—Muffy, por favor. Muffy, por favor, nos hemos perdido y alguien nos está persiguiendo —dice—. Hemos intentado hablar con la policía, pero… —Y la llamada se corta.
Como si estuviera llamando desde un túnel. O desde un paso subterráneo.
Al día siguiente el titular del periódico dice: «Encuentran apuñalados a una editora y al presidente de una compañía textil».
Ahora, casi todas las mañanas, hay un titular nuevo que evitar: «Encuentran a una vagabunda destripada».
O: «El asesino de la gente sin hogar sigue matando».
En alguna parte, todas las noches, la limusina negra sigue buscando a la señora Keyes, la única testigo de un crimen. Alguien está matando por las calles a cualquiera que pueda ser ella. A todo el que va vestido con harapos y duerme debajo de un montón de mantas.
Es entonces cuando Evelyn decide pasar el mono. Cancela la suscripción al periódico. Para reemplazar el televisor, se compra un tanque de cristal provisto de un lagarto que cambia de color para hacer juego con cualquier combinación de pinturas.
Hoy día la señora Keyes es lo contrario de alguien sin hogar. Tiene demasiado hogar. El hogar le pesa. Está sepultada en su hogar. Se dedica a leer sus catálogos. A mirar las fotografías satinadas de adornos para el jardín. Las joyas con diamantes hechos a partir de las cenizas de tus seres queridos muertos.
Por supuesto, sigue echando de menos a sus amigas. A su marido. Pero es lo que solía decir Inky: Estar ausente es la nueva forma de estar presente.
Y sigue comprando entradas para los eventos de caridad. Para las subastas benéficas y los recitales de danza. Es importante saber que está haciendo algo para mejorar un poco el mundo. Su próximo proyecto de futuro es irse a nadar con las ballenas grises en peligro de extinción.
Dormir bajo las ramas de una selva amazónica en pleno proceso de deforestación.
Fotografiar algunas cebras en vías de extinción. Ir de vacaciones al arroyo ecológico.
Es importante estar concienciado. Y ella todavía quiere aportar su granito de arena.
Aquel verano en la Villa Diodati, nos cuenta la señora Clark, no había más que cinco personas:
Lord Byron, el poeta.
Percy Bysshe Shelley y su amante, Mary Godwin.
La hermanastra de Mary, Claire Claremont, que estaba embarazada de Byron.
Y el médico de Byron, John Polidori.
La escuchamos sentados alrededor de la chimenea eléctrica del salón de fumar del segundo rellano. El salón de fumar gótico. Todos hemos acercado sillones de brazos de cuero amarillo o sofás de bordado en cañamazo o confidentes de tela de tapicería que hemos traído a rastras de alguna parte, dejando rastros ondulados con las patas labradas y puntiagudas en las moquetas polvorientas y apelmazadas.
Todos estamos aquí salvo la Dama Vagabunda, que se ha ido a la cama temprano. Y Miss América, que está intentando forzar cerraduras.
La chimenea eléctrica no es más que una luz rotatoria bajo un lecho de pedazos de cristal rojo y amarillo pegados entre sí. Luz sin calor. Con todos los árboles de cristal colgantes apagados, y con el reflejo de la luz roja y amarilla bailando sobre nuestras caras, las formas que proyecta la luz roja y amarilla se mueven por los paneles de madera y por el suelo de losas de piedra encajadas.
Nada más que esas cinco personas, dice la señora Clark, aburridas y atrapadas dentro de casa por la lluvia. Shelley y compañía. Se turnaban para leerse entre ellos relatos de una antología alemana de cuentos de fantasmas titulada
Fantasmagoriana
.
—Lord Byron —dice la señora Clark— no soportaba aquel libro.
Byron decía que había más talento en aquella sala que en el libro que estaban leyendo. Dijo que cada uno de ellos podía escribir una historia de terror que fuera mejor. Que tenían que hacerlo todos. Escribir una historia.
Aquello fue casi un siglo antes de
Drácula
de Bram Stoker, pero de aquel verano salió el libro del doctor John Polidori
El vampiro
, y nuestra idea moderna de un demonio que chupa la sangre.
Durante una de aquellas noches de lluvia, mientras estallaban los truenos y los relámpagos sobre el lago Lemán, Mary Godwin, de dieciocho años, tuvo el sueño que se convertiría en la leyenda de Frankenstein. Los dos monstruos que servirían como base para incontables libros y películas.
Hasta la reunión en aquella casa se convirtió en una leyenda en sí misma. A orillas del lago Lemán, los hoteles donde la gente pasaba sus vacaciones ponían telescopios en las ventanas que daban al lago para que los clientes pudieran ver lo que todo el mundo decía que era una orgía incestuosa en la villa. Los turistas de clase media, aburridos en su gira de verano, proyectaban sus peores miedos bajo el techo de Lord Byron. No eran más que un puñado de jóvenes que intentaban vivir fuera del millón de normas de su cultura y la gente los espiaba con telescopios, esperando ver a unos monstruos.
Aquí somos el equivalente moderno de la gente que estaba en Villa Diodati.
Somos la versión moderna de la gente de la Mesa Redonda del Algonquin.
Nada más que gente que se cuenta historias los unos a los otros.
Gente en busca de una idea que produzca ecos que nunca se apaguen. Ecos en forma de libros, de películas, obras de teatro, canciones, series de televisión, camisetas, dinero.
Éramos estas mismas caras —entre un grupo tres veces mayor, una auténtica multitud— cuando nos conocimos en persona, en la parte de atrás de un café. Nosotros: las caras que entramos en la selección final. Ya entonces, la Condesa Clarividencia llevaba puesto su turbante característico. El Duque de los Vándalos iba con su cola de caballo rubia. El Eslabón Perdido, con su nariz larga y colgante y su barba oscura y enmarañada.
Igual que la gente cotillea hoy día sobre la Villa Diodati, en el futuro hablarán de aquel café. Gente que nunca vio el anuncio jurarán que estaban allí. Que fueron listos y no quisieron sumarse a la colonia. De haberlo hecho, podrían estar muertos. O ser ricos. Con el tiempo, el café, con sus expositores de periódicos gratuitos y su tablón de anuncios lleno de tarjetas de visita sujetas con chinchetas que anunciaban irrigaciones de colon y terapia holística para mascotas, resultará que tendría que haber sido del tamaño de un estadio para albergar a toda la gente que asegurará que estuvo allí aquella noche.
Aquella noche se convertirá en leyenda.
La Mitología de Nosotros.
Los porretas y los poetas y las amas de casa y nosotros, de pie con nuestros cafés en vasitos de plástico, escuchábamos mientras hablaba la señora Clark. Con sus pechos absurdos y con aquellos morros de silicona que hacían que alguna gente soltara risitas. Cuando alguien preguntó si había un número de teléfono para que el mundo de fuera pudiera contactar con la gente del retiro, la señora Clark les dijo que sí. Les dijo:
—Es el 1-800-JÓDANSE.
Y en aquel momento hubo gente que se marchó.
Lo cual quería decir que no. Que nada de contacto con el mundo de fuera. Que nada de televisión ni radio ni internet. Nada más que lo que uno pudiera llevar en una maleta.
Después de lo cual hubo más gente que se marchó.
La gente que se marchó fueron los supervivientes de la primera ronda. Los listos que conseguirán contar su historia. La cámara tras la cámara tras la cámara, como diría el señor Whittier. Tendrán su verdad final, pero solamente acerca de aquella noche.
Aquellos pobres idiotas se malvendieron.
Todos vimos el anuncio, pero de formas distintas. Colgado en distintos tablones de anuncios por la ciudad, decía:
RETIRO PARA ESCRITORES:
ABANDONE SU VIDA DURANTE TRES MESES
Desaparezca sin más. Deje atrás todo lo que le impide crear su obra maestra. Su trabajo y su familia y su casa, todas esas obligaciones y distracciones, déjelas en suspenso durante tres meses. Viva con gente afín en un entorno que promueve la inmersión total en su trabajo. Incluyendo comida y alojamiento gratuito para todos los que sean aceptados. Apueste una pequeña fracción de su vida por la posibilidad de crear un nuevo futuro como poeta, novelista o guionista profesional. Antes de que sea demasiado tarde, viva la vida con la que sueña. Plazas muy limitadas.
El anuncio estaba impreso en una ficha. Una de esas fichas para apuntar recetas. Rodeado de una línea discontinua igual que los cupones para recortar. Y en la parte de abajo había un número de teléfono. Era el número de la señora Clark, grapado al tablón de anuncios de corcho del vestíbulo de la biblioteca. Junto a los lavabos de la parte de atrás del supermercado. En la lavandería automática. Aquel anuncio impreso en una ficha se pasó una semana en todas partes. Y a la semana siguiente no estaba en ninguna parte.
Todas las fichas habían desaparecido.
La gente que veía el anuncio y llamaba al número de teléfono se encontraba una grabación de la señora Clark diciendo el nombre del café, el día y la hora en que teníamos que reunirnos.
En nuestras mentes, aquí frente a la chimenea falsa de color rojo y amarillo, ya nos podemos imaginar el futuro: la escena en que estamos contándole a la gente que emprendimos una pequeña aventura y un chiflado nos tuvo tres meses atrapados en un viejo teatro. Y ya estamos poniendo las cosas peores de lo que son. Exagerando. Diciendo que en aquel sitio hacía un frío de muerte. Que no había agua corriente. Que teníamos que racionar la comida.
Nada de lo cual es cierto, pero hace que la historia sea buena. Deformaremos la historia, sí. La inflaremos. La estiraremos. Para hacerla espectacular.
Los pequeños camerinos situados detrás del escenario que nos han dado a cada uno, cuando contemos la historia, los llenaremos de arañas venenosas. De ratas hambrientas. De pelos por todas partes que no solamente pertenecen a la gata de la Directora Denegación.
Un fantasma. Pondremos un fantasma en el viejo teatro para embellecer la historia, que haya sitio para los efectos especiales. Oh, encantaremos este sitio nosotros mismos, lo atiborraremos de almas perdidas.
Convertiremos nuestras vidas en una aventura terrible. Una historia de horror real con final feliz. Una prueba de que sobrevivimos para contar.
Salvo la Dama Vagabunda con su marido muerto en la mano, Miss América con su feto que crece y crece como una bola de nieve, célula a célula, dentro de ella, y la Señorita Estornudos con su alergia al moho, todos los demás queremos más. Más dolor y sufrimiento que sacar a la luz después, en los programas de entrevistas de las cadenas de televisión. En esos programas de la tele de los que habla Miss América. Aunque nunca nos salga una buena idea, aunque nunca escribamos nuestra obra maestra, estos tres meses atrapados aquí juntos pueden bastar para unas memorias. O una película. Un futuro que no consista en tener un trabajo normal. Sino en ser famoso.
Una historia que valga la pena vender.
Por ahora, sentados alrededor de la chimenea de cristales, estamos marcando los detalles que necesitamos para recrear esta escena en las cadenas de televisión. Para que podamos aconsejar «en el plató» sobre cómo hacer la película «auténtica». La historia de cómo fuimos secuestrados y vivimos como rehenes y de cómo cada día que pasaba la Señorita Estornudos se ponía más enferma y el bebé que llevaba dentro Miss América se hacía más grande.
Nadie lo mencionará, pero la muerte de la Señorita Estornudos sería un clímax perfecto para el tercer acto. Nuestro momento más oscuro.
El final perfecto sería el casero apareciendo de golpe después de que finalizara el contrato de alquiler, justo a tiempo de rescatar a la frágil Miss América. Y a la demente Dama Vagabunda. Unos cuantos de nosotros saldríamos cojeando, llorando y bizqueando a la luz del sol. Al resto los pondrían en camillas y los meterían en ambulancias para llevarlos al hospital en medio del estruendo de las sirenas. La película podría entonces dar un salto hacia delante para mostrarnos a todos de pie junto a la cama de hospital mientras Miss América da a luz. Y luego otro salto para mostrarnos en el funeral de la Señorita Estornudos. El fantasma de la pobre Señorita Estornudos, sacrificada para darle vidilla a la trama.
Tendríamos la cámara del Agente Chivatillo para proveernos de imágenes. Los casetes de audio del Conde de la Calumnia para las voces en off.
Luego, para rematarlo, Miss América le pondría de nombre a su recién nacida Señorita Estornudos, o como fuera que esta se llamara en realidad. Una sensación de círculo cerrado. De vida que continúa, renovada. Pobre, frágil Señorita Estornudos.
En la historia de la película-libro-camisetas, todos queremos mucho a la Señorita Estornudos… su profunda valentía… su humor jovial…
Suspiro.
No, a menos que uno de nosotros se invente un Frankenstein moderno, o un nuevo Drácula, nuestra historia va a tener que volverse mucho más dramática si queremos venderla. Necesitamos que todo empeore mucho, mucho antes del final.
A la mierda la idea de crear algo original. Para qué escribir una pieza inventada de ficción. Demasiado esfuerzo para lo poco que saca uno en metálico.
Sobre todo si hay que dividir entre diecisiete. Me refiero a los royalties. O entre dieciséis, si quitamos a la predestinada Señorita Estornudos.
Nadie dice nada, pero todos le ordenamos: Tose.
Date prisa y muérete ya.
No, cuando todos los demás se marcharon de aquella reunión en el café, nosotros fuimos los listos. Sí, parecía una aventura descabellada que nos metería en problemas graves, pero, eh, parecía una aventura descabellada que podía darnos mucho dinero.
Todos aquí sentados en silencio, pero ordenándole a la Señorita Estornudos: Tose.
Todos nos morimos de ganas de que nos ayude a hacernos famosos.
Es por eso que el Reverendo Sin Dios se cargó los cables de todas las alarmas de incendios. Nada más llegar aquí. Por lo menos eso es lo que le dijo al Casamentero. Sin Dios aprendió a manipular cables en el ejército, y el Eslabón Perdido lo ayudó aguantando la linterna. Para estar más seguros, comprobaron todas las líneas telefónicas. La única que descubrieron que todavía funcionaba, la arrancó de la pared el Eslabón Perdido con sus músculos peludos.
Es por eso que la Condesa Clarividencia clavó dientes de tenedores de plástico en todas las cerraduras y luego los partió. Para que nadie pudiera meter llaves dentro. En caso de que su agente de la libertad condicional pudiera encontrar su rastro usando la pulsera. No, ninguno de nosotros quería que lo rescataran: todavía no.