Read Entrevista con el vampiro Online
Authors: Anne Rice
—Eso y más. —Su mano apretó la mía—. No lo evites; ven conmigo.
Me llevó rápidamente por la calle. Dándose vuelta cada vez que yo vacilaba, extendía su mano, con una sonrisa en sus labios, y su presencia era tan maravillosa como en la noche que se me había aparecido en mi vida mortal y me dijo que seríamos vampiros.
—El mal es un punto de vista —me susurró ahora—. Somos inmortales. Y lo que tenemos ante nosotros son las fiestas suntuosas que la conciencia no puede apreciar y que los seres humanos no pueden conocer sin arrepentirse. Dios asesina y nosotros también; indiscriminadamente. El arrasa a ricos y pobres y nosotros hacemos lo mismo; porque ninguna criatura es igual a nosotros, ninguna tan parecida a Él como nosotros, ángeles oscuros no confiados a los límites hediondos del infierno sino paseando por Su tierra y todos Sus reinos. Esta noche quiero un niño. Yo soy como una madre... ¡Quiero un niño!
Tendría que haber sabido lo que deseaba. No lo sabía. Me tenía hipnotizado, encantado. Jugaba conmigo como lo había hecho cuando yo era un mortal; me guiaba. Me decía:
—Tu dolor terminará.
Habíamos llegado a una calle de ventanas iluminadas. Era un lugar de pensiones de marineros y de portuarios. Entramos por una puerta angosta; y entonces, en el pasillo de piedra en el que podía oír mi propia respiración como el viento, avanzó pegado a la pared hasta que su sombra se superpuso a la sombra de otro hombre, sus cabezas gachas y juntas, sus susurros como el crujido de las hojas secas.
—¿Qué es?
Me acerqué a él cuando volvió, temeroso de que la excitación que sentía en mí desapareciese. Y vi nuevamente el paisaje de pesadilla que había visto cuando hablé con Babette; sentí el frío de la soledad, el frío de la culpabilidad.
—¡Ella está aquí! —dijo él—. La herida. ¡Tu hija!
—¿De qué hablas? ¿Qué estás diciendo?
—La has salvado —me susurró—. Yo lo sabía. Dejaste frente a la ventana abierta a ella y a su madre muerta, y la gente que pasaba por la calle la trajo aquí.
—La niña..., ¡la pequeña! —dije. Pero él ya me llevaba por la puerta hasta el final de la larga hilera de camas de madera, cada una con un niño bajo una angosta sábana blanca; había un candil al fondo de la sala, donde una enfermera estaba inclinada sobre un escritorio. Caminamos por el pasillo entre las hileras.
—Niños muertos de hambre, huérfanos —dijo Lestat—. Hijos de la plaga y de la fiebre.
Se detuvo. Yo vi a la pequeña en una cama. Y luego vino el hombre y habló con Lestat; ¡qué cuidado por la pequeña dormida! Alguien lloraba en la habitación. La enfermera se puso de pie y se apresuró.
Y entonces el médico se agachó y arropó a la niña con la manta. Lestat había sacado dinero del bolsillo y lo puso sobre el pie de la cama. El médico dijo lo contento que estaba por el hecho de que nosotros hubiéramos ido a buscarla. Explicó que la mayoría de ellos eran huérfanos; venían en los barcos; a veces huérfanos demasiado pequeños para decir qué cadáver era el de su madre. Pensaba que Lestat era el padre.
Y, en unos pocos instantes, Lestat corría por las calles con ella; la blancura de la manta brillaba contra su capa negra; e incluso para mi visión experta, mientras corría detrás de él, a veces parecía como si la manta flotara en medio de la noche sin que nadie la sostuviera, una forma movediza volando en el viento como una hoja vertical y enviada por un pasaje, tratando de encontrar el viento y al mismo tiempo volando.
Finalmente conseguí alcanzarlo cuando llegamos a las lámparas cerca de la Place d'Armes. La niña descansaba pálida sobre su hombro; sus mejillas aún llenas como cerezas, aunque estaba desangrada y próxima a la muerte. Abrió los ojos, o más bien sus párpados se corrieron hacia atrás, y bajo las largas cejas vi unas rayas blancas.
—Lestat, ¿qué estás haciendo? ¿A dónde la llevas? —le pregunté.
Pero yo lo sabía. Se encaminaba al hotel y pretendía llevarla a nuestra habitación.
Los cadáveres estaban tal cual los habíamos dejado; uno meticulosamente echado en el ataúd como si un sepulturero se hubiera ocupado de la víctima; el otro en la silla, delante de la mesa. Lestat pasó a su lado como si no los viese, mientras que yo los contemplé con fascinación. Todas las velas se habían consumido y la única luz venía de la luna y de la calle. Pude ver su perfil helado y resplandeciente cuando puso a la niña sobre la almohada.
—Ven aquí, Louis; tú no te has alimentado lo suficiente. Lo sé —dijo con la misma voz calma y serena que había usado toda la noche con tanta habilidad; me tomó de la mano, y la suya estaba cálida y punzante—. ¿La ves, Louis, cuan dulce y saludable parece, como si la muerte no le hubiera arrancado la frescura? ¡La voluntad de vivir es tan poderosa! ¿Recuerdas cómo la querías tener cuando la viste en esa habitación?
Me resistí. No quería matarla. No había querido hacerlo la noche anterior. Y entonces, de improviso, recordé dos cosas conflictivas y me sentí golpeado por el dolor: recordé el poderoso palpitar de su corazón contra el mío y tuve deseos de poseerlo; unos deseos tan fuertes que di la espalda a la cama y hubiese salido corriendo de la habitación si Lestat no me hubiera agarrado; y recordé el rostro de su madre y ese momento de horror cuando dejé caer a la criatura y él entró en la habitación. Pero ahora no se estaba burlando de mí; me estaba confundiendo.
—Tú la quieres, Louis. ¿No ves que una vez que la has poseído, entonces puedes poseer a quien quieras? Anoche la deseaste, pero no tuviste el valor suficiente, y por eso ahora ella está viva.
Pude sentir que lo que él decía era verdad. Pude volver a sentir el éxtasis de tener su pequeño corazón latiendo.
—Es demasiado fuerte para mí... su corazón; no cede —le dije.
—¿Es tan fuerte? —dijo, y sonrió; me acercó a la niña—. Cógela, Louis —me instó—. Yo sé que tú la deseas.
Y lo hice. Me acerqué a la cama y la observé. El pecho apenas se le movía y una de sus manitas estaba enredada en su cabello largo y rubio. No pude soportarlo, mirándola, queriendo que no muriera y deseándola al mismo tiempo; y, cuanto más la miraba, más podía saborear su piel, sentir mi brazo cayendo por debajo de su espalda y atrayéndola hacia mí, sentir su cuello suave. Suave, suave, eso era lo que era, suave. Traté de decirme que era mejor que muriera —¿en qué se iba a convertir?—, pero ésas fueron ideas mentirosas. ¡Yo la deseaba! Y, por lo tanto, la tomé en mis brazos y puse su mejilla ardiente contra la mía, su cabello cayendo encima de mis muñecas y acariciando mis cejas; el dulce aroma de una niña, poderoso y pulsante pese a la enfermedad y la muerte. Gimió entonces, se sacudió en su sueño y eso fue superior a lo que podía soportar. La mataría antes de permitirle despertar, y yo lo sabía. Busqué su cabello y oí que Lestat me decía extrañamente:
—Nada más que un pequeño rasguño. Es un cuello pequeño.
Y yo le obedecí.
No te repetiré lo que fue, salvo que me excitó del mismo modo que antes, como siempre hace el matar, sólo que más; se me doblaron las rodillas y casi caigo en la cama, mientras la desangraba, y aquel corazón latía como si jamás cesara de hacerlo. Y, de repente, cuando yo seguía y seguía... esperando, con todos mis instintos, que empezara a detenerse, lo que significaba la muerte, Lestat me la arrancó.
—¡Pero si no está muerta! —susurré. Pero ya todo había terminado. Los muebles de la habitación emergieron de la oscuridad. Me senté perplejo, mirándola, demasiado debilitado para moverme, con mi cabeza reposando en la cabecera de la cama, y mis manos aferradas a la manta de terciopelo. Lestat la estaba despertando diciéndole un nombre:
—Claudia, Claudia, escúchame; despierta, Claudia. —La llevó fuera del dormitorio, y su voz en la sala era tan baja que apenas le oía—. Estás enferma, ¿me oyes? Debes hacer lo que te digo para estar bien.
Y entonces, en la pausa siguiente, me di cuenta de todo. Me di cuenta de lo que estaba haciendo; que se había cortado la muñeca y que se la estaba ofreciendo, y que ella estaba bebiendo.
—Así es, querida; más —le decía—. Debes beber para curarte.
—¡Maldito seas! —grité, y él me hizo callar con una mirada aterradora. Se sentó en el sofá con ella aferrada a su muñeca. Vi la mano blanca de ella asida de su manga y pude ver el pecho tratando de respirar y su rostro desfigurado, de un modo como jamás lo había visto. Dejó escapar un gemido y él le susurró que continuara; y, cuando me acerqué, me volvió a echar una mirada como diciendo: "Te mataré".
—Pero, ¿por qué, Lestat? —le dije.
Entonces él trató de desprenderse de la niña y ella no lo dejaba. Con sus dedos aferrados a la mano y al brazo de Lestat, ella mantenía la muñeca en su boca mientras se le escapaban gemidos.
—Basta ya, basta ya —le dijo. Evidentemente, le dolía. La empujó y la agarró de los hombros. Ella trató desesperadamente de alcanzar su muñeca, pero no pudo; y entonces lo miró con la más absoluta perplejidad. Él se apartó con la mano escondida. Luego se ató un pañuelo en la muñeca y se acercó a la cuerda de llamar a la servidumbre. Le dio un fuerte tirón, con sus ojos aún fijos en ella.
—¿Qué has hecho, Lestat? —le pregunté—. ¿Qué has hecho?
La miré. Ella estaba sentada, revivida, llena de vida, sin la menor señal de palidez o debilidad, con las piernas estiradas sobre el damasco, y su vestido blanco, suave y pequeño como el atuendo de un ángel alrededor de sus formas pequeñas. Miraba a Lestat.
—Yo no —le dijo él—, nunca más. ¿Comprendes? Pero te enseñaré lo que debes hacer.
Cuando traté de que me mirara y me explicara lo que estaba haciendo, me empujó a un lado. Me dio tal golpe en el brazo que reboté contra la pared. Alguien llamaba a la puerta. Yo sabía lo que iba a hacer. Una vez más traté de detenerle, pero giró con tal rapidez que no alcancé a ver cuando me pegó. Cuando lo vi, yo estaba echado sobre una silla y él abría la puerta.
—Sí, entra por favor. Hemos tenido un accidente —le dijo al joven esclavo. Y luego, al cerrar la puerta, lo cogió por detrás y el muchacho nunca supo lo que le había sucedido. E incluso cuando se arrodilló sobre el cuerpo, bebiendo, hizo un gesto llamando a la niña, quien saltó del sofá y fue a arrodillarse a su lado y tomó la muñeca que se le ofrecía, empujando rápidamente las mangas de la camisa. Rugió como si quisiera devorar esa carne, y entonces Lestat le enseñó lo que debía hacer. Él tomó asiento y dejó que ella bebiera el resto, de modo que, cuando llegó el momento, se agachó y dijo:
—Basta, se está muriendo... Nunca debes seguir bebiendo después de que se detiene el corazón, o volverás a enfermarte, enfermarte de muerte. ¿Entiendes?
Pero ella había bebido lo suficiente y tomó asiento a su lado, recostándose contra el respaldo del largo sofá. El muchacho murió a los pocos segundos. Me sentía agotado y descompuesto, como si la noche hubiera durado mil años. Me quedé mirándolos; la niña se acercó a Lestat y se apoyó en él cuando éste le pasó un brazo por el hombro, aunque sus ojos indiferentes seguían fijos en el cadáver. Luego me miró.
—¿Dónde está mi mamá? —preguntó la niña en voz baja. Su voz era igual a su belleza física, clara como una campanilla de plata. Era sensual. Toda ella era sensual. Tenía los ojos tan grandes y claros como Babette. Comprenderás que yo apenas tenía conciencia de lo que todo esto significaría. Sabía lo que podría significar, pero estaba estupefacto. Entonces Lestat se puso de pie, la levantó y se acercó a mí.
—Ella es nuestra hija —dijo—. Va a vivir con nosotros.
La miró radiante, pero sus ojos estaban fríos, como si todo fuera una broma horrible; entonces me miró y su rostro demostró convicción. La empujó en mi dirección. Ella se puso sobre mis rodillas, y yo la abracé sintiendo lo suave que era, la suavidad de su piel, como la piel de una fruta cálida, de ciruelas calentadas por el sol; sus grandes ojos luminosos se fijaron en mí con confiada curiosidad.
—Éste es Louis y yo soy Lestat —le dijo él, poniéndose a su lado. Ella miró en derredor y dijo que era una habitación bonita, muy bonita, pero que quería a su mamá. Él sacó un peine y empezó a peinarla, con los rizos en la mano para no tirar de sus cabellos; su pelo se desenredó y parecía de seda. Era la niña más hermosa que yo jamás había visto y ahora deslumbraba con el fuego frío de un vampiro. Sus ojos eran los ojos de una mujer. Se volvería blanca y solitaria como nosotros, pero no perdería sus formas. Comprendí ahora lo que Lestat había dicho de la muerte, lo que significaba. Le toqué el cuello, donde dos heridas rojas sangraban un poco.
—Tu mamá te ha dejado con nosotros. Ella quiere que seas feliz —le decía él con una confianza inconmensurable—. Ella sabe que te podemos hacer muy feliz.
—Quiero un poco más —dijo ella, mirando el cadáver en el suelo.
—No, esta noche, no. Mañana por la noche —dijo Lestat. Y fue a retirar a la dama de su ataúd. La niña saltó de mis rodillas y yo la seguí. Se quedó observando mientras Lestat puso en la cama a las dos mujeres y al esclavo. Les subió la manta hasta la barbilla.
—¿Están enfermos? —preguntó la niña.
—Sí, Claudia —dijo él—. Están enfermos y están muertos. ¿Ves?, ellos mueren cuando bebemos de ellos.
Se acercó a ella y la volvió a abrazar. Nos quedamos los dos con ella en medio. Yo estaba hipnotizado por su presencia, por ella transformada, por cada gesto suyo. Ya no era más una niña; era una vampira.
—Ahora Louis iba a abandonarnos —dijo Lestat, moviendo sus ojos de mi rostro al de ella—. Se iba a ir. Pero ahora no lo hará. Porque quiere quedarse y ocuparse de ti y hacerte feliz. —Me miró—. Vas a cuidar de ella, ¿verdad, Louis?
—¡Tú, hijo de perra! —le espeté—. ¡Maldito!
—¡Semejante lenguaje delante de nuestra hija! —dijo él.
—Yo no soy vuestra hija —dijo ella con su voz de plata—. Soy la hija de mi mamá.
—No, querida, ya no —le dijo él; miró a la ventana y luego cerró el dormitorio y puso la llave en la cerradura—. Eres nuestra hija; la hija de Louis y la mía, ¿comprendes? Bien, ¿con quién quieres dormir? ¿Con Louis o conmigo? Quizá quieras dormir con Louis. Después de todo, cuando estoy cansado... no soy tan bueno.
El vampiro se detuvo. El muchacho no dijo nada.
—¡Una niña vampira! —susurró finalmente. El vampiro echó una mirada como sorprendido, aunque el muchacho no se había movido. Miró hacia el magnetófono como si se tratase de algo monstruoso.
El muchacho se percató de que la cinta estaba a punto de acabar. Rápidamente, abrió su portafolio y sacó una nueva cinta, colocándola torpemente en su sitio. Miró al vampiro cuando apretó el botón. El rostro del vampiro parecía cansado, con sus mejillas más prominentes, y ahora faltaba poco para las diez. El vampiro se enderezó, sonrió y preguntó con calma: