Entrevista con el vampiro (17 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
3.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Lo que sois? —preguntó—. ¡Y seríais alguna otra cosa de lo que sois! —juntó las rodillas y se inclinó hacia delante, entrecerrando los ojos—. ¿Sabes cuánto tiempo hace? ¿Te puedes imaginar a ti misma? ¿Debo buscar a una mendiga vieja para mostrarte cuál sería tu aspecto mortal si yo te hubiera dejado sola?

Ella se alejó de él, se quedó un instante como si no tuviera idea de adonde ir y luego se acercó a la silla al lado de la chimenea; encaramándose allí, se acurrucó como una niña indefensa. Puso las rodillas contra su pecho; tenía el abrigo de pana abierto y su vestido de seda le tapaba las rodillas. Miró las cenizas de la chimenea, pero no había nada indefenso en su mirada. Sus ojos tenían una vida independiente, como si su cuerpo estuviera poseído.

—¡Podrías estar muerta si fueras mortal! —insistió Lestat, encolerizado por su silencio; estiró las piernas y puso las botas en el suelo—. ¿Me oyes? ¿Por qué me preguntas esto ahora? ¿Por qué armas semejante alboroto? Siempre has sabido que eras una vampira.

Y continuó hablando de ese modo, repitiendo lo que había dicho tantas veces: conoce tu naturaleza, mata, sé lo que eres. Pero todo esto pareció extrañamente fuera de lugar. Porque Claudia no tenía problemas con matar. Ella se apoyó en el respaldo y dejó caer la cabeza hasta donde lo podía ver, directamente frente a ella. Lo estudiaba nuevamente como si fuera una marioneta.

—¿Tú me lo hiciste? ¿Cómo? —preguntó entrecerrando los ojos—. ¿Cómo lo hiciste?

—¿Y por qué habría de decírtelo? Es mi poder.

—¿Por qué sólo tuyo? —preguntó ella con la voz gélida y los ojos vacuos—. ¿Cómo se hace? —exigió, súbitamente enfurecida.

Fue algo eléctrico. Él se levantó del sofá y yo lo hice de inmediato, enfrentándome con él.

—¡Detenla! —me dijo; se estrujó las manos—. ¡Haz algo con ella! ¡No la puedo soportar!

Y entonces se dirigió a la puerta, pero volviéndose se acercó de modo que quedó por encima de ella, dejándola bajo su sombra. Ella lo miró sin miedo, recorriendo su cara con total indiferencia.

—Yo puedo deshacer lo que hice. A ti y a él —le dijo señalándome con un dedo—. Alégrate de ser lo que eres ¡O te romperé en mil pedazos!

Tras una pausa, el vampiro continuó:

—Pues bien, la paz de la casa quedó destruida, aunque hubo tranquilidad. Los días pasaban y ella no hacía preguntas, aunque ahora estudiaba con fruición los libros de ocultismo, de brujas y de magia. Y de vampiros. Esto era casi todo fantasía, ¿comprendes? Mitos, cuentos, a veces simples narraciones de horror. Pero ella lo leía todo. Leía hasta el alba, de modo que yo tenía que ir a buscarla y traerla al lecho.

Lestat, mientras tanto, contrató a un mayordomo y a una criada, así como a un equipo de obreros para que le construyeran una gran fuente en el patio, con una ninfa de piedra que derramase aguas eternas a través de una gran concha. Hizo traer peces de colores y nenúfares, para que descansasen sobre la superficie y se deslizaran en las aguas siempre en movimiento.

Una mujer lo había visto matar en el camino de Nyades que iba al pueblo de Carrolton, y hubo historias de ello en los periódicos, asociándolo con una casa embrujada cerca de Nyades y Melpomene; todo lo cual lo deleitaba. Durante un tiempo fue el fantasma del camino de Nyades, aunque al final los diarios dejaron de prestarle atención; y entonces cometió otro asesinato horrendo en otro lugar público y puso en funcionamiento a la imaginación de Nueva Orleans. Pero todo eso tenía cierto aspecto medroso. En cuanto a él, seguía pensativo, suspicaz; se me acercaba constantemente preguntándome dónde estaba Claudia, a dónde había ido, lo que estaba haciendo.

—Ella está bien —le aseguraba yo, aunque estaba separado de ella y dolido como si hubiera sido mi novia. Apenas me prestaba atención entonces, como antes había hecho con Lestat. Y a veces se iba cuando yo le hablaba.

—¡Mejor que esté bien! —dijo con maldad.

—¿Y qué harás si no lo está? —le pregunté con más temor que intención agresiva.

Me miró con sus fríos ojos grises.

—Cuida de ella, Louis. ¡Habla con ella! —dijo—. Todo estaba perfecto, y, ahora, esto. No hay ninguna necesidad de ello.

Pero preferí que ella se acercase a mí. Y lo hizo. Era una tarde temprano, cuando me acababa de despertar. La casa estaba a oscuras. La vi de pie al lado de los ventanales; tenía puesta una blusa de grandes mangas y miraba con las cejas bajas el movimiento vespertino de la rué Royale. Pude oír a Lestat en su cuarto, y el ruido del agua en su palangana. Llegó el débil aroma de su colonia y se alejó como el sonido de la música del café, dos pisos más abajo.

—No me dices nada —dijo ella en voz baja; no me había percatado de que ella supiera que yo había abierto los ojos. Me acerqué a ella y me hinqué a su lado—. Tú me lo dirás, ¿verdad? —insistió—. ¿Cómo lo hizo?

—¿Es eso lo que realmente quieres saber? —le pregunté, estudiándole el rostro—. ¿O más bien por qué te lo hicieron a ti... y lo que tú eras antes? No comprendo lo que quieres decir con ese "cómo", porque si quieres decir cómo se hizo, tú, a tu vez, podrías hacerlo...

—Ni siquiera sé qué estás diciendo —dijo, con algo de frialdad; luego dio media vuelta hacia mí y me puso las manos en la cara—. Mata conmigo esta noche —me dijo, con tanta sensualidad como una amante—. Y dime lo que sabes. ¿Qué somos nosotros? ¿Por qué no somos como los demás? —preguntó, y miró a la calle.

—No conozco las respuestas a tus preguntas —le dije. Su cara se contorsionó súbitamente como si tratase de escucharme en medio de un ruido ensordecedor. Y entonces sacudió la cabeza.

Pero yo continué:

—Me pregunto las mismas cosas que tú. Yo no las sé. ¿Cómo fui hecho? Te contaré que... que Lestat me hizo. Pero la fórmula la desconozco.

Su cara seguía en tensión. Allí estaba viendo yo las primeras señales del miedo, o de algo peor y más profundo que el miedo.

—Claudia —le dije, poniendo mis manos sobre las suyas y posándolas suavemente sobre mi piel—. Lestat no tiene nada importante que decirte. No hagas esas preguntas. Hace incontables años que eres mi compañera en mi búsqueda de todo lo que se puede saber de la vida mortal y de la creación mortal. Ahora no seas mi compañera en esta ansiedad. Él no nos puede dar las respuestas. Y yo no poseo ninguna.

Pude ver que ella no lo podía aceptar, pero no había previsto su retirada convulsa, la violencia con que se tiró del pelo un instante y luego se detuvo como si su gesto fuera inútil, estúpido. Me llenó de aprensión. Ella miraba al cielo. Estaba brumoso, sin estrellas; las nubes llegaban por la parte del río. Ella hizo un súbito gesto con los labios, como si se los hubiera mordido, luego se dirigió a mí y, aún susurrante, me dijo:

—Entonces, él me hizo..., él lo hizo... ¡Tú no lo hiciste!

Hubo algo horrendo en su expresión y me retiré de ella antes de haber tenido la intención de hacerlo. Me quedé frente a la chimenea y encendí una vela delante del alto espejo. Y allí, de repente, vi algo que me dejó perplejo, algo que, en la oscuridad, me pareció una máscara espantosa; luego tomó su realidad tridimensional: un viejo cráneo. Lo miré. Tenía un ligero color a tierra, pero había sido limpiado.

—¿Por qué no me contestas? —preguntó ella.

Oí que se abría la puerta de la habitación de Lestat. Él saldría de inmediato a matar. O al menos a encontrar su víctima. Yo no lo haría. Yo dejaba que las primeras horas de la noche se acumularan con tranquilidad, así como el hambre se acumulaba en mí, hasta que el deseo se hacía demasiado fuerte y yo me entregaba a todo de manera más completa, más ciega. Oí claramente que ella repetía su pregunta, que quedó flotando en el aire como un eco de una campana..., y sentí latir mi corazón.

—Él me hizo, por supuesto. Él mismo lo dijo. Pero tú me escondes algo. Algo que él soslaya cuando se lo pregunto. ¡Dice que jamás podría haberlo hecho sin tu ayuda!

Me encontré mirando fijamente el cráneo y oyéndola como si sus palabras me azotasen para obligarme a dar media vuelta y enfrentarme a los latigazos. La idea se me ocurrió más como un golpe frío que como un pensamiento: que ahora nada quedaba de mí sino ese cráneo. Me di vuelta y, a la luz de la lámpara, vi sus ojos como dos llamaradas oscuras en su rostro blanco. Una muñeca de la que alguien había arrancado cruelmente los ojos y los había reemplazado con un fuego demoníaco. Me encontré acercándome a ella, susurrando su nombre, formándose un pensamiento en mis labios y luego muriendo; cerca de ella, luego lejos de ella, recogiendo su abrigo y su sombrero. Vi un guante diminuto en el suelo, en las sombras, y, por un momento, pensé que era una mano diminuta, cortada.

—¿Qué te pasa...? —Se me acercó mirándome a la cara—. ¿Qué es lo que siempre ha estado pasando? ¿Por qué miras de ese modo el cráneo, el guante?

Hizo esta pregunta con delicadeza..., pero no con la suficiente. Había un leve cálculo en su voz, una indiferencia inalcanzable.

—Te necesito —le dije sin querer decirlo—. No puedo soportar el perderte. Eres la única compañera que he tenido en la inmortalidad.

—Pero, ¡por cierto que debe haber otros! ¡Sin duda no somos los únicos vampiros de la Tierra! —le oí decir, como yo lo había dicho, se lo oí con mis propias palabras, que volvían a mí en la marea de su toma de conciencia, de su búsqueda.

Pero no hay dolor —pensé de improviso—. Hay urgencia, una urgencia despiadada.

—¿Acaso no eres como yo? —preguntó, mirándome de frente—. ¡Tú me has enseñado todo lo que sé!

—Lestat te enseñó a matar. —Recogí el guante—. Aquí tienes, vamos..., salgamos. Quiero salir...

Yo tartamudeaba y traté de ponerle los guantes. Levanté la gran masa de rizos de sus cabellos y los arreglé sobre el cuello del abrigo.

—¡Pero tú me enseñaste a ver! —me dijo—. Tú me enseñaste las palabras
ojos de vampiro —
continuó ella—. Tú me enseñaste a beberme el mundo, a tener hambre de algo más que...

—Nunca quise que esas palabras
ojos de vampiro
tuvieran el significado que tú les das —le dije—. Suenan distintas cuando tú las pronuncias. —Ella me tiraba de la manga tratando de que yo la mirase—. Vamos —le dije—. Tengo que mostrarte algo...

Y rápidamente la hice pasar por el corredor y las escaleras en espiral y a través del patio a oscuras. Pero yo no sabía lo que tenía que mostrarle ni a dónde me dirigía. Únicamente que tenía que ir, con un instinto sublime y condenado.

Pasamos deprisa por la ciudad en las primeras horas de la noche; el cielo mostraba ahora un pálido violeta y las nubes habían desaparecido; el aire a nuestro alrededor era fragante, aun cuando nos alejamos de los jardines espaciosos hacia esas callejuelas angostas y pobres donde las flores estallan en las grietas de las piedras y las inmensas adelfas brotan con gruesos y resinosos tallos blancos y rosados, como una hierba monstruosa, en los terrenos baldíos. Oía el
staccato
de los pasos de Claudia a mi lado mientras se apresuraba siguiéndome, sin pedirme en ningún momento que aminorara la marcha; y finalmente llegó con su cara de infinita paciencia a una calle angosta y oscura donde aún había unas pocas casas francesas antiguas entre las fachadas españolas, unas antiguas casitas con el yeso carcomido. Yo había encontrado la casa con un esfuerzo ciego, consciente de que siempre había sabido dónde estaba y que siempre la había evitado; que siempre había girado en el farol de la esquina sin querer pasar por la ventana baja donde había oído llorar a Claudia por primera vez. La casa estaba en silencio. Más hundida que en aquellos tiempos, la entrada cruzada por cuerdas para colgar la ropa, las hierbas altas entre los bajos cimientos, las dos ventanas rotas y emparchadas con telas. Toqué las persianas.

—Aquí fue donde te vi por primera vez —le dije, pensando contárselo todo para que ella comprendiese, pero sintiendo aún la frialdad de su mirada, de su expresión—. Te oí llorar. Estabas en esa habitación con tu madre. Y tu madre estaba muerta. Hacía días que lo estaba y tú no lo sabías. Te aferrabas a ella, gimiendo..., llorando lastimeramente, y vi tu cuerpo blanco, febril y hambriento. Tratabas de despertarla de la muerte, te aferrabas a ella en busca de calor, por miedo. Era casi la mañana y... —Me llevé las manos a las sienes—. Abrí las persianas... Entré en la habitación. Sentí lástima por ti. Lástima, pero también... algo más.

Vi que abría los labios, los ojos.

—Tú... ¿te alimentaste de mí? —susurró—. ¡Yo fui tu víctima!

—Sí —le dije—. Lo hice.

Hubo un momento tan elástico y doloroso que fue casi insoportable. Se quedó inmóvil en las sombras, y sus ojos inmensos se concentraron en la oscuridad; el aire cálido se elevó de repente, suavemente. Entonces dio media vuelta. Oí el sonido de sus zapatos mientras corría. Y corrió, corrió... Me quedé petrificado, oyendo los sonidos cada vez más débiles. Y, entonces, giré; se desató en mí el miedo, miedo creciente, enorme e insuperable, y corrí detrás de ella. Era impensable que no pudiera alcanzarla, que no la alcanzara de inmediato y le dijera que la amaba, que debía tenerla, debía conservarla. Y cada segundo que corrí por la callejuela a oscuras era como alejarme de mí gota a gota; mi corazón latía, hambriento, latiendo y resonando y rebelándose contra el esfuerzo. Hasta que, súbitamente, me detuve. Ella estaba bajo un farol de la calle, mirando, muda, como si no me conociera. La tomé de la pequeña cintura con ambas manos y la levanté hasta la luz. Ella me estudió con su rostro contorsionado, la cabeza de costado como si no quisiera mirarme directamente, como si debiera reflejar una abrumadora sensación de repulsión.

—Tú me mataste —susurró—. ¡Tú me robaste la vida!

—Sí —le dije, cogiéndola de la mano para poder sentir los latidos de su corazón—. Más bien traté de hacerlo. Beberte la vida. Pero tenías un corazón como ningún otro que yo hubiera oído, un corazón que latía y latía hasta que tuve que dejarte, tuve que alejarte de mí a menos que aceleraras mi pulso hasta causar mi muerte. Y Lestat me encontró; a mí, a Louis, el sentimental, el tonto, dándose un banquete con una niña de cabellos dorados, una Inocente Sagrada,
una niña pequeñita.
Te trajo del hospital donde te habían llevado y yo nunca supe lo que pensaba hacer, salvo lo que intuí. "Tómala, termínala", dijo él. Volví a sentir la pasión. Oh, ya sé que te he perdido ahora para siempre. ¡Lo puedo ver en tus ojos! Me miras como a los mortales, desde lejos, desde una fría región de autosuficiencia que no puedo entender. Pero yo lo hice. Volví a sentir por ti un hambre vil e insoportable, quise tu martilleante corazón, esta mejilla, esta piel. Eras rosada y fragante como los niños mortales, dulce con la pizca de sal y de polvo. Te volví a poseer. Y cuando pensé, sin que eso me importara, que tu corazón me mataría, él nos separó y, abriéndose su propia muñeca, te dio de beber. Y tú bebiste. Bebiste y bebiste hasta que casi lo desangraste y él quedó debilitado. Pero entonces ya eras una vampira. Esa misma noche, bebiste sangre humana y, desde entonces, lo has hecho cada noche.

BOOK: Entrevista con el vampiro
3.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

El jardín de Rama by Arthur C. Clarke & Gentry Lee
Princess of the Sword by Lynn Kurland
Hush by Karen Robards
Stable Groom by Bonnie Bryant
Lighthousekeeping by Jeanette Winterson
Bury Your Dead by Louise Penny