Entrevista con el vampiro (34 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Había algo que me perturbaba en ese cuarto y no sabía de qué se trataba. No sabía realmente lo que me sucedía; únicamente que me había visto obligado a caer en dos estados febriles y feroces: mi concentración ante esos cuadros espantosos y la muerte a la que me había entregado, obscenamente, ante los ojos de todos.

Ahora no sabía qué era lo que me amenazaba, qué era aquello de lo que mi mente quería escapar. Seguí mirando a Claudia, el modo en que se apoyaba contra los libros, la manera en que se sentaba entre los objetos del escritorio: la pulida calavera blanca, el candelabro, el libro abierto de pergamino cuya escritura a mano brillaba a la luz; y entonces, arriba de ella, apareció la imagen lacada y trémula de un demonio medieval, con cuernos y cascos, y su figura bestial presidía un aquelarre de brujas adoradoras. Claudia tenía la cabeza apenas debajo de él; los rizos libres de su cabello acaso lo tocaban; y ella miraba al vampiro de ojos castaños con los ojos muy abiertos y maravillados. De pronto quise recogerla; y, en forma horripilante, la vi caer en mi imaginación asustada como una muñeca. Yo contemplaba al demonio, ese rostro monstruoso que era preferible a Claudia en su fantasmagórica inmovilidad.

—No despertaréis al niño si habláis —dijo el vampiro de ojos castaños—. Habéis venido de tan lejos..., habéis viajado tanto...

Y gradualmente desapareció mi confusión, como si el humo se elevara y se alejara en una corriente de aire frío. Y me quedé muy despierto y muy calmo mirándolo mientras él se sentaba en una silla frente a mí. Claudia también lo miraba. Y él miró al uno y al otro; su pulido rostro y sus ojos pacíficos se mostraban como si hubieran sido así desde siempre, como si jamás hubiera habido un cambio en ellos.

—Me llamo Armand —dijo—. Envié a Santiago a que os diera la invitación. Conozco vuestros nombres. Os doy la bienvenida a mi casa.

Junté fuerzas para hablar y sentí extraña mi voz cuando le dije que nosotros habíamos temido estar solos.

—¿Cómo habéis venido a la existencia? —nos preguntó.

Claudia apenas levantó la mano de su falda y sus ojos se movieron mecánicamente de mi rostro al suyo. Yo lo vi y supe que el otro también debía haber visto el gesto, pero no se dio por enterado.

—No queréis contestar —dijo Armand, con voz más baja y más medida que la de Claudia, mucho menos humana que la mía.

Sentí que volvía a caer en la contemplación de esa voz y de esos ojos, de los que tuve que separarme con un gran esfuerzo.

—¿Eres el jefe del grupo? —le pregunté.

—No de la forma en que dices
jefe
—contestó—. Pero de haber aquí un jefe, sería yo.

—Yo no he venido..., perdóname..., a hablar de cómo pasé a esta existencia. Porque eso no representa ningún misterio para mí, no me presenta ningún interrogante. Por tanto, si no tienes un poder al que yo me vea obligado a rendir pleitesía, preferiría no hablar de esas cosas.

Ojalá pudiera describir su manera de hablar, cómo, cada vez que hablaba, parecía salir de un estado contemplativo parecido al que a mí me inducía y que tanto esfuerzo me costaba evitar; y, sin embargo, jamás se movía y parecía siempre alerta. Esto me distrajo al mismo tiempo que me atrajo con fuerza, y del mismo modo en que atraía esa habitación, su simpleza, su rica y cálida combinación de elementos esenciales: los libros, el escritorio, las dos sillas al lado del fuego, el ataúd, los cuadros. El lujo de las habitaciones del hotel me pareció vulgar, peor aún, absurdo al lado de esa habitación. Yo lo comprendí todo, salvo el chico mortal, a quien no entendí en absoluto.

—No estoy seguro —dije, incapaz de quitar los ojos del horrible Satán medieval—. Tendría que saber de qué provienes..., de quién provienes. Si vienes de otros vampiros... o de otra parte.

—De otra parte... —dijo—. ¿Qué significa de otra parte?

—¡Eso! —dije señalando el cuadro medieval.

—Eso es un cuadro —dijo.

—¿Nada más?

—Nada más.

—Entonces, Satán... ¿Algún poder satánico te ha dado el poder como jefe o como vampiro?

—No —respondió con calma, con tanta calma que me fue imposible saber lo que pensaba de mis preguntas; si es que las consideraba en absoluto; si las pensaba del modo en que yo consideraba que lo haría.

—¿Y los otros vampiros?

—No —dijo.

—Entonces, ¿nosotros no somos... —me agaché hacia adelante—, no somos las criaturas de Satán?

—¿Cómo podríamos ser las criaturas de Satán? —preguntó—. ¿Crees que Satán creó al mundo?

—No, creo que lo creó Dios, si es que lo creó alguien. Pero Él debe haber creado también a Satán y quiero saber si somos sus criaturas.

—Exacto, y, en consecuencia, si crees que Dios creó a Satán, debes percatarte de que todo el poder de Satán proviene de Dios, y que Satán es simplemente una criatura de Dios, por lo que nosotros también somos criaturas de Dios. En realidad, no existen las criaturas de Satán.

No pude ocultar mis sentimientos ante sus palabras. Me apoyé en el respaldo de cuero, contemplé ese pequeño grabado del demonio, liberado por el momento de cualquier sensación de obligación por la presencia de Armand, perdido en mis propios pensamientos, en las implicaciones irrefutables de su lógica.

—Pero, ¿por qué te preocupa eso? Seguramente lo que te digo no te sorprende —dijo—. ¿Por qué permites que te afecte?

—Permíteme que te lo explique —empecé a decir—. Sé que eres un vampiro maestro. Te respeto. Pero soy incapaz de igualar tu serenidad. Sé lo que es, pero no la poseo y dudo de que jamás la logre. Lo acepto.

—Comprendo —dijo—. Lo observé en el teatro; tu sufrimiento, tu simpatía por aquella muchacha. Vi tu simpatía por Denis cuando te lo ofrecí; te mueres cuando matas, como si sintieras que se merezca morir, y te refrenas en todo. Pero ¿por qué, con esa pasión y ese sentido de la justicia, quieres llamarte hijo de Satán?

—Soy un demonio —contesté—, tan demonio como cualquier otro vampiro. He matado una y otra vez y lo haré nuevamente. Acepté a ese chico, Denis, cuando me lo ofreciste, aunque no pude saber si iba a sobrevivir o no.

—¿Por qué crees que eso te hace tan demonio como cualquier otro vampiro? ¿Acaso no hay categorías del mal? ¿Es acaso el mal una gran sima peligrosa en la que uno cae con el primer pecado y se desploma a las profundidades?

—Sí, creo que sí —le dije—. No es lógico, tal como tú lo enuncias. Es oscuro, es vacío. Y no tiene ningún consuelo.

—Pero tú no estás siendo justo —dijo con una primera señal de expresión en la voz—. Sin duda alguna, atribuyes muchos niveles y gradaciones al bien. Existe el bien de la inocencia de un niño y está el bien del monje que ha abandonado todo a los demás y vive una vida de privaciones y servicio. El bien de los santos, el bien de las amas de casa. ¿Es todo lo mismo?

—No, pero se iguala en que es infinitamente diferente del mal —le contesté.

Yo no sabía que pensaba esas cosas. Las dije entonces como si fueran mis pensamientos. Y eran mis sentimientos más profundos que tomaban una forma que jamás podrían haber tomado de no haberlos dicho de esa manera en una conversación con un tercero. Pensé que tenía una mente pasiva, en cierto sentido. Quiero decir que mi mente sólo podía expresarse, formular ideas, sobre esa base de nostalgias y de dolor cuando era tocada por otra mente; fertilizada por otra, profundamente excitada por otra mente y llevada a formar conclusiones. Entonces sentí el más raro y agudo alivio de la soledad. Con facilidad, pude imaginar y sufrir ese momento de años antes, en otro siglo, cuando estuve al pie de la escalera de Babette; sentí la frustración perpetua y metálica de todos los años con Lestat; y luego ese cariño perdido y apasionado por Claudia que había hecho retroceder a la soledad detrás de la suave indulgencia de los sentidos, los mismos sentidos que añoraban el crimen. Y vi la cima desolada de la montaña del este de Europa donde me había enfrentado con aquel vampiro sin inteligencia y lo había matado en las ruinas del monasterio. Y fue como si la gran nostalgia femenina de mi mente volviera a despertarse para ser satisfecha. Y la sentí, pese a mis propias palabras:

—Pero es oscuro, es vacío. Y no tiene ningún consuelo.

Miré a Armand, a sus grandes ojos castaños en ese rostro rígido y eterno que me miraba como a un cuadro; y sentí la lenta oscilación del mundo físico que había sentido en el salón de los murales, el empuje de mi antiguo delirio, el despertar de una necesidad tan terrible que la misma promesa de su satisfacción acarreaba la insoportable posibilidad de la desilusión. Y, no obstante, allí estaba la cuestión, la cuestión horrible, antigua y obsesionante del mal.

Creo que me llevé las manos a la cabeza como hacen los mortales cuando tienen una gran preocupación y se cubren instintivamente la cara y acarician el cráneo como si pudieran penetrar los huesos y masajear el órgano viviente y aliviarle su dolor.

—¿Y cómo se logra ese mal? —me preguntó—. ¿Cómo cae uno en desgracia y en un instante es tan violento como los tribunales de la Revolución o el más cruel de los emperadores romanos? Simplemente, ¿se debe perder un domingo de misa o morder la hostia consagrada? ¿O robar un pedazo de pan... o dormir con la esposa del vecino?

—No... —dije—, no.

—Pero si el mal no tiene gradaciones y existe, ese estado de maldad sólo necesita un único pecado. ¿No es eso lo que aseguras? Que Dios existe y...

—No sé si Dios existe. Y, por lo que sé..., no existe.

—Entonces el pecado no tiene importancia —dijo él—. Ningún pecado alcanza el mal.

—Eso no es verdad. Porque si Dios no existe, nosotros somos las criaturas de mayor conciencia del universo. Sólo nosotros comprendemos el paso del tiempo y el valor de cada minuto de vida humana. Y lo que constituye el mal, el verdadero mal, es el asesinato de una sola vida humana. No tiene la menor importancia que un hombre pueda morir mañana o pasado mañana o con el tiempo... Porque si Dios no existe, esta vida..., cada segundo de la misma..., es lo único que tenemos.

Se recostó en el respaldo y guardó silencio por el momento; sus grandes ojos se entornaron y fijaron en las profundidades del fuego. Ésa fue la primera vez, desde que se había acercado a mí, en que desviaba la mirada, y me encontré observándolo sin que me viese. Durante largo rato, se sentó de ese modo, y pude sentir sus pensamientos, como si fueran palpables en el aire como humo. No los leía, ¿comprendes?, pero sentía su poder. Parecía tener una aureola, y, aunque su rostro era muy joven, yo sabía que eso no significaba nada, parecía ser infinitamente viejo y sabio. No lo podría definir, porque no podría describir de qué modo las líneas juveniles de su cara y sus ojos expresaban inocencia y, al mismo tiempo, edad y experiencia.

Se puso de pie y miró a Claudia, con las manos a la espalda. El silencio de Claudia durante todo este tiempo me había resultado comprensible. Éstos no eran sus interrogantes; no obstante, se sentía fascinada por él y yo escuchaba y aprendía sin duda de él. Pero comprendí otra cosa cuando se miraron. El se hallaba ahora de pie, con un cuerpo absolutamente dominado, la necesidad, el rito, el flujo de la mente; y entonces su inmovilidad fue sobrenatural. Y ella, como jamás la había visto, poseía la misma inmovilidad. Se miraban con una comprensión sobrenatural de la que yo estaba simplemente excluido.

Yo era algo vibrante y movedizo para ellos, igual que los mortales lo eran para mí. Y supe, cuando de nuevo se dirigió a mí, que él había comprendido que ella no creía ni compartía mi concepto del mal.

Sus palabras salieron sin el más mínimo aviso:

—Éste es el único mal —dijo a las llamas.

—Sí —contesté, sintiendo que revivía ese tema consumidor, que sacudía todas mis preocupaciones.

—Es verdad —dijo, sorprendiéndome, profundizando mi tristeza, mi desesperación.

—Entonces, Dios no existe... ¿No tienes conocimiento de su existencia?

—Ninguno —dijo.

—Ningún conocimiento —repetí, indiferente a mi simplicidad, a mi miserable dolor humano.

—Ninguno.

—¿Y ningún vampiro de aquí ha tenido contacto con Dios o con el demonio?

—Ningún vampiro que yo haya conocido —dijo, pensativo, y el fuego danzaba en sus ojos—. Y, por lo que sé, después de cuatrocientos años, soy el vampiro más viejo del mundo.

Lo miré, atónito.

Entonces empecé a comprender. Era como siempre me había temido, y era ya un solitario, sin la menor esperanza. Las cosas continuarían como antes y continuarían y continuarían...

Mi búsqueda había terminado. Me recosté en el respaldo, mirando en silencio las llamas.

Era inútil que siguiera hablando, inútil viajar por todo el mundo para volver a oír la misma historia.

—¡Cuatrocientos años!

Creo que repetí las palabras: "cuatrocientos años". Recuerdo que seguí mirando al fuego. Había un leño que caía lentamente en el fuego, resbalando en un proceso que había tardado toda la noche, y estaba lleno de pequeños agujeros con una sustancia ígnea que lo había atravesado de punta a punta, y ahora se consumía rápidamente. Y en cada uno de esos agujeros diminutos bailaba una llamita entre las llamas más grandes; y todas esas llamitas con sus bocas oscuras me parecieron rostros que formaban un coro; y el coro cantó sin cantar; en el aliento del fuego, que era continuo, entonaba su canción muda.

De repente, Armand se movió y escuché el roce de sus ropas y sentí su sombra, cuando quedó de rodillas a mis pies, con sus manos estiradas hasta mi cabeza y los ojos encendidos.

—El demonio, el concepto demoníaco, ¡proviene de la desilusión, de la amargura! ¿No te das cuenta? ¡Criaturas de Satán! ¡Criaturas de Dios! ¿Es ésa la única pregunta que me traes, es ése el único poder que te obsesiona, el que nos transforma en dioses y demonios, cuando el único poder que existe está dentro de nosotros mismos? ¿Cómo puedes creer en esas mentiras fantásticas y antiguas, esos mitos, esos emblemas de lo sobrenatural?

Agarró al demonio colocado encima de la inmóvil Claudia con un gesto tan veloz que no lo pude ver. Sólo vi la sonrisa maléfica del demonio ante mí y luego sus crujidos en las llamas.

Algo se rompió en mi interior cuando él dijo eso; algo se desgarró de modo que un torrente de sentimientos se precipitó sobre todos mis músculos. Me puse de pie, alejándome de él.

—¿Estás loco? —le pregunté, atónito ante mi propio enfado, mi propia desesperación—. Aquí estamos nosotros dos, inmortales, eternos, levantándonos cada noche para alimentar esa inmortalidad con sangre humana; y allí, sobre tu escritorio, apoyada en el conocimiento de los siglos, está una niña pura tan demoníaca como nosotros; ¡y me preguntas cómo puedo creer que encontraría un significado en lo sobrenatural! ¡Te digo, después de haber visto lo que soy, que bien podría creer en cualquier cosa! ¿No podrías tú? Al creer, al estar así confundido, puedo ahora aceptar la verdad más fantástica de todas: ¡que todo esto no tiene el más mínimo sentido!

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