Entrevista con el vampiro (18 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Su rostro no había cambiado. Su piel era como la cera de las velas; únicamente sus ojos tenían vida. No había nada más que decirle. La bajé al suelo.

—Te tomé la vida —dije—. El te la devolvió.

—Y aquí está —dijo entre dientes—. ¡Y os odio a los dos!

El vampiro se detuvo.

—Pero, ¿por qué se lo contó usted? —preguntó el muchacho después de una pausa respetuosa.

—¿Cómo podía no decírselo? —El vampiro lo miró con cierta perplejidad—. Tenía que saberlo. Tenía que sopesar una cosa con la otra. No era como si Lestat le hubiera sacado toda la vida como lo había hecho conmigo; yo la había atacado. ¡Se hubiera muerto! No hubiera tenido ninguna vida mortal. Pero ¿qué importancia tiene? Para todos nosotros es una cuestión de años. ¡Morir! Entonces lo que ella vio más gráficamente fue lo que sabían todos los hombres: que la muerte llega inevitable a menos que uno elija... ¡esto!

Abrió las manos y se miró las palmas.

—¿Y la perdió? ¿Se fue?

—¡Irse! ¿Adónde podría haberse ido? Era una niña no más grande que esto. ¿Quién la hubiera hospedado? ¿Hubiera encontrado una tumba, como un mítico vampiro, para echarse entre los gusanos y las hormigas y para levantarse y vagar por algún pequeño cementerio y sus alrededores? Pero ésa no fue la razón para que no se fuera. Había algo en ella que estaba pegado a mí como toda ella podría haberlo estado. Lo mismo le sucedía a Lestat. ¡No podían soportar vivir solos! ¡Necesitábamos nuestra compañía! Una multitud de mortales nos rodeaba, empujando, ciegos, preocupados, y eran los consortes de la muerte. “Unidos en el odio”, me dijo ella después con calma. La encontré en el hogar vacío recogiendo los gajos pequeños de una alhucema. Me sentí tan aliviado de verla allí que hubiera hecho cualquier cosa, hubiera dicho cualquier cosa. Y cuando la oí que me preguntaba si le contaría todo lo que yo sabía, lo hice, contento. Porque todo el resto no era nada comparado con ese viejo secreto: que yo le había arrebatado la vida. Le conté de mí lo que te he contado a ti. Cómo llegó Lestat y lo que sucedió la noche que él la sacó del hospital. No hizo preguntas y, de tanto en tanto, alzaba la mirada de esas flores. Entonces, cuando hube terminado y estaba allí sentado mirando aquella calavera miserable de la chimenea y oyendo el suave sonido de los pétalos de las flores que caían en su falda y sintiendo un dolor sordo en mis miembros y en mi cabeza, ella me dijo:

—¡No te detesto a ti!

Me desperté. Ella saltó de los altos almohadones de damasco y vino hacia mí, cubierta por el aroma de las flores y con pétalos en las manos.

—¿Es éste el aroma de una niña mortal? —me susurró—. Louis, amado.

Recuerdo haberla abrazado y puesto mi cabeza en su pequeño pecho, aplastando sus hombros de pájaro, y sus manos pequeñas acariciando mi pelo, tranquilizándome, abrazándome.

—Yo fui mortal para ti —dijo, y cuando alcé la vista, la vi sonriente; pero la suavidad de sus labios era evanescente y, en un momento, su mirada pasó de largo como alguien escuchando una música distante, importante—. Tú me diste tu beso inmortal —dijo, pero no a mí sino a sí misma—. Tú me amaste con tu naturaleza de vampiro.

—Te amo ahora con mi naturaleza humana, si es que alguna vez la tuve —le dije.

—Ah, sí... —contestó ella, aún pensativa—. Sí, ése es tu fallo y la razón de por qué tu rostro se puso tan triste cuando dije, como dicen los mortales: ''Te odio"; y la razón de por qué me miras ahora así: la naturaleza humana. Yo no tengo naturaleza humana. Y ninguna historia del cadáver de la madre y de habitaciones de hotel donde los niños pueden aprender las monstruosidades que yo sé. Yo no tengo nada. Tus ojos se entristecen cuando te digo esto. No obstante, tengo tu lengua. Tu pasión por la verdad. Tú necesitas llevar la aguja de la mente hasta el corazón de las cosas, como el pico de un colibrí, que golpea con tal rapidez y salvajismo que los mortales piensan que no tiene patitas diminutas, que jamás se puede posar, que siempre va de una búsqueda a otra llegando al corazón de las cosas. Yo soy más tu ego de vampiro que tú mismo. Y ahora el sueño de sesenta y cinco años ha terminado.

¡El sueño de sesenta y cinco años ha terminado! Se lo oí, incrédulo, sin querer creer que ella sabía y había querido decir exactamente lo que había dicho. Porque había pasado justamente ese tiempo desde esa noche en que yo tratara de dejar a Lestat y fracasara; y me enamorara de ella y olvidara mi hormigueante cerebro, mis espantosas preguntas. Ahora ella tenía las espantosas preguntas a flor de labios y debía saber. Caminó lentamente por la habitación y tiró la alhucema estrujada a su alrededor. Rompió el tallo quebradizo y se lo llevó a los labios. Y, habiendo escuchado toda la historia, dijo:

—Entonces, él me hizo... para que fuera tu compañera. Ninguna cadena te podría haber sujetado en su soledad y él no te podía dar nada. Él no me da nada... Antes lo encontraba encantador, me gustaba su manera de caminar, la manera en que tocaba las piedras con su bastón y cómo me tenía en sus brazos. Y el abandono con que mataba, que era como yo lo sentía. Pero ya no lo encuentro encantador. Y tú nunca lo has encontrado así. Hemos sido sus marionetas, tú y yo; tú, quedándote para cuidar de mí, y yo, siendo tu compañera. Ya es hora de terminar con esto, Louis. Ya es hora de dejarlo.

Hora de dejarlo.

Hacía tanto tiempo que no pensaba en ello, que no soñaba con ello...; me había acostumbrado a él, como si fuera una condición de la misma vida. Pude oír un vago ruido, lo que significaba que él había entrado con el carruaje; que pronto estaría en las escaleras. Pensé en lo que siempre sentía cuando lo oía llegar, una vaga ansiedad, una vaga necesidad. Entonces, la idea de quedar libre de él para siempre pasó por mi mente como el agua que había olvidado; olas y olas de agua fresca. Entonces le dije en voz baja que él estaba llegando.

—Lo sé —dijo con una sonrisa—. Lo oí cuando dio vuelta a la esquina.

—Pero él jamás nos dejará ir —le susurré, aunque había comprendido las implicaciones de sus palabras; su sentido de vampira era agudo. Se puso
en garde
magníficamente—. Tú no lo conoces si piensas que nos dejará ir —le dije, alarmado ante su confianza—. No nos dejará ir.

Y ella, sonriente, dijo:

—Oh..., ¿en serio?

Entonces —prosiguió el vampiro tras una pausa—, acordamos hacer planes. De inmediato. A la noche siguiente vino mi agente con sus acostumbradas quejas sobre cómo hacer negocios a la luz de una vela miserable y recibió mis órdenes explícitas acerca de un crucero por el océano. Claudia y yo partiríamos en el primer barco que se hiciera a la mar y no importaba qué puerto fuera el destino. Y era de máxima importancia que se embarcara un gran arcón, un arcón que tendría que ser llevado con cuidado desde nuestra casa durante el día y puesto a bordo, no en la bodega sino en nuestra cabina. Y luego estaban los arreglos para Lestat. Yo había pensado dejarle las rentas de varias tiendas y casas en la ciudad y una pequeña compañía constructora que operaba en el Faubourg Marigny. Firmé inmediatamente estos papeles. Yo quería comprar nuestra libertad: convencer a Lestat de que nosotros únicamente queríamos hacer un viaje juntos y que él podía quedarse viviendo en el estilo al que estaba acostumbrado; contaría con su propio dinero y no tendría necesidad de venir a buscarme para nada. Durante todos esos años, yo había hecho que dependiera de mí. Por supuesto, exigía sus fondos como si yo únicamente fuera su banquero, y me agradecía con las palabras más mordaces que conocía; pero detestaba su dependencia. Yo esperaba distraer sus sospechas satisfaciendo su codicia. Convencido de que él podía leer la menor emoción en mi rostro, sentí más que miedo. No creía que fuera posible escaparnos de él. ¿Comprendes lo que eso significa? Actué como si lo creyese, pero no era así.

Claudia, en el interin, cortejaba con el desastre; su ecuanimidad me abrumaba mientras leía sus libros de vampiros y le hacía preguntas a Lestat. Permanecía indiferente ante los cáusticos arrebatos de éste; a veces hacía la misma pregunta una y otra vez en formas diferentes y considerando cuidadosamente cualquier pequeña información que él pudiera dejar escapar, pese a sí mismo.

—¿Qué vampiro te convirtió a ti? —le preguntaba sin sacar la vista de sus libros y dejando los párpados bajos para evitar sus miradas furibundas—, ¿Por qué nunca hablas de él? —continuaba preguntando, como si sus furiosas objeciones no existieran. Parecía inmune a la irritación de Lestat.

—¡Sois unos codiciosos, vosotros dos! —dijo él la noche siguiente, mientras caminaba por toda la habitación, y miró a Claudia con ojos vengativos; ella estaba en su rincón, en el círculo de luz de una vela, con los libros a su alrededor—. ¡La inmortalidad no es suficiente para vosotros! ¡No! ¡Le miraríais los dientes al caballo regalado por el mismo Dios! Se le podría ofrecer a cualquier hombre de la calle y aceptaría de inmediato...

—¿Es lo que hiciste tú? —preguntó ella con suavidad, moviendo apenas los labios.

—Pero tú, tú tienes que saber la razón de ello. ¿Quieres que termine? ¡Te puedo dar la muerte con más facilidad de la que tuve al darte tu vida de ahora!

Se dirigió hacia ella, y la frágil llama de Claudia me arrojó encima la sombra de Lestat. Formó una aureola sobre su cabeza rubia y dejó su cara, salvo por la mejilla brillante, en la oscuridad.

—¿Quieres la muerte?

—La conciencia no es la muerte —susurró ella.

—¡Contéstame! ¿Quieres la muerte?

—Y tú das todas esas cosas. Proceden de ti. La muerte y la vida —dijo ella, riéndose de él.

—Sí —dijo él—. Lo hago.

—Tú no sabes nada —le dijo ella seriamente, y su voz era tan baja que el más mínimo ruido de la calle la podía interrumpir, alejar sus palabras, y me encontré haciendo un esfuerzo por escucharla desde mi posición, recostado en el respaldo de la silla—. Supongamos que el vampiro que te creó a ti no sabía nada, y el vampiro que creó a ese vampiro tampoco sabía nada y el vampiro anterior, tampoco, y así hasta que la nada procede de la nada, hasta que no hay más que nada. Y nosotros debemos vivir con el conocimiento de que no hay conocimiento.

—¡Sí! —exclamó él súbitamente, con su voz impregnada de algo distinto a la furia.

Quedó en silencio. Ella también. Él dio media vuelta lentamente, como si yo hubiera hecho algún movimiento que lo hubiese alertado, como si me hubiese levantado detrás de él. Me hizo recordar cómo giran los seres humanos cuando sienten mi aliento en su piel y, de repente, saben que allí donde pensaban estar completamente solos no lo están..., y luego ese momento de espantosa sospecha, antes de que vean mi rostro y abran la boca. Ahora me miraba y yo apenas podía ver el movimiento de sus labios. Y entonces lo sentí. Tenía miedo. Lestat tenía miedo.

Ella lo miraba con la misma mirada, sin la menor emoción ni pensamiento.

—Tú la infestaste con esto... —susurró él.

Encendió una cerilla con un ruido súbito, prendió las velas de la chimenea, levantó las pantallas opacas de las lámparas y paseó por la habitación encendiendo las luces hasta que la pequeña llama de Claudia quedó abatida; se apoyó de espaldas contra la chimenea, mirando de luz en luz, como si ellas restableciesen una especie de paz, y dijo:

—Voy a salir.

Ella se puso de pie apenas él pisó la calle; de improviso, se detuvo en medio de la habitación y se estiró, y su pequeña espalda se arqueó, con los brazos rígidos hasta sus puñitos y los ojos absolutamente cerrados un instante, y luego abriéndolos como si se despertara de un sueño. Hubo algo obsceno en su gesto; la habitación pareció temblar con el miedo de Lestat, e hizo un eco de su última respuesta. Ella se puso alerta. Debo de haber hecho algún movimiento involuntario para alejarme de ella, porque vino hasta el brazo de mi silla y, poniendo su mano sobre mí libro, un libro que hacía horas que no leía, me dijo:

—Ven conmigo.

—Tenías razón. Él no sabe nada. No nos puede decir nada —le dije.

—¿Pensaste alguna vez que lo podría hacer? —me preguntó con el mismo tono de voz—. Encontraremos a otros de nuestra especie. Los encontraremos en Europa central. Allí es donde viven en gran número. Los relatos, tanto de ficción como los de verdad, llenan volúmenes con esas cantidades. Estoy convencida de que todos los vampiros provienen de allí, si es que provienen de algún sitio. Le hemos aguantado demasiado tiempo. Vamos. Y deja que la carne instruya a la mente.

Pienso que sentí un temblor de deleite cuando ella pronunció esas palabras. "Y deja que la carne instruya a la mente."

—Deja el libro a un costado y mata —me susurró.

La seguí por las escaleras y el patio, y, por una callejuela, pasamos a otra calle. Entonces, se dio vuelta con los brazos extendidos para que la alzara en brazos, aunque, por supuesto, no estaba cansada; sólo quería estar cerca de mi oído, agarrarse de mi cuello.

—No le he contado mi plan: el viaje, el dinero —le dije, consciente de que había algo en ella más allá de mi comprensión, y ella, casi sin peso, siguió en mis brazos.

—Él mató al otro vampiro —dijo ella.

—No, ¿por qué dices eso? —le pregunté. Pero no me afligió que dijera eso; removió mi alma como si fuera un charco de agua quieta hasta entonces. Sentí como si ella me estuviera removiendo lentamente para algo; como si fuera el piloto de nuestra lenta caminata por la calle a oscuras.

—Porque ahora lo sé —dijo ella con autoridad—. El vampiro lo transformó en un esclavo y él lo mató. Lo mató antes de que supiera lo que quizá sabe ahora, y, entonces, presa del pánico, te hizo su esclavo. Y tú has sido su esclavo.

—En realidad, no... —le susurré; sentí que apretaba sus mejillas contra mis sienes; estaba fría y necesitaba matar—. No un esclavo. Una especie de cómplice estúpido —le confesé, me confesé a mí mismo, con mucha rabia en las entrañas y palpitación en las sienes, como si se me contrajesen las venas y mi cuerpo se convirtiera en un mapa de venas torturadas.

—No, un esclavo —insistió ella con su voz grave y monótona, como si estuviera pensando en voz alta y sus palabras fueran revelaciones, letras de un crucigrama—. Y yo liberaré a los dos.

Me detuve. Apretó su mano contra la mía, pidiéndome que continuara. Caminábamos por la ancha calle al lado de la catedral, hacia las luces de la plaza Jackson; el agua corría rápida por la alcantarilla en medio de la calle, plateada a la luz de la luna.

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