremallera de su propio vestido. Se tambaleaban hasta con los zapatos de tacón medio. Y sin embargo, seguían adelante.

Cuando llegara la hora, cuando los cazas de los Emiratos Árabes Unidos aparecieran detrás de ellos, es posible que Flint ya estuviera demasiado ciego para volar, pero estaría en la cabina del piloto con todos sus conocimientos aprendidos en el ejército del aire.

Aquí, en la cabina de cuero blanco de su Gulfstream
G550
, Flint se ha quitado las botas de un par de patadas y en los pies descalzos se le ven todavía las uñas pintadas de color pezón. Todavía se puede notar un rastro de Chanel N.º 5 mezclado con su olor corporal.

En uno de sus últimos espectáculos, en Missoula, Montana, una chica salió del público y les dijo que eran unos intolerantes asquerosos. Que estaban promoviendo crímenes violentos y odio contra los miembros desfavorecidos por su género de nuestra sociedad, por lo demás plural y pacífica…

Y Webber dejó de cantar «Buttons and Bows», en la versión pulida de Doris Day, no en la versión empalagosa de Dinah Shore, enfundado en un vestido tubo de satén azul sin tirantes, con todo el pelo del pecho, de los hombros y de los brazos ondeando de muñeca a muñeca como una fastuosa boa de plumas negras, y le preguntó a la chica:

—¿Quieres comprar un puñetazo o no?

Y Flint, que estaba a un paso de allí, al principio de la cola, recogiendo el dinero de la gente, dijo:

—Dale con todas tus fuerzas.

Dijo:

—Es mitad de precio para las chicas.

Y la chica se los quedó mirando, dando golpecitos en el suelo con una de sus zapatillas de tenis, con la boca fruncida y torcida hacia un lado de su cara.

Y por fin dijo:

—¿Puedes fingir que cantas la canción esa de
Titanic
?

Y Flint le cogió sus diez dólares y le dio un abrazo.

—Por ti —le dijo— podemos poner esa canción toda la noche…

Aquella fue la noche en que por fin llegaron a los cincuenta mil que necesitaban para la misión.

Ahora, mirando por las ventanillas del avión, se ve la costa rasgada de color marrón y dorado de Arabia Saudí. Las ventanillas de un Gulfstream son dos o tres veces más grandes que las de un avión de línea comercial. El mero hecho de mirar, de ver el sol, el océano y todo lo demás mezclado desde esta altura, casi le da a uno ganas de vivir. De cancelar la misión y volverse a casa, por negro que esté el futuro.

Los Gulfstream llevan combustible suficiente para volar 6.750 millas náuticas, con un viento en contra de hasta el ochenta y cinco por ciento. Para llegar al objetivo solo tenían que recorrer 6.701, lo cual les dejaba el combustible suficiente para soltar el equipaje: sus maletas más los montones de sacos que Jenson cargó en Florida, donde aterrizaron porque el piloto empezó a encontrarse mal. Después de que ellos le dieran una taza de café. Tres cápsulas de Vicodin machacadas y mezcladas con el café bastaban para dejar a cualquiera grogui, aturdido y mareado. Así que aterrizaron. Dejaron en tierra al piloto de la línea. Subieron los sacos. Y allí estaba la chica de Flint, Sheila, recién salida de la academia de aviación y lista para despegar.

En la puerta abierta de la cabina del piloto, ves cómo Sheila se quita los auriculares para poner el cuello a descansar. Mirando hacia atrás por encima del hombro, dice:

—Acabo de oírlo por la radio. Alguien ha vaciado un avión entero lleno de fertilizante encima del Vaticano…

Mira por dónde, dice Webber.

Mirando por su ventanilla, repantigado en su asiento abatible de cuero blanco, Flint dice:

—Tenemos compañía.

Desde su lado del avión se ven dos cazas. Flint los saluda con la mano. Los perfiles diminutos de los pilotos de los cazas no devuelven el saludo.

Y Webber mira el hielo que se está derritiendo en su vaso vacío y dice:

—¿Adónde vamos?

Desde la cabina del piloto, Sheila dice:

—Los hemos tenido con nosotros desde que giramos tierra adentro en Jedda.

Y se vuelve a poner los auriculares.

Y Flint se inclina sobre el pasillo para volver a llenarle el vaso vacío de whisky, y dice:

—¿Te suena la Meca, coleguita? ¿El Al-Haram? —Dice—: ¿Y la Ka’ba?

Sheila, tocándose el auricular que tiene en la oreja, dice:

—Ellos se encargan del Tabernáculo de los Mormones… De la sede de la Convención Nacional Baptista… Del Muro de las Lamentaciones y de la Cúpula de la Roca de Jerusalén… Del Hotel Beverly Hills…

Nanay, dice Flint. El desarme no funcionó. Las Naciones Unidas tampoco. Y sin embargo, puede que esto funcione.

Y su amigo Jenson, nuestro Reverendo Sin Dios, será el único superviviente.

Webber dice:

—¿Qué hay en el hotel Beverly Hills?

Flint apura su vaso y dice:

—El dalai lama…

La chica de Missoula, Montana, Webber consiguió su nombre y su número de teléfono aquella noche. Y cuando llegó el momento de que todos hicieran testamento, Webber le dejó a la chica todo lo que tenía en el mundo, incluido el Mustang que tenía en el aparcamiento techado de la casa de sus padres, su juego de herramientas Craftsman y catorce bolsos de Coach con los zapatos y los vestidos a juego.

Aquella noche, después de que ella pagara cincuenta pavos para partirle la cara a Webber, la chica se quedó mirando su ojo blanco y ciego y tan hinchado que casi no podía abrirlo y sus labios partidos. Él tenía tres años más que ella, pero parecía su abuela, y ella le preguntó:

—¿Y por qué estás haciendo esto?

Y Webber se quitó la peluca, con todos los mechones y rizos de pelo rubio pegados a la sangre que tenía reseca alrededor de la nariz y de la boca. Y dijo:

—Todo el mundo quiere cambiar el mundo para mejor.

Bebiéndose su cerveza light, Flint miró a Webber. Negó con la cabeza y dijo:

—Cabrón… —Flint dijo—: ¿Esa peluca no es mía?

11

No todos los días están llenos de terror.

A este trabajo en concreto el Casamentero lo llama «coger melocotones blancos».

Uno arrastra dos sofás blancos llenos de volutas hasta juntarlos, el uno frente al otro, justo debajo del «árbol». En esa isla hecha de sofás, se construye una «escalerilla» poniendo mesillas labradas en dorado una encima de otra. Cada mesilla con su superficie pesada y gris de mármol surcado de venas rosadas. Encima de las mesillas, se amontonan butacas palaciegas frágiles y delicadas como cáscaras de huevo, para poder subir todavía más arriba. Hasta que uno puede ver desde lo alto los nidos grises de las pelucas polvorientas de todo el mundo, y las caras de todo el mundo tan echadas hacia atrás que las bocas se les abren hasta el cuello. Tan alto que se puede vislumbrar el foso que les queda detrás de las clavículas y ver cómo los peldaños de sus costillares desaparecen en sus vestidos o los cuellos de sus camisas.

Todo el mundo tiene las manos envueltas en trapos sanguinolentos. Los guantes cuelgan flácidos debido a la ausencia de dedos. Los zapatos están rellenos de calcetines hechos bolas en el lugar de los dedos de los pies que faltan.

Nos llamamos a nosotros mismos el Comité Popular para Conservar la Luz del Día.

El Casamentero coge un «melocotón», envolviéndolo en terciopelo para protegerse la mano, y se lo baja al flaco San Destripado. Que a su vez se lo da al Chef Asesino, a quien le cuelga la tripa enorme de la cintura de sus pantalones.

El Agente Chivatillo, con la cámara de vídeo frente a la cara, filma cómo el melocotón va pasando de mano en mano.

En los melocotones más antiguos, los que están ennegrecidos, uno se puede ver reflejado. El Casamentero dice que es por los filamentos de tungsteno. Si la electricidad pasara sin más por ellos, el cable finísimo se incendiaría. Es por eso que los melocotones están todos llenos de un gas inerte. En la mayoría de los casos, argón. Un gas que no se puede respirar y que evita que se incendie el filamento de tungsteno. Los más viejos están llenos de nada. De vacío.

El Casamentero, que tiene pecas rosadas en las mejillas y a quien se le ven más pecas rosadas en los antebrazos debido a que va remangado hasta el codo, nos dice:

—El punto de fusión del tungsteno es de tres mil trescientos grados centígrados.

El calor normal de un «melocotón» bastaría para fundir una sartén. Bastaría para hacer hervir peniques de cobre. A dos mil doscientos grados centígrados.

En lugar de incendiarse, el filamento de tungsteno se evapora, átomo a átomo. Algunos átomos rebotan en los átomos de argón y se vuelven a adherir al filamento en forma de cristales diminutos como joyas perfectas. Otros átomos de tungsteno se adhieren al interior más frío del «melocotón» de cristal.

Los átomos «se condensan», dice el Casamentero. Recubren el interior del cristal de metal y convierten el exterior en un espejo.

Con el interior congelado y negro, las bombillas se convierten en espejitos redondos que nos hacen parecer gordos. Hasta al flaco San Destripado, a quien las perneras del pantalón y las mangas siempre se le doblan y le cuelgan alrededor de los tallos huesudos de los brazos y las piernas.

No, no todos nuestros días están llenos de asesinatos y torturas. Algunos son como sigue:

La Camarada Sobrada coge un melocotón y gira la cabeza para verse la cara reflejada en el cristal curvado desde distintos ángulos. Con los dedos de la mano que le queda libre, se estira de la piel flácida por encima de la oreja. Y cuando estira, le desaparece la cavidad oscura que tiene debajo del pómulo de ese lado.

—Esto va a sonar terrible —dice la Camarada Sobrada. Sus dedos sueltan la piel y esa mitad de su cara recupera las bolsas y las arrugas oscuras—. Antes veía fotografías de toda aquella gente encerrada entre alambradas en los campos de exterminio —dice—. De aquellos esqueletos vivientes. Y siempre pensaba: Esa gente podría ponerse cualquier cosa.

El Conde de la Calumnia extiende el brazo hacia ella para recoger sus palabras con la grabadora plateada de bolsillo.

La Camarada Sobrada le da el melocotón a la Baronesa Congelación…

Que dice:

—Tienes razón. —La Baronesa Congelación dice—: Ha sonado espantoso.

Y la Camarada Sobrada se acerca al micrófono y dice:

—Si estás grabando esto, eres gilipollas.

La Baronesa Congelación, con los dientes sueltos y castañeteándole en las encías, con sus enormes dientes blancos estrechándose hasta mostrar su fina raíz marrón, le da el melocotón al Duque de los Vándalos.

El Duque tiene la cola de caballo suelta y el pelo le cuelga delante de la cara. Su mandíbula se mueve en círculos lentos para masticar el mismo chicle de nicotina que lleva masticando desde el principio de los tiempos. El pelo le huele a cigarrillos de clavo.

El Duque le da el melocotón a Miss América, las raíces oscuras de cuyo pelo rubio oxigenado son un indicador del tiempo que llevamos aquí atrapados. Nuestra pobre y embarazada Miss América.

Por encima de nosotros, el árbol parpadea y se queda a oscuras un momento. Durante ese tiempo, no existimos. Nada existe. Un momento más tarde, la electricidad vuelve con un centelleo. Y volvemos a existir.

—El fantasma —dice el Agente Chivatillo, y su voz se oye débil desde detrás de su cámara.

—El fantasma —repite el Conde de la Calumnia dirigiéndose a la grabadora que lleva dentro del puño cerrado.

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