Read Entrevista con el vampiro Online
Authors: Anne Rice
Me quedaba estupefacto en esas ocasiones; su mente era imprevisible, desconocida. Pero luego se sentaba en mis rodillas y me acariciaba el pelo suavemente, susurrándome al oído que yo nunca iba a crecer como ella, hasta que supiera que matar era lo más serio del mundo, no los libros ni la música...
—Siempre la música... —me susurraba.
—Muñeca, muñeca —le decía yo.
Pues eso era lo que era. Una muñeca mágica. La risa y el intelecto infinito y luego la cara de redondas mejillas, la boca como una flor.
—Déjame que te vista, deja que te peine —le decía como una vieja costumbre, consciente de su sonrisa y de que me miraba con un velo de aburrimiento en su expresión.
—Haz lo que quieras —me decía al oído cuando me agachaba a prenderle sus botones de perlas—. Pero esta noche mata conmigo. Nunca me has dejado verte matar, Louis.
Entonces quiso un ataúd propio, lo que me hirió más de lo que le permití darse cuenta. Me fui después de haberle dado mi consentimiento de caballero. ¿Cuántos años había dormido con ella como si fuera parte de mí? No lo sabía. Pero entonces la encontré cerca del convento de las Ursulinas, una huérfana perdida en la oscuridad, y, de improviso, corrió hacia mí y se aferró a mi cuerpo con una desesperación humana.
—No lo quiero si te hace sufrir —me confió en voz tan baja que si un ser humano nos hubiese abrazado, no podría haberla escuchado ni sentido su aliento—. Siempre me quedaré contigo. Pero debo verlo, ¿comprendes? Un ataúd para una niña.
Íbamos a ir a ver al fabricante de ataúdes. Una obra, una tragedia en un solo acto: yo la dejaría en la pequeña sala y confesaría en la antecámara que ella se moriría. Ella debía tener lo mejor, pero no debía saberlo; y el fabricante, conmovido por la tragedia, se lo debía hacer, viéndola ahí vestida de blanco, dejando escapar una lágrima pese a todos sus años.
—Pero, ¿por qué..., Claudia? —le rogué yo.
Detestaba hacer eso, detestaba jugar al gato y al ratón con el indefenso ser humano. Pero, sin más esperanzas, era su amante y la llevé allí y la senté en el sofá, donde quedó con las manos cruzadas, con su pequeño sombrero inclinado, como si no supiera lo que nosotros murmurábamos al lado. El fabricante era un viejo hombre de color, muy educado, quien rápidamente me apartó a un costado para que "la niña" no nos oyera.
—Pero, ¿por qué debe morir? —me preguntó, como si yo fuera el Dios que lo había dictaminado.
—Su corazón... No puede vivir —dije, y las palabras cobraron en mí un poder peculiar, una afligida resonancia.
La emoción en la cara del hombre, angosta y llena de arrugas, me preocupó; se me ocurrió algo, una cualidad de la luz, el sonido de algo..., una niña llorando en una habitación hedionda. Entonces, él abrió otra de sus grandes habitaciones y me mostró los ataúdes de laca negra y plata; lo que ella quería. Y, de repente, me encontré alejándome de él, de la casa de ataúdes, llevándola de la mano por la calle.
—He hecho el pedido —le dije—. ¡Me vuelve loco!
Respiré el aire fresco de la calle como si estuviera sofocado, y entonces vi su rostro sin compasión, que estudiaba el mío fijamente. Me tomó de la mano con su manita enguantada.
—Lo quiero tener, Louis —me explicó pacientemente.
Y entonces, una noche, subió las escaleras del fabricante, con Lestat a su lado, a buscar el ataúd, y dejó al fabricante sin saber lo que le había pasado, muerto sobre las pilas polvorientas de papeles de su escritorio. Y el ataúd estaba en nuestro dormitorio, donde lo contempló durante horas cuando era nuevo, como si la cosa se moviera o estuviera viva o descubriera poco a poco su misterio, tal como hacen las cosas cuando cambian. Pero ella no dormía allí. Dormía conmigo.
Tuvo otros cambios. No les puedo dar una fecha ni ponerlos en orden cronológico. No mataba de forma indiscriminada. Tenía curiosidades que la atraían. La pobreza empezó a fascinarla; le rogaba a Lestat o a mí que la lleváramos en algún carruaje por el Faubourg St. Marie a las zonas del puerto donde vivían los inmigrantes. Parecía obsesionada con las mujeres y los niños. Todo esto me lo contaba Lestat, divertido, porque yo detestaba ir y a veces no me podían convencer con ningún argumento. Claudia mató uno por uno a los miembros de una familia. Había pedido entrar en el cementerio de la ciudad suburbana de Lafayette, y allí andaba entre las altas lápidas de mármol a la búsqueda de esos desesperados que, al no tener donde dormir, se gastaban lo poco que tenían en una botella de vino y se metían en una bóveda. Lestat estaba impresionado, abrumado. ¡Qué imagen tenía de ella! La llamaba "la muerte infantil", "la hermana muerte" y "una muerte dulce" y, para mí, él tenía el término burlón de "¡muerte misericordiosa!", y lo decía haciendo una reverencia y batiendo palmas, como una vieja comadre a punto de confiar un chisme excitante. ¡Oh, cielos misericordiosos! Yo quería estrangularlo.
Pero no había peleas. Cada uno estaba en lo suyo. Teníamos nuestras normas. Los libros llenaban nuestro extenso piso del suelo al techo con hileras de luminosos volúmenes de piel, mientras Claudia y yo satisfacíamos nuestros apetitos naturales y Lestat se concentraba en sus lujosas adquisiciones. Hasta que ella empezó a hacer preguntas.
El vampiro se detuvo. Y el muchacho pareció tan ansioso como antes, como si la paciencia le costara un esfuerzo tremendo. Pero el vampiro había entrelazado sus largos dedos blancos, como en la iglesia, y luego los presionó. Fue como si se hubiera olvidado por completo del entrevistador.
—Lo tendría que haber sabido —dijo—; era inevitable, y yo tendría que haber reconocido los indicios. Porque yo estaba tan atado a ella..., la amaba de forma tan absoluta; era mi compañera de todas las horas, la única compañera que tenía, aparte de la muerte. Pero una parte mía era consciente de un enorme golfo de oscuridad que se cernía en nuestras proximidades, como si siempre caminásemos al borde de un abismo y viéramos de pronto que ya era demasiado tarde si hacíamos un movimiento en falso o nos concentrábamos demasiado en nuestros pensamientos. A veces, el mundo físico a mí alrededor me parecía insustancial, salvo en la oscuridad. Como si estuviera a punto de abrirse una grieta en la tierra y yo pudiera ver esa gran grieta rompiéndose en la Rué Royale y todos los edificios se hicieran polvo en la catástrofe. Pero lo peor de todo fue que eran como transparentes, translúcidos, como telones hechos de seda. Ah..., me distraje. ¿Qué digo? Que ignoré esos indicios en ella, que me aferré desesperadamente a la felicidad que ella me había brindado, y que aún me brindaba, e ignoré todo lo demás.
Pero éstos fueron los indicios. Sus relaciones con Lestat se enfriaron. Se quedaba horas mirándolo. Cuando él hablaba, a menudo no le contestaba. Y uno casi no podía darse cuenta de si se trataba de desprecio o de que no le oía. Y nuestra frágil tranquilidad doméstica se hizo trizas debido a la furia de Lestat. No tenía que ser amado, pero no se lo podía ignorar; y en una ocasión, hasta se le arrojó encima gritando que le pegaría. Me encontré en la desagradable situación de tener que pelearme con él como lo habíamos hecho antes de que ella llegara.
—Ya no es más una niña —le susurré—. No sé lo que es. Es una mujer.
Le pedí que no lo tomara muy en serio y él simuló desdén y la ignoró a su vez. Pero una tarde entró perplejo y me contó que ella lo había seguido. Aunque se negara a ir con él a matar, lo había seguido.
—¿Qué le pasa? —me gritó él, como si yo fuera el causante de su vida y debiera saberlo.
Y entonces, una noche nuestros sirvientes desaparecieron. Dos de las mejores criadas que habíamos tenido, una mujer y su hija. El cochero fue enviado a su casa y volvió para informar que habían desaparecido. Y entonces apareció el padre a nuestra puerta golpeando el llamador. Se quedó en la acera de ladrillo mirándome con la suspicacia que tarde o temprano aparecía en los rostros de los mortales que nos conocían desde hacía algún tiempo: la sospecha de una antesala de la muerte. Traté de explicarle que no habían estado en la casa, ni la madre ni la hija, y que debíamos empezar de inmediato su búsqueda.
—¡Es ella! —me susurró Lestat desde las sombras tan pronto como cerré la puerta—. Ella les ha hecho algo y nos ha puesto en peligro a todos.
Y subió corriendo la escalera de caracol. Yo sabía que ella se había ido, que se había escapado mientras yo estaba en la puerta, y también sabía algo más: que un vago hedor cruzaba el patio desde la cocina cerrada, un hedor que difícilmente se mezclaba con la miel: el hedor de los cementerios. Oí que Lestat bajaba cuando me acerqué a las persianas cerradas, pegadas con herrumbre al pequeño edificio. Allí jamás se preparaba comida, no se hacía ningún trabajo, de modo que yacía como una vieja bóveda de ladrillo bajo la madreselva. Se abrieron las persianas; los clavos se habían oxidado y oí que Lestat retenía la respiración cuando entramos en esa oscuridad absoluta. Allí estaban echadas sobre los ladrillos, madre e hija juntas, el brazo de la madre alrededor de la cintura de la hija, la cabeza de la hija contra el pecho de la madre, ambas sucias con excrementos y llenas de insectos. Una gran nube de mosquitos se levantó cuando se movieron las persianas y los alejé de mí con un disgusto convulsivo. Las hormigas reptaban imperturbables sobre los párpados y las bocas de la pareja muerta; y, a la luz de la luna, pude ver el mapa infinito de senderos plateados de caracoles.
—¡Maldita sea! —exclamó Lestat, y yo lo tomé del brazo y lo mantuve a mi lado usando toda mi fuerza.
—¿Qué piensas hacer con ella? —insistí—. ¿Qué puedes hacer? Ya no es más una niña que hace lo que le decimos, simplemente porque se lo decimos. Debemos enseñarle.
—¡Ella sabe! —Se apartó de mí y limpió su abrigo—. ¡Ella sabe! ¡Hace años que sabe lo que tiene que hacer! ¡Lo que se puede arriesgar y lo que no se puede! ¡No le permitiré hacer esto sin mi permiso! No lo toleraré.
—Entonces, ¿eres el amo de todos nosotros? No le enseñaste eso. ¿Acaso lo iba a colegir de mi tranquila sumisión? Creo que no. Ella se cree igual a nosotros. Te digo que debes razonar con ella, instruirla para que respete lo que es nuestro. Todos nosotros lo debemos respetar.
Se fue, obviamente concentrado en lo que yo acababa de decirle, aunque no me lo admitiera. Y llevó su venganza a la ciudad. No obstante, cuando regresó, ella todavía no había llegado. Se sentó apoyado en el brazo del sillón de terciopelo y extendió sus largas piernas en el asiento.
—¿Las enterraste? —me preguntó.
—Han desaparecido —dije. Ni siquiera me animé a decir que había quemado sus restos en el viejo horno de la cocina—. Pero ahora tenemos que lidiar con el padre y el hermano —le dije. Temí su malhumor. Deseé planear algo de inmediato que nos resolviera todo el problema. Pero entonces él dijo que el padre y el hermano no existían ya, que la muerte había ido a cenar a su pequeña casa, cerca del puerto, y que se había quedado a dar las gracias cuando terminaron.
—El vino —dijo pasándose un dedo por los labios—; los dos habían bebido demasiado vino. Me encontré golpeando la cerca —se rió—. Pero no me gusta este mareo. ¿Te gusta?
Y cuando me miró, tuve que sonreírle, porque el vino le estaba produciendo efecto y estaba alegre; y, en ese momento, cuando su rostro estaba amable y razonable, me acerqué y le dije al oído:
—Oigo que Claudia golpea a la puerta. Sé bueno con ella. Ya todo ha terminado.
Ella entró entonces con el lazo de su sombrero desprendido y sus bolitas llenas de lodo. Los observé con tensión. Lestat tenía una mueca en los labios; y ella se mostraba tan ignorante de él como si no estuviera allí. Tenía un ramo de crisantemos blancos en sus brazos, un ramo tan grande que parecía aún más pequeña que en la realidad. Se le deslizó el sombrero hacía atrás, colgó un instante de su hombro y cayó al suelo. Y por todo su cabello pude ver pétalos de crisantemos blancos.
—Mañana es fiesta de Todos los Santos, ¿lo sabéis? —preguntó.
—Sí —le dije.
Es el día en Nueva Orleans en que todos los creyentes van a los cementerios a arreglar las tumbas de sus seres queridos. Limpian las paredes de yeso de las bóvedas, limpian los nombres grabados en el mármol. Y finalmente llenan las tumbas de flores. En el cementerio de St. Louis, que estaba muy próximo a nuestra casa, en el que estaban enterradas todas las grandes familias de Luisiana, en el que estaba enterrado mi propio hermano, incluso había pequeños bancos de hierro puestos ante las tumbas para que las familias pudieran sentarse y recibir a otras familias que habían ido al cementerio con el mismo propósito. Era un festival en Nueva Orleans; podía parecer una celebración de la muerte a los viajeros que no lo comprendían, pero era una celebración de la vida eterna.
—Compré esto a uno de los vendedores —dijo Claudia. Su voz era suave e indefinible. Sus ojos se mostraban opacos y carentes de emoción.
—¡Para las dos que dejaste en la cocina! —dijo Lestat con furia. Ella lo miró por primera vez, pero no dijo nada. Se quedó mirándolo como si jamás lo hubiera visto. Y luego dio varios pasos en su dirección y lo miró como si aún estuviera examinándolo. Me acerqué. Pude sentir la rabia de Lestat y la frialdad de Claudia. Ella se dirigió a mí, y luego, pasando la vista de uno al otro, preguntó:
—¿Cuál de vosotros dos lo hizo? ¿Cuál de vosotros me hizo lo que soy?
Yo no podría haberme quedado más atónito con cualquier otra cosa que hubiera hecho o dicho. Y, sin embargo, fue inevitable que de ese modo se rompiera el prolongado silencio. Ella pareció estar muy poco preocupada por mí. Tenía la mirada fija en Lestat.
—Tú hablas de nosotros como si siempre hubiéramos existido tal cual somos ahora —dijo ella, con su voz suave, medida, el tono infantil mezclado con la seriedad de la mujer—. Tú hablas de los demás como mortales; de nosotros, como vampiros. Pero no siempre las cosas fueron así. Louis tenía una hermana mortal; yo la recuerdo. Y hay una foto de ella en el baúl.
¡Lo he visto mirándola! Él era tan mortal como ella y como yo, igual. ¿Por qué, si no, este tamaño, estas formas? —Abrió los brazos y dejó caer los crisantemos al suelo.
Pronuncié su nombre. Pienso que quise distraerla. Fue imposible. La marea se había soltado. Los ojos de Lestat ardían con una profunda fascinación, con un placer maligno.
—Tú nos hiciste así, ¿verdad? —lo acusó ella.
Él levantó las cejas con una sorpresa burlona.