Entrevista con el vampiro (5 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Y cuando, por último, llegamos a las víctimas, me instó a que actuara. Se trataba de un pequeño campamento de esclavos escapados. Lestat los había visitado antes y quizás había exterminado a una cuarta parte de ellos espiando desde la oscuridad hasta que alguno se alejaba del fuego, o bien atacándolos durante el sueño. No sabían nada de la presencia de Lestat. Tuvimos que esperar más de una hora antes de que uno de los hombres —eran todos hombres— se alejara del descampado y penetrara unos pasos en el bosque. Se desabrochó los pantalones y se puso a hacer una simple necesidad física. Cuando se dio vuelta para irse, Lestat me sacudió y dijo:

—Cógelo.

El vampiro sonrió ante los ojos atónicos del entrevistador.

—Pienso que sentí tanto horror como te sucedería a ti —dijo—. Pero entonces no sabía que podía matar animales en vez de humanos. Le dije rápidamente que no podía hacerlo. Y el esclavo me oyó hablar. Se dio vuelta, de espaldas a la fogata distante, y miró en la oscuridad. Luego, rápida y silenciosamente, sacó un largo cuchillo de su cintura. Estaba desnudo, salvo por los pantalones y el cinturón; era un hombre joven, alto, de fuertes brazos y aspecto ágil. Dijo algo en su francés
patois
y entonces dio un paso adelante. Me di cuenta de que aunque yo lo podía ver claramente en la oscuridad, él no nos podía ver. Lestat se puso detrás de él con una rapidez que me sorprendió, y lo agarró del cuello mientras le inmovilizaba el brazo izquierdo. El esclavo lanzó una exclamación y trató de librarse de Lestat. Éste le hundió los dientes y el esclavo se inmovilizó como picado por una serpiente. Cayó de rodillas y Lestat se alimentó rápidamente mientras los demás esclavos se acercaban corriendo.

—Me enfermas —me dijo cuando regresó a mi lado. Era como si fuésemos insectos negros totalmente disimulados en la noche, observando el movimiento de los esclavos, quienes, ignorantes de nuestra presencia, descubrieron el cadáver, lo arrastraron y se desplegaron por el bosque, buscando al atacante.

—Vamos, tenemos que capturar otro antes de que regresen al campamento —dijo. Y, rápidamente, nos lanzamos en pos de un hombre que se había separado de los demás. Yo aún estaba terriblemente agitado, convencido de que no podría atacarlo, y sin sentir ninguna necesidad de hacerlo. Había muchas cosas, como te digo, que Lestat podría haber hecho y dicho. Podría haber enriquecido mi experiencia de muchas maneras, pero no lo hizo.

—¿Qué podría haber hecho? —preguntó el muchacho—. ¿Qué quiere decir?

—Matar no es una acción común —dijo el vampiro—. Uno no se sacia simplemente con sangre. —Sacudió la cabeza—. Seguro que es la consideración de que se trata de la vida de otro; y, a menudo, la experiencia de la pérdida de esa vida por medio de la sangre, lentamente. Es una y otra vez la experiencia de la pérdida de mi propia vida, la que experimenté cuando le chupé la sangre a Lestat de la muñeca y sentí que su corazón latía junto al mío. Es una y otra vez la celebración de esa experiencia —dijo esto con la máxima seriedad, como si discutiera con alguien que opinaba otra cosa—. Creo que Lestat jamás vivió eso, aunque no sé cómo pudo ser así. Quizá lo vivió algo, pero muy poco, según creo, de lo que tendría que haber vivido. En cualquier caso, no se molestó en hacerme recordar lo que yo había sentido cuando me aferré a su muñeca y no quise dejarla; ni tampoco en elegir un sitio donde yo pudiera experimentar mi primer ataque con alguna medida de tranquilidad y dignidad. Salió disparado hacia lo primero que encontró, como si tuviera algo detrás empujándolo a hacer las cosas lo antes posible. Una vez que hubo atrapado al esclavo, lo atenazó y le descubrió el cuello.

—Hazlo —dijo—. Ahora no puedes echarte atrás.

Abrumado por la repulsión, obedecí. Me arrodillé al lado del hombre agachado, que trataba, inútilmente, de defenderse. Le puse ambas manos en los hombros y me lancé a su cuello. Mis dientes apenas empezaban a cambiar y tuve que rasgarle la piel y no agujerearla; pero, una vez que hice la herida, la sangre brotó. Y una vez que eso sucedió, una vez que estuve bebiendo..., todo lo demás desapareció.

Lestat y el pantano y el ruido del campamento distante no significaron nada. Lestat podría haber sido un insecto, zumbando, brillando y desapareciendo. El acto de chupar me hipnotizó; la cálida lucha del hombre tranquilizaba la tensión de mis manos y, de vuelta, reapareció el sonido del tambor, sólo que esta vez perfectamente al unísono con el sonido de mi corazón. Los dos resonaban en cada fibra de mí ser, hasta que el sonido empezó a volverse cada vez más lento y cada uno era un suave retumbar que parecía que iba a continuar hasta el infierno. Me estaba extasiando, y entonces Lestat me arrancó de mi sopor:

—¡Está muerto, imbécil! —dijo con su encanto y tacto característicos—. ¡No puedes beber cuando están muertos! ¡Tenlo en cuenta!

Me puse frenético un instante, fuera de mí, e insistí en que el corazón del hombre aún latía, y yo ardía de ganas de volver a libar su sangre. Le pasé las manos por el pecho y lo tomé de las muñecas. Le habría mordido las muñecas si Lestat no me hubiese levantado y dado una bofetada. El golpe fue sorprendente. No fue doloroso del modo común. Fue un choque sensacional, de otra especie; un golpe en las sensaciones, de manera que me confundí y me encontré indefenso y con los ojos abiertos, de espaldas contra un ciprés y la noche lanzando sus insectos contra mis oídos.

—Morirás si haces eso —dijo Lestat—. Te llevará a la muerte si te aferras a él en la muerte. Y ahora has bebido demasiado. Te pondrás enfermo.

Su voz rechinaba. De pronto sentí la necesidad de atacarlo, pero empecé a sentirme mal. Tenía un dolor demoledor en el estómago, como si un remolino me chupara las entrañas desde adentro. Era la sangre que pasaba demasiado rápido a mi propia sangre, pero yo no lo sabía. Lestat se movió en la noche como un gato y yo lo seguí con la cabeza palpitando. El dolor en el estómago continuaba cuando llegamos a Pointe du Lac.

Cuando nos sentamos en la sala, Lestat se puso a jugar un solitario sobre la madera pulida de la mesa y yo me quedé mirándolo con desprecio. El murmuraba tonterías. Me acostumbraría a matar, decía; no sería nada. No debía derrumbarme. Reaccionaba demasiado, como si mi parte "mortal" no se hubiera ido. Me acostumbraría a todo en un santiamén.

—¿Lo crees? —le pregunté por último. Yo realmente no tenía interés en su respuesta. Comprendí las diferencias que había entre ambos. Para mí, la experiencia de matar había sido un cataclismo. Lo mismo que chuparle la muñeca a Lestat. Esas experiencias me abrumaron tanto y cambiaron de tal modo mi opinión sobre todo lo que me rodeaba, desde la imagen de mi hermano que colgaba de la pared de la sala hasta la visión de una sola estrella por la ventana, que no me podía imaginar que otro vampiro las tomase como cosas de todos los días. Yo había sufrido una alteración permanente; lo sabía. Y lo que sentí más profundamente por todas las cosas, incluso por el sonido de las barajas que eran alineadas allí, frente a mí, era respeto. Lestat sentía lo contrario. O no sentía nada. Era de una calaña de la que no se podía sacar nada de calidad. Tan aburrido como un mortal, tan superficial e infeliz como cualquier mortal; parloteaba encima de su juego de naipes, rebajando mi experiencia, completamente bloqueado para la más mínima posibilidad de tener experiencias propias. A la mañana siguiente me di cuenta de que yo era su completo superior y que me había engañado miserablemente al tenerlo como maestro. Debía guiarme por las lecciones necesarias, si había alguna lección verdadera, y yo debía tolerar en él una mentalidad que era blasfema con la misma vida. Sentí desprecio. Únicamente tenía hambre de experiencias nuevas, de todo lo que era tan hermoso y devastador como mi muerte. Y vi que si iba a sacar el máximo provecho de la experiencia ahora disponible, debía concentrar todo mi poder de aprendizaje. Lestat no servía para nada.

Bien pasada la medianoche, me puse por último de pie y salí a la galería. La luna se mostraba inmensa por encima de los cipreses, y la luz de los candelabros temblaba más allá de las puertas abiertas. Los anchos pilares y las paredes de yeso de la casa habían sido blanqueados, los suelos de madera estaban limpios, y una llovizna de verano había aclarado la noche, y la había dejado brillante de gotas de agua. Me apoyé en el pilar de la galería; mi cabeza tocaba los zarcillos tiernos de un jazmín que crecía en batalla constante con una visteria. Y pensé en lo que se extendía delante de mí a lo largo y ancho del mundo y del tiempo, y decidí vivirlo con delicadeza y reverencia, aprender de cada cosa lo mejor. No estaba seguro de lo que esto significaba. ¿Entiendes cuando digo que no quise andar deprisa por mi experiencia, que lo que sentí como vampiro era demasiado poderoso para usarlo mal?

—Sí —dijo deprisa el joven—. Parece como si hubiera estado enamorado.

Al vampiro le brillaron los ojos.

—Exacto. Es como el amor —sonrió—. Y deja que te cuente mis pensamientos de esa noche para que puedas saber que existen graves diferencias entre vampiros, y cómo llegué a tener un enfoque distinto del de Lestat. Debes comprender que no lo desprecié porque no podía vivir la experiencia. Simplemente no pude entender cómo se podían dejar a un lado esas sensaciones. Pero entonces Lestat hizo algo que me mostraría cómo proceder con mi aprendizaje.

Tenía un respeto más que normal por las riquezas de Pointe du Lac. Había quedado muy satisfecho con la belleza de la porcelana que usó para la cena de su padre, y le gustó tocar las cortinas de terciopelo y seguir con el pie los diseños de las alfombras. Y, entonces, de una de las alacenas sacó una copa y dijo:

—¡Qué extraños son los cristales! —Cuando dijo esto con un deleite impío, yo lo estudié con ojo severo, pues me disgustó intensamente—. Quiero enseñarte un truco —prosiguió—. Si es que te gusta el cristal.

Y después de colocar la copa en la mesa de juego, salió a la galería donde yo estaba y nuevamente cambió sus modales por los de un animal furtivo, con los ojos espiando la oscuridad detrás de las luces de la casa y bajo las ramas de los robles. En un instante, saltó por encima de la barandilla y luego se lanzó a la oscuridad para cazar algo con ambas manos. Cuando volvió, abrí la boca porque vi que se trataba de una rata.

—No seas imbécil —me dijo—. ¿Acaso nunca has visto una rata?

Era una rata inmensa y con una cola larga. La tenía del pescuezo para que no pudiera morder.

—Las ratas pueden ser bastante buenas —dijo. Y llevó la rata hasta la copa de vino, le cortó el cuello y llenó rápidamente el vaso con la sangre. Lanzó la rata por encima de la barandilla y Lestat levantó la copa llena, con aire de triunfo.

—Quizá tengas que vivir de ratas de vez en cuando, así que no pongas esa cara —dijo—. Ratas, gallinas, ganado. Si viajas en barco, lo mejor son las ratas, si no quieres que hagan una búsqueda por todo el barco y encuentren tu ataúd. Lo mejor es limpiar bien ese barco de ratas. —Y entonces bebió de la copa con la misma delicadeza que si se tratara de borgoña; hizo una mueca—. Se enfría tan rápido...

—¿Quieres decir que podemos vivir de los animales? —le pregunté.

—Así es —dijo, y entonces arrojó la copa a la chimenea; yo miré los pedazos—. No te importa, ¿no? —señaló el cristal roto con una sonrisa sarcástica—. Espero que no, porque no hay mucho que puedas hacer si te importa.

—Si me importa, te puedo sacar a ti y a tu padre de Pointe du Lac —dije; y creo que ésta fue la primera vez que demostré mi enojo.

—¿Por qué habrías de hacerlo? —me preguntó con falsa alarma—. Aún no sabes todo.., ¿o sí? —Se rió y caminó por la habitación; pasó los dedos por el borde de satén del clavicordio—. ¿Quieres tocar?

Yo dije algo como "no toques eso", y él se rió de mí.

—Lo tocaré si así lo quiero —dijo—. Por ejemplo, tú no sabes todas las maneras en que puedes morir. Y morirse ahora sería una gran calamidad, ¿no?

—Debe de haber alguien en el mundo que me pueda enseñar esas cosas —dije—. Por cierto, ¡no eres el único vampiro! Y tu padre quizá tenga unos setenta años. No puede ser que hayas sido vampiro desde hace mucho tiempo, de modo que alguien te debe de haber enseñado...

—¿Y piensas que puedes encontrar vampiros tú solo? Te podrán ver llegar, pero tú no los verás, amigo mío. No, no creo que tengas muchas opciones en este momento. Yo soy tu maestro y tú me necesitas, y no hay mucho que puedas hacer al respecto. Y ambos tenemos gente que debemos cuidar. Mi padre necesita un médico y tú tienes el problema de tu madre y de tu hermana. No te hagas ilusiones sobre confesarles que eres un vampiro. Simplemente cuida de ellas y de mi padre, lo que significa que mañana por la noche lo mejor será que mates rápido y te ocupes de la plantación. Y ahora a la cama. Ambos dormiremos en la misma habitación, pues representa menos riesgos.

—No, tú búscate un dormitorio —dije—. No tengo la menor intención de compartir la misma habitación contigo.

Se puso furioso.

—No hagas esa imbecilidad. Louis. Te lo advierto. No puedes hacer nada para defenderte una vez que sale el sol. Habitaciones separadas significa el doble de riesgos, el doble de precauciones y el doble de posibilidades de llamar la atención.

Luego dijo un montón de cosas para asustarme y obligarme a hacer lo que él quería, pero fue como si hablara con las paredes. Lo observé atentamente, pero no le escuchaba. Me pareció frágil y estúpido, un hombre hecho de ramitas secas y con una voz aguda, debilucha.

—Duerme solo —dije, y apagué las velas una a una.

—Ya casi es de mañana —insistió él.

—Entonces, enciérrate —dije, y levanté mi ataúd y bajé las escaleras de ladrillos. Pude oír que cerraba las puertas de arriba y corría las cortinas. El cielo estaba pálido pero todavía lleno de estrellas, y otra leve llovizna se produjo con la brisa que venía del río, humedeciendo las piedras. Abrí la puerta del oratorio de mi hermano, barrí las rosas que casi cerraban el paso, y puse el ataúd en el suelo de piedra, delante del altar. Casi podía distinguir las imágenes de los santos en las paredes.

—Paul —dije en voz baja, dirigiéndome a mi hermano—, por primera vez en mi vida, no siento nada por ti, nada por tu muerte; y, por primera vez, siento todo por ti; siento la pena de tu pérdida como jamás supe sentirla.

—Ya ves —el vampiro se dirigió al muchacho—. Por primera vez yo era completa y cabalmente un vampiro. Cerré las ventanas y puse el cerrojo a la puerta. Entonces me metí en mi ataúd forrado de satén; apenas podía ver el brillo del género en la oscuridad, y me encerré. Así es como me convertí en vampiro.

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