«Así que nuestro Dios», dice el Reverendo Sin Dios, con los
brazos desnudos y los músculos de las pantorrillas punteados,
con las marcas negras del pelo afeitado que le crece en todos los poros,
Dice: «Nuestro Dios todopoderoso se asustó tanto que dispersó a la especie humana
por toda la Tierra,
y disgregó su idioma para mantener a sus hijos separados».
Parte transformista de cabaret y parte marine retirado, el Reverendo Sin Dios,
con sus lentejuelas rojas centelleantes, dice:
«¿Un Dios todopoderoso y es tan inseguro
como para enfrentar a sus hijos entre ellos y así debilitarlos?».
Dice: «¿Ese es el Dios al que se supone que tenemos que venerar?».
Un relato del Reverendo Sin Dios
Webber mira a su alrededor, con la cara desencajada, con un pómulo más alto que el otro. Uno de sus ojos no es más que una bola blanca como la leche embutida en la hinchazón de color negro rojizo que tiene debajo de la ceja. Los labios de Webber están tan profundamente partidos por el medio que tiene cuatro labios en vez de dos. Y dentro de todos esos labios no parece que le quede ni un solo diente.
Webber contempla la cabina del pasaje del avión, el cuero blanco de las paredes y la madera de arce moteado tan barnizada que refleja las cosas como un espejo.
Webber mira la copa que tiene en la mano, el hielo que apenas se derrite por culpa de la potencia del aire acondicionado. Y dice, demasiado alto por culpa de su pérdida auditiva, casi gritando:
—¿Dónde estamos?
Están en un Gulfstream G550, el jet privado más cómodo que uno puede alquilar, dice Flint. Luego Flint se mete dos dedos en un bolsillo de los pantalones y le da algo a Webber a través del pasillo. Una pastillita blanca.
—Trágate esto —dice Flint—. Y bébete tu copa, ya casi hemos llegado.
—¿Llegado adónde? —dice Webber, y hace bajar la pastilla de un trago.
Todavía está girado hacia atrás para mirar los sillones de cuero blanco que giran y se pueden abatir. La moqueta blanca. Las mesas de arce moteado, tan abrillantadas que parecen mojadas. Los sofás de ante blanco que bordean la cabina del pasaje. Los cojincitos a juego. Las revistas, cada una del tamaño de un póster de cine, llamadas
Elite Traveler
, con un precio de venta al público de cincuenta dólares. Los posavasos y los grifos del cuarto de baño con revestimiento de oro de veinticuatro quilates. La cocina con su máquina de café expreso y su luz halógena que arranca reflejos resplandecientes de la cristalería de cristal emplomado. El microondas y la nevera y la máquina de hielo. Todo esto mientras vuelan a quince mil metros de altura, a velocidad Mach cero coma ochenta y ocho en algún lugar por encima del Mediterráneo. Todos bebiendo whisky escocés. Todo más cómodo y agradable que ningún sitio en el que nunca vas a estar. Ningún sitio salvo quizá el ataúd.
Cuando Webber echa la cabeza hacia atrás para darle un trago a su copa, eleva su nariz enorme y parecida a una patata roja en medio del aire frío y se le puede ver el interior de los orificios nasales. Y se puede ver que no comunican con nada, ya no. A pesar de ello Webber dice:
—¿A qué huele?
Y Flint olisquea y dice:
—¿Te resulta familiar el nitrato de amonio?
Es el nitrato de amonio lo que su colega Jenson tenía listo para ellos en Florida. Su colega de la guerra del Golfo. Nuestro Reverendo Sin Dios.
—¿El fertilizante, quieres decir?
Y Flint dice:
—Media tonelada.
A Webber le tiembla tanto la mano que se oye tintinear el hielo dentro de su vaso vacío.
Los temblores de su mano no son más que Parkinson traumático. La encefalopatía traumática provoca eso, cuando se da una necrosis parcial de los tejidos cerebrales. Cuando las neuronas son reemplazadas por tejido cicatrizado y cerebralmente muerto. Te pones una peluca roja y rizada y pestañas postizas, haces playback con una canción de Bette Midler en el Rodeo y Feria del Condado de Collaris y le ofreces a la gente la posibilidad de pegarte puñetazos en la cara a diez pavos el golpe, y así se puede ganar pasta.
En otros sitios tienes que llevar una peluca rubia rizada, embutir el culo en un vestido ajustado con lentejuelas y meter los pies en el par de zapatos de tacón alto más grandes que puedas encontrar. Te pones a hacer playback con la canción esa de Barbra Streisand, «Evergreen», y será mejor que tengas a un amigo esperando para llevarte a urgencias. Antes de nada te tomas un par de cápsulas de Vicodin. Antes de pegarte esas uñas postizas largas de color rosa de Barbra Streisand, porque después de ponértelas ya no puedes coger nada más pequeño que una botella de cerveza. Si te tomas primero tus calmantes, puedes cantar tanto la cara A como la cara B de
Color Me Barbra
antes de que un puñetazo realmente bueno te deje fuera de combate.
Nuestra primera idea para recaudar fondos fue «Puñetazos al mimo por cinco pavos». Y funcionó, sobre todo en poblaciones universitarias. En las universidades agrícolas. En algunas poblaciones, nadie se iba a casa sin los nudillos manchados de ese maquillaje blanco de payaso. De maquillaje blanco de payaso y sangre.
El problema fue que la novedad se agota pronto. Alquilar un Gulfstream cuesta una pasta. Solamente comprar el carburante y el aceite para volar de aquí a Europa sale por treinta mil pavos. No sale tan caro si vuelas solamente de ida, pero no te conviene entrar en una agencia de alquiler de vuelos chárter y decir que planeas llevarte un avión en un viaje solamente de ida: no es manera de pasar desapercibido.
No, Webber se ponía esos leotardos negros y la gente empezaba a salivar por pegarle. Se pintaba la cara de blanco, se metía en su caja invisible, se ponía a hacer el mimo y el dinero empezaba a entrar a punta de pala. Sobre todo en universidades, pero también hacíamos buen negocio en ferias de condados y ferias estatales. Aunque la gente se lo tomara como alguna clase de número cómico como aquellos de antaño donde la gente se pintaba la cara de negro, seguían pagando para derribarlo. Para hacerle sangrar.
Para los bares de carretera, después de que el número del mimo se agotara, probamos con «Puñetazos a una chica por cincuenta pavos». Flint tenía una chica que estaba dispuesta. Pero después de recibir un solo golpe en la cara, nos dijo:
—Ni hablar…
En el suelo, sentada sobre la alfombra de cáscaras de cacahuete y agarrándose la nariz, la chica dijo:
—Mandadme a la escuela de aviación. Dejadme que haga de piloto en vez de esto. Todavía quiero ayudar.
Todavía teníamos a lo que debía de ser la mitad del bar haciendo cola con su dinero. Padres divorciados, novios abandonados, tipos con viejos problemas para dejar de usar pañales, todos ellos deseosos de pegar con todas sus fuerzas.
Y Flint dijo:
—Esto lo arreglo yo.
Y ayudó a la chica a ponerse de pie. La cogió del codo y la llevó al lavabo de señoras. Mientras entraba con ella, Flint levantó la mano con los dedos extendidos y dijo:
—Dame cinco minutos.
Recién licenciados del ejército como estábamos, no sabíamos de qué otra forma ganar dinero. No de forma legal. Tal como lo veía Flint, todavía no hay ninguna ley que diga que no puedes cobrar a la gente por partirte la cara.
Y entonces Flint salió del lavabo de señoras, llevando la peluca de sábado noche de la chica y después de haberse puesto todo su maquillaje en su enorme cara recién afeitada. Se había desabotonado la camisa y se había atado los faldones de la misma por encima de la tripa y se había metido toallitas de papel para simular que tenía tetas. Con la boca embadurnada con varias barras de pintalabios, Flint dijo:
—Manos a la obra.
Y los tipos que estaban en la cola se pusieron a decir que cincuenta pavos por pegar a un tío era una estafa.
Así que Flint dijo:
—Bueno, pues diez pavos…
Pero los tipos seguían sin verlo claro, y miraban a su alrededor en busca de alguna forma mejor de malgastar su dinero.
Fue entonces cuando Webber fue a la máquina de discos. Metió una moneda de un cuarto de dólar. Pulsó un par de botones y… magia. Empezó a sonar la música y durante lo que duró un suspiro lo único que se oyó fue a todos los hombres del local soltando un gemido largo.
La canción que sonaba era la canción lacrimógena esa del final de la peli
Titanic
. La de la churri canadiense.
Y Flint, con su peluca rubia y su enorme boca de payaso, se subió a una silla, luego a una mesa, y se puso a cantar la canción. Mientras todo el bar miraba, Flint se dejó la piel cantando, acariciándose los costados de sus vaqueros con las manos de arriba abajo. Con los ojos cerrados, lo único que se veía era su sombra de ojos azul reluciente. Y aquella mancha roja que cantaba.
Justo a tiempo, Webber levantó una mano para ayudar a Flint a bajar. Flint se la cogió, con gesto femenino y sin dejar de hacer playback. Ahora se veía que tenía las uñas pintadas de color rojo caramelo. Y Webber le susurró:
—He metido cinco pavos en monedas de veinticinco centavos.
Webber ayudó a bajar a Flint para que hiciera frente al primer tipo de la cola y le dijo:
—Esta canción es lo único que van a oír durante toda la noche.
Con los cinco pavos de Webber, aquella noche ganaron casi seiscientos dólares. No quedó un solo puño en el bar que no pegara a fondo y que no quedara tatuado del azul y el rojo del maquillaje de la cara de Flint y del verde de su delineador de ojos. Hubo algunos tíos que le estuvieron arreando hasta que se les cansó la mano y luego volvieron a la cola para usar la otra.
Aquella canción lacrimógena de
Titanic
estuvo muy a punto de matar a Flint. La canción y los tipos que llevaban pedazos de anillos enormes.
Después de aquello instauramos una norma que decía que nada de anillos. Y también comprobábamos que nadie llevara dentro de la mano un tubo de monedas de diez centavos o una pesa de pesca de plomo para que los puñetazos hicieran más daño.
De toda la gente, las peores eran las mujeres. Algunas no quedaban satisfechas hasta que veían volar dientes del otro lado de tu boca.
Las mujeres, cuanto más borrachas se ponían, más y más y más ganas les venían de zurrar a un travestido. Sobre todo si iba mejor vestido y estaba más guapo que ellas. Dar bofetadas también valía, pero no arañar.
Y muy pronto aquel mercado se abrió. Webber y Flint empezaron a saltarse las cenas. A beber cerveza light. Cada vez que llegaban a un pueblo los podías pillar mirándose de lado en un espejo, examinándose la barriga, con los hombros echados hacia atrás y sacando culo.
En cada pueblo al que llegaban parecía que tenían una puñetera maleta más. Una maleta para los vestidos de noche, los de vestir. Luego bolsas especiales para que la ropa no se les arrugara mucho. Bolsas para zapatos y cajas para pelucas. Y un estuche de maquillaje nuevo y enorme para cada uno.
Llegó un punto en que sus trapos estaban afectando al balance final. Pero si alguien lo mencionaba, Flint le decía:
—Para ganar hay que gastar.
Y eso sin contar lo que gastaban en música. Canción arriba, canción abajo, habían descubierto que la gente te quiere partir la cara si pones algunos de los siguientes álbumes:
Color Me Barbra
Stoney End
The Way We Were
Thighs and Whispers
Broken Blossoms
O
Beaches
. De verdad, sobre todo
Beaches
.
Uno podía meter a Mahatma Gandhi en un convento, cortarle las pelotas, meterle un chute de Demerol y aun así si le ponías la canción esa de «Wind Beneath Your Wings» te intentaría arrear un puñetazo en medio de la cara. O por lo menos, esa era la experiencia de Webber.
No es que el ejército los hubiera entrenado para nada de todo aquello. Pero cuando uno volvía a casa, no se encontraba ningún anuncio para expertos en munición, para especialistas en selección de objetivos de artillería ni para hombres punta de misiones. De hecho, cuando llegaron a casa, no encontraron prácticamente ningún trabajo. Y nada que pagara tanto como lo que estaba ganando Flint, con las piernas asomándole por la raja lateral de un vestido de noche de satén verde, con los dedos de los pies enfundados en la rejilla de unas medias de nailon y asomando por la parte delantera de unas sandalias doradas. Entre canciones y puñetazos, Flint solamente se detenía el tiempo justo para ponerse más base de maquillaje encima de los hematomas, con una mancha roja de pintalabios alrededor de su cigarrillo. De pintalabios y de sangre.
Las ferias de los condados iban bien para sus negocios, pero las carreras de motocicletas se les acercaban bastante. Los rodeos tampoco estaban mal. O las exhibiciones de barcas. O los aparcamientos que había junto a esas convenciones enormes de armas blancas y de fuego. No, nunca tenían que ir muy lejos en busca de una buena clientela.
Una noche, mientras volvían en coche al motel, después de que Webber y Flint se dejaran la mayor parte de su maquillaje en forma de manchas sobre el asfalto de al lado de la Exposición de Armas y Munición de los Estados del Oeste, Webber movió el retrovisor parar mirarse, sentado en el asiento del pasajero. Movió la cara para verla reflejada en el espejo desde todos los ángulos y dijo:
—No me queda mucho tiempo de dedicarme a esto.
Webber no tenía mal aspecto. Además, no importaba qué aspecto tuviera. Importaba más la canción. La peluca y el pintalabios.
—Nunca he sido lo que se dice guapo —dijo Webber—, pero por lo menos siempre me mantuve más o menos… resultón.
Flint iba al volante, mirándose la pintura roja descascarillada de sus uñas cerradas en torno al volante. Mordisqueándose una uña rota con los dientes mellados, dijo:
—Estaba pensando en ponerme un nombre artístico.
Y sin dejar de mirarse las uñas, dijo:
—¿Qué os parece el nombre
Pepper Bacon
?
Para entonces, la chica de Flint ya estaba en la escuela de aviación.
Por suerte, porque la cosa ya estaba decayendo.
Por ejemplo, justo antes de que estuvieran listos, en el aparcamiento de la Exposición de Minerales y Piedras Preciosas de los Estados de las Montañas, Webber se quedó mirando a Flint y le dijo:
—Tienes las putas tetas demasiado grandes…