Entrevista con el vampiro (13 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Me encontré mirando a las mujeres; la morena ahora iba tomando un terrible color azulado. La rubia aún respiraba.

—¡No está muerta! —dije súbitamente.

—Lo sé. Déjala en paz —dijo. Le levantó la muñeca, le hizo otra herida y volvió a llenar las copas—. Todo lo que dices tiene sentido —continuó tomando un trago—. Eres un intelectual. Yo nunca lo he sido. Todo lo que sé lo he aprendido de escuchar hablar a los hombres, no de los libros. Nunca fui lo suficiente a la escuela. Pero no soy ningún estúpido y debes escucharme, porque estás en peligro. Tú no conoces tu naturaleza de vampiro. Eres como un adulto que al recordar su infancia se da cuenta de que nunca la ha apreciado. Como hombre, tú no puedes volver al jardín de infancia y jugar con tus juguetes, pidiendo que te den amor y cuidados nuevamente sólo porque ahora sabes lo que valen. Lo mismo te sucede con tu naturaleza humana. La has dejado atrás. Ya no miras "a través de un cristal oscuro". Pero no puedes regresar al cálido mundo humano con tus nuevos ojos.

—¡Eso ya lo sé! —dije—. ¿Pero cuál es tu naturaleza? Si puedo vivir de la sangre de los animales, ¿por qué no vivir de ella sin pasar por el mundo llevando la miseria y la muerte a los seres humanos?

—¿Te hace feliz? —preguntó él—. Andas por la noche alimentándote de ratas como un miserable y luego miras por la ventana de Babette, lleno de cuidado, y, no obstante, indefenso como la diosa que fue por la noche a espiar a Endimión durmiendo y no lo pudo poseer. Y suponte que pudieras tenerla en tus brazos y ella te mirara sin horror ni disgusto. Entonces, ¿qué? ¿Unos pocos años para poder verla sufrir todas las miserias de la mortalidad y luego morir ante tus propios ojos? ¿Eso te hace feliz? Es una locura, Louis. Es en vano. Y lo que realmente tienes por delante es una naturaleza de vampiro, lo que significa matar. Porque te garantizo que si esta noche caminas por las calles y atacas a una mujer tan rica y hermosa como Babette y le chupas la sangre hasta que se derrumbe a tus pies, ya no tendrás más ganas de ver el perfil de Babette al lado del candelabro ni de escuchar por la ventana el sonido de su voz. Estarás satisfecho, Louis como se supone que debes estarlo, con toda la vida que puedes tener por delante; y cuando se vaya, tendrás hambre de lo mismo, y lo mismo y lo mismo siempre. El rojo de esta copa será igual de rojo; las rosas del empapelado de la pared estarán dibujadas tan delicadamente como ahora. Y verás la luna del mismo modo, y lo mismo el chisporroteo de una vela. Y con esa misma sensibilidad que adoras, verás a la muerte en toda su belleza, a la vida tal como sólo se conoce en el mismo punto que la muerte. ¿No lo comprendes, Louis? Tú, único entre todas las criaturas, puedes contemplar a la muerte con esa impunidad. Tú..., únicamente..., bajo la luna..., ¡puedes golpear la mano de Dios!

Se echó para atrás y vació su copa, y sus ojos pasaron por la mujer inconsciente. Sus pechos palpitaban y movió las cejas como si estuviera por recuperar el conocimiento. Un gemido escapó de sus labios.

Él nunca me había hablado así, y yo pensaba que no sería capaz de hacerlo ahora:

—Los vampiros somos asesinos —dijo—. Depredadores cuyos ojos que todo lo ven deben procurarles la debida objetividad, la capacidad de contemplar la vida en su totalidad, no con una pena lastimera sino con la excitante satisfacción de estar al final de esa vida, de participar en el plan divino.

—Así es como tú lo ves —protesté.

La muchacha volvió a gemir; tenía el rostro muy blanco. Rodó su cabeza contra el respaldo de la silla.

—Así es como es —me contestó—. ¡Tú hablas de encontrar a otros vampiros! ¡Los vampiros son asesinos! ¡No quieren tu sensibilidad! Te verán llegar antes de que tú los puedas ver y verán tus fallos y, sin confiar en ti, tratarán de matarte. Buscarían matarte aunque fueras como yo. Porque ellos son depredadores solitarios y no buscan más compañía que los felinos en las selvas. Son celosos de su secreto y de su territorio; y, si encuentras a uno o dos viviendo juntos, sólo será por seguridad. Y uno será el esclavo del otro, del modo en que tú lo eres mío.

—No soy tu esclavo —le dije. Pero incluso cuando hablaba me di cuenta de que así había sido.

—Así es como aumentan los vampiros: por medio de la esclavitud. ¿De qué otra manera, si no? —preguntó. Volvió a coger la muñeca de la chica y ella gritó cuando el cuchillo la cortó. Abrió lentamente sus ojos mientras él llenaba una copa. Hizo un guiño y trató de mantenerlos abiertos. Era como si un velo le cubriera los ojos—. Estás cansada, ¿verdad? —le preguntó él; ella lo miró como si en realidad no pudiera verlo—. ¡Cansada! —insistió él, acercándose y mirándola a los ojos—. Quieres dormir.

—Sí —murmuró ella. Y él la levantó y la llevó al dormitorio.

Nuestros ataúdes estaban sobre la alfombra y contra la pared; había una cama con una manta de terciopelo. Lestat no la depositó en la cama; la bajó lentamente hasta su ataúd.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté cuando llegué a la puerta. La chica miraba alrededor como una niña aterrorizada.

—No... —gemía. Y entonces, cuando él cerró la tapa, pegó un grito. Continuó gritando dentro del ataúd.

—¿Por qué haces eso, Lestat? —pregunté.

—Me gusta hacerlo —dijo—. Disfruto. No digo que a ti te tiene que gustar. Cuida tus gustos de esteta y de amante de cosas superiores. Mátalos velozmente si quieres, ¡pero hazlo! ¡Aprende que eres un asesino! ¡Ah!

Levantó las manos, disgustado. La chica había dejado de gritar. Él puso una pequeña silla de patas curvas al lado del ataúd y, cruzando las piernas, contempló la tapa del cajón. El suyo era un ataúd barnizado de negro, no un simple cajón rectangular como los de ahora, sino con manijas en ambas puntas y más ancho donde el cuerpo iba con las manos cruzadas sobre el pecho. Sugería la forma humana. Lo abrió y la chica se sentó, atónita, con los ojos fuera de las órbitas y sus labios azules y temblorosos.

—Acuéstate, amor —y la empujó; ella quedó echada, al borde de la histeria, y se movió desesperada en el ataúd como un pez, como si su cuerpo pudiera escaparse por los costados, por el fondo.

—¡Es un ataúd, un ataúd! —gritó—. ¡Dejadme salir!

—Pero, con el tiempo, todos debemos acabar en ataúdes —le dijo él—. Quédate quieta, amor. Este es tu ataúd. La mayoría de nosotros jamás llegamos a saber cómo es. Y tú lo sabes.

Yo no podía saber si la chica lo escuchaba o si estaba perdiendo la razón. Pero ella me vio en la puerta y se quedó quieta y miró a Lestat y luego a mí.

—¡Ayúdeme! —me dijo.

Lestat me miró.

—Esperaba que sintieras estas cosas instintivamente como yo —dijo—. Cuando te entregué tu primera víctima, pensé que tendrías ganas de una segunda y luego de más; que irías tras las vidas humanas como detrás de una copa llena, del mismo modo que yo. Pero no lo hiciste. Y supongo que todo este tiempo no te corregí porque débil me convenías más. Te observaba acechando en la noche, mirando caer la lluvia. Fácil de manejar, pues eres un débil, Louis. Eres un blanco fácil. Tanto para los vampiros como para los seres humanos. Lo que sucedió con Babette nos hizo peligrar a los dos. Es como si quisieras que nos destruyesen.

—No puedo soportar lo que estás diciendo —dije, dándole la espalda. Los ojos de la muchacha se me clavaban en la carne. Ella seguía echada, mirándome todo el tiempo mientras hablábamos.

—¡Tú no puedes soportarlo! —dijo él—. Anoche te vi con esa niña. ¡Tú eres tan vampiro como yo!

Se puso de pie y se encaminó hacia mí, pero la chica se levantó y él se dio media vuelta para empujarla nuevamente.

—¿Piensas que tendríamos que convertirla en vampiro? ¿Compartir nuestras vidas con ella? —preguntó.

Al instante, contesté:

—No.

—¿Por qué? ¿Porque no es más que una puta? —preguntó él—. Y una puta realmente cara —aseguró.

—¿Puede vivir? ¿O ha perdido demasiado? —le pregunté.

—¡Emocionante! —dijo—. No puede vivir.

—Entonces, mátala.

Ella empezó a gritar. Él se quedó sentado. Yo me di la vuelta. Lestat sonreía, y la muchacha, apoyando la cabeza contra la seda del ataúd, comenzó a sollozar. Su razón la había abandonado casi por completo; lloraba y rezaba a la Virgen para que la salvara, ahora con las manos sobre la cara, ahora sobre la cabeza, con su muñeca derramando sangre sobre el pelo y la seda. Me agaché sobre el ataúd. Estaba muriendo, era verdad; sus ojos le ardían, pero la piel de alrededor ya estaba azulada. De pronto sonrió:

—No me dejarás morir, ¿verdad? —susurró—. Me salvarás.

Lestat extendió una mano y la cogió de la muñeca.

—Es demasiado tarde, querida —dijo—. Mírate la muñeca, el pecho.

Y luego le tocó la herida de la garganta. Ella se llevó las manos a la garganta y quedó atónita, con la boca abierta, el grito estrangulado. Miré a Lestat. No podía comprender por qué hacía eso. Su rostro era tan suave como el mío, más animado por la sangre, pero frío y sin emoción.

No se reía como un villano de opereta ni buscaba el sufrimiento de la chica como si la crueldad lo alimentase. Simplemente, la observaba.

—Nunca quise ser mala —decía ella sollozando—. Sólo hice lo que tenía que hacer. No permitiréis que esto me suceda. No puedo morir así, ¡no puedo! —lloraba, con sollozos secos y débiles—. Dejadme ir. Tengo que ir a ver al cura. Dejadme ir.

—Pero mi amigo es un cura —dijo Lestat, sonriente, como si acabara de ocurrírsele una broma—. Éste es tu funeral, querida. ¿Ves?, estabas en una cena y te moriste. Pero Dios te ha dado otra oportunidad de ser absuelta. ¿No te das cuenta? Cuéntale tus pecados.

Ella al principio sacudió la cabeza y luego volvió a mirarme con sus ojos suplicantes.

—¿Es verdad? —murmuró.

—Muy bien —dijo Lestat—. Supongo que no te arrepientes, querida. ¡Tendré que cerrar el ataúd!

—¡Basta ya, Lestat! —le grité.

La muchacha volvió a gritar y ya no pude soportar más la escena. Me agaché y la tomé de una mano.

—No puedo recordar mis pecados —dijo cuando le miré las muñecas, dispuesto a terminar con ella.

—No debes tratar de hacerlo. Únicamente dile a Dios que te arrepientes —dije— y entonces te morirás y todo habrá terminado.

Se echó y cerró los ojos. Le clavé los dientes en la muñeca y empecé a desangrarla. Se movió una vez como si durmiera y pronunció un nombre; y luego, cuando sentí que su corazón alcanzaba una lentitud hipnótica, me separé de ella, mareado, confundido por un instante, y mis manos se aferraron al marco de la puerta. La vi como en un sueño. Las velas relumbraban en un costado de mis ojos. La vi echada absolutamente inmóvil. Y Lestat estaba a su lado como un deudo. Tenía el rostro impasible.

—Louis —me dijo—, ¿no comprendes? Sólo tendrás paz cuando hagas esto todas las noches de tu vida. No hay nada más. ¡Pues esto es todo!

Su voz fue casi tierna cuando habló, y se levantó y me puso ambas manos en los hombros. Entré en la sala, incómodo ante su contacto, pero no lo suficientemente decidido como para separarme de él.

—Ven conmigo. Salgamos a la calle. Es tarde. No has bebido bastante. Deja que te muestre lo que eres. ¡Realmente! Perdona si hice una chapuza con todo esto, si dejé demasiadas cosas en manos de la naturaleza. ¡Vamos!

—No lo puedo aguantar, Lestat —le dije—. Elegiste mal a tu compañero.

—Pero, Louis —replicó—, ¡si no lo has intentado siquiera!

El vampiro dejó de hablar. Estudiaba al entrevistador. Pero el muchacho, atónito, no dijo nada.

—Era verdad lo que me dijo. No había bebido lo suficiente y, conmovido por el miedo de la muchacha, dejé que me llevara fuera del hotel y bajamos las escaleras. La gente llegaba del salón de fiestas de la calle Conde, y la calle, angosta, estaba muy concurrida. Había cenas en los hoteles y las familias de los plantadores estaban alojadas en la ciudad en gran número, y las pasamos como en una pesadilla. Mi dolor era insoportable. Nunca como ser humano había sentido semejante dolor mortal. Se debía a que todas las palabras de Lestat habían tenido sentido para mí. Sólo conocía la paz cuando mataba, únicamente en ese minuto; y no había dudas en mi mente de que matar algo inferior a seres humanos sólo producía una vaga añoranza, el descontento que me había acercado a los humanos, que me había hecho contemplar sus vidas como a través de un cristal. Yo no era un vampiro. Y, en mi dolor, me pregunté irracionalmente, como un niño: «¿No podría volver a ser humano?». Incluso cuando la sangre de la muchacha aún estaba caliente y sentía todavía esa fortaleza y esa excitación físicas, me hice la pregunta. Los rostros de los humanos me pasaban como llamas de velas bailoteando en oleajes oscuros. Me hundía en la oscuridad. Estaba cansado de añoranzas. Giraba y giraba en la misma esquina, mirando estrellas y pensando: «Sí, es verdad. Sé que lo que él dice es verdad, que cuando mato, desaparece la añoranza; y no puedo soportar esa verdad, no puedo.»

De improviso, sobrevino unos de esos momentos fascinantes. La calle estaba completamente en silencio. Nos habíamos alejado de la zona céntrica de la ciudad vieja y estábamos cerca del puerto. No había luces, sólo el resplandor del fuego de un hogar en una ventana y el sonido distante de la gente riéndose. Pero allí no había nadie. Nadie cerca de nosotros. De pronto percibí la brisa del río y el aire cálido de la noche y sentí a Lestat a mi lado, tan inmóvil que podría haber sido de piedra. Sobre la larga y baja fila de tejados puntiagudos asomaban las recias formas de los robles en grandes hileras oscuras y ondulantes, bajo las estrellas cercanas. Por el momento, el dolor desapareció; la confusión desapareció. Cerré los ojos y oí el viento y el suave sonido del agua en el río. Fue suficiente, por un momento. Y supe que no duraría, que se alejaría de mí como algo arrancado de mis brazos, que yo iría detrás de eso, más desesperadamente solitario que cualquier criatura para recuperarlo. Y entonces, una voz a mi lado retumbó, profunda en el silencio de la noche, diciendo:

—Haz lo que te ordena tu naturaleza. Esto sólo es una muestra. Haz lo que te pide tu naturaleza.

Y el momento desapareció. Me quedé como la muchacha en la sala del hotel, mareado y listo para la menor sugerencia. Asentía con la cabeza a cuanto Lestat me aseguraba.

—El dolor es terrible para ti —dijo—. Lo sientes como ninguna otra criatura porque eres un vampiro. No quieres que continúe.

—No —le contesté—, me siento como capturado por él, entrelazado con él y sin peso, atrapado como en una danza.

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