Entrevista con el vampiro (8 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Pude ver, por la expresión de su cara, que escuchaba cada palabra mía. De haber habido tiempo, me hubiera hecho preguntas, pero me creyó cuando le dije que no lo había. Luego utilicé toda la habilidad para dejarla lo más rápido posible y parecer que había desaparecido. Del otro lado del jardín, vi su rostro iluminado por la vela. La vi intentando verme en la oscuridad, mirando para un sitio y otro. Y luego la vi hacer la señal de la cruz y volvió adentro con sus hermanas. El vampiro sonrió:

—En toda la costa nada se dijo acerca de una extraña aparición a Babette Freniere, pero después del primer duelo y de las tristes conversaciones entre las mujeres solitarias, ella se convirtió en el escándalo de la región porque decidió dirigir su plantación. Acumuló una inmensa dote para su hermana menor y, a los pocos años, ella misma se casó. Y Lestat y yo casi ni intercambiábamos palabra.

—¿Continuó viviendo en Pointe du Lac?

—Así es. Yo no podía estar seguro de que Lestat ya me hubiera dicho todo lo que yo necesitaba saber. Y yo necesitaba disimular. Mi hermana se casó en mi ausencia, por ejemplo, mientras yo sufría el paludismo. Y algo similar me sucedió el día del funeral de mi madre. Mientras tanto, Lestat y yo nos sentábamos cada noche a cenar con el anciano y hacíamos ruido con nuestros cuchillos y tenedores, y él nos decía que comiéramos todo lo que teníamos en nuestros platos y que no bebiéramos demasiado vino. Con cientos de miserables dolores de cabeza, yo recibía a mi hermana en el dormitorio a oscuras, con las mantas hasta la barbilla. Les pedía a ella y a su marido que disculpasen la falta de luz, puesto que me hacía daño en los ojos, y les entregaba grandes sumas de dinero para que las invirtieran en nombre de todos. Por suerte, su marido era un idiota; inofensivo, pero un imbécil: el producto de cuatro generaciones de matrimonios entre primos hermanos.

Pero aunque estas cosas iban bien, empezamos a tener problemas con los esclavos. Ellos sí eran suspicaces. Y como ya he indicado, Lestat mataba a quien se le ocurría. En consecuencia, siempre había rumores de extrañas muertes en esa parte de la costa. Pero lo que motivó esas murmuraciones fue lo que ellos veían de nosotros. Y yo lo oí un atardecer cuando estaba entre las sombras cerca de las cabañas de los esclavos.

Ahora, permíteme que te explique el carácter de esos esclavos. Corría el año 1797; hacía cuatro años que Lestat y yo vivíamos en una paz relativa; yo invertía el dinero que él adquiría, aumentando las tierras, comprando pisos y casas en Nueva Orleans, que él alquilaba. Y el trabajo de la plantación producía poco más que una excusa para nuestras inversiones. Dije "nuestras". Eso es incorrecto. Jamás firmé nada con Lestat y, como te darás cuenta, yo todavía estaba legalmente vivo. Pero, en 1797, esos esclavos no tenían el carácter que has visto en las películas y las novelas del Sur. No era gente de piel oscura y palabras obedientes, mal vestidas, que hablaban un dialecto inglés. Eran africanos. Y eran insulares; es decir, algunos de ellos provenían de Santo Domingo. Eran muy negros y absolutamente extraños; hablaban sus lenguas africanas y hablaban el
patois
francés; y, cuando cantaban, cantaban canciones africanas que convertían los campos en algo exótico que siempre me había dado miedo en mi vida mortal. En suma, ellos aún no habían sido destruidos por completo como africanos. La esclavitud era la maldición de sus vidas, pero aún no habían sido robados de lo que era característicamente suyo. Toleraban el bautismo y las modestas vestimentas que les imponían las leyes católicas francesas, pero, por las tardes, transformaban sus ropas baratas en disfraces delirantes, hacían joyas con huesos de animales y pedazos descartados de metal que pulían como si fuera oro; y las cabañas de los esclavos de Pointe du Lac eran un país extranjero, una costa africana después del anochecer, en el cual ni el más intrépido superintendente se animaba a deambular. Pero los vampiros no se asustaban.

No hasta una noche de estío, cuando paseando entre las sombras, escuché por las puertas abiertas de la cabaña del capataz negro una conversación que me convenció de que Lestat y yo dormíamos con grave peligro. Los esclavos sabían que no éramos seres normales. En tonos susurrantes, las criadas, que vislumbré a través de una grieta, contaron cómo nos vieron cenar con los platos vacíos, llevándonos copas vacías a los labios, riéndonos, con nuestros rostros blancos y fantasmales a la luz de los candelabros, y el pobre ciego era un tonto indefenso en nuestro poder. A través de las cerraduras, habían visto el ataúd de Lestat, y, una vez, él había castigado sin misericordia a una de ellas por espiar por las ventanas de su dormitorio que daban a la galería.

—Allí no hay ninguna cama —se confiaron una a la otra—. Duerme en el ataúd, lo sé.

Estaban todos convencidos de lo que éramos. En cuanto a mí, una tarde me habían visto salir del oratorio, que ahora era poco más que una masa de ladrillos y enredaderas, llena de visterias en flor en la primavera, rosas silvestres en el verano y el musgo brillante sobre las viejas persianas despintadas, que jamás se habían abierto, y con las arañas tejiendo en los pétreos arcos. Por supuesto, yo simulaba visitarlo en memoria de mi hermano, pero, por sus palabras, estaba claro que ya no creían más en esa mentira. Y ahora no sólo nos atribuían las muertes de los esclavos encontrados en el campo y en los pantanos, y también las muertes de reses y caballos, sino todos los demás acontecimientos misteriosos y extraños; incluso las inundaciones y tormentas, que eran las armas de Dios en su batalla personal contra Louis y Lestat. Lo que es peor: no pensaban escaparse. Nosotros éramos demonios, y nuestro poder, ineludible. No, nosotros debíamos ser destruidos. Y en esa reunión, de la que me convertí en un participante invisible, había un grupo de esclavos de Freniere.

Eso significaba que los rumores se extenderían por toda la costa. Y aunque yo creía firmemente que toda la costa no podía caer presa de una histeria colectiva, no sentí la menor gana de correr ese riesgo. Me apresuré a volver a la plantación a decirle a Lestat que nuestro papel de plantadores sureños había terminado. Tendría que ceder su látigo de esclavista y su servilletera de oro y regresar a la ciudad.

Naturalmente, se resistió. Su padre estaba gravemente enfermo y quizá no sobreviviese mucho más. No tenía la menor intención de escapar de unos estúpidos esclavos.

—Los mataré a todos —dijo serenamente—, de a tres y de a cuatro. Algunos se escaparán y eso estará bien.

—Estás diciendo disparates. El hecho es que quiero que te vayas de aquí.

—¡Tú quieres que me vaya! ¡Tú! —se mofó; estaba construyendo un castillo de naipes en la mesa de la sala con un mazo de cartas francesas muy finas—. Tú, un vampiro llorón y cobarde que se arrastra por la noche matando gatos y ratas y mirando velas durante horas como si se tratara de gente, y que se queda bajo la lluvia como un zombie hasta que se te empapan las ropas y hiedes a viejos baúles escondidos en el desván, y tienes el aspecto de un idiota estupefacto en el zoológico.

—No tienes nada más que decirme —contesté—, y tu insistencia en el desorden nos ha puesto a los dos en peligro. Yo podría vivir en ese oratorio y ver cómo la casa se cae a pedazos. ¡Porque no me importa nada! —le dije, y era la verdad—. Pero tú debes poseer todas las cosas que no tuviste en la vida y hacer de la inmortalidad una tienda de basuras en la cual los dos nos convirtamos en algo grotesco. ¡Ahora, vete a ver a tu padre y dime cuánto le falta de vida, porque ése es el tiempo que aquí te quedarás, y únicamente si los esclavos no se rebelan antes contra nosotros!

Me dijo que fuera yo a ver a su padre, ya que era quien siempre estaba "mirando". Y lo hice. El anciano realmente se moría. Yo no había sufrido la muerte de mi madre, porque se había muerto de repente una tarde. Se la había encontrado con su canasta de coser, sentada en el patio; se había muerto como quien se duerme. Pero ahora yo contemplaba una muerte natural que era demasiado lenta, con dolores, y la cabeza clara. Y siempre me había gustado el anciano; era bueno y simple, y tenía muy pocas exigencias. De día, se sentaba en la galería dormitando y oyendo los pájaros; por las noches, cualquier charla nuestra le hacía compañía. Podía jugar al ajedrez, sintiendo meticulosamente cada pieza y recordando toda la situación en el tablero con una precisión admirable; y aunque Lestat nunca jugaba con él, yo lo hacía a menudo. Ahora estaba echado, tratando de respirar, con la frente ardiendo y la almohada húmeda de sudor. Y, mientras gemía y pedía que le llegara la muerte, Lestat, en el otro cuarto, empezó a tocar el clavicordio. Le cerré la tapa de golpe y casi le atrapo los dedos.

—¡No tocarás mientras se muere tu padre!

—¡Al diablo que no! —me replicó—. ¡Tocaré el tambor, si quiero!

Y cogiendo una gran bandeja de plata de una mesa, la empezó a golpear con una cuchara.

Le dije que se detuviera y que lo obligaría a dejar de hacerlo. Y entonces los dos dejamos de hacer ruido, porque el anciano lo llamaba por su nombre. Decía que debía hablar con Lestat antes de morir. Le dije a Lestat que lo fuera a ver. El sonido de su llanto era terrible.

—¿Por qué debo ir? Me he ocupado de él todos estos años. ¿No es eso suficiente?

Y sacó del bolsillo un cortaplumas y se empezó a limpiar las largas uñas.

Mientras tanto, te debo decir que yo era consciente de la presencia de los esclavos en la casa. Estaban vigilando y escuchando. Yo esperaba que el viejo muriera a los pocos minutos. En una o dos oportunidades anteriores, varios esclavos habían tenido sospechas o dudas, pero nunca de esa manera. De inmediato llamé a Daniel, el esclavo a quien le había dado el cargo y la posición de superintendente. Pero mientras lo esperaba, pude oír al anciano hablándole a Lestat; éste estaba sentado con las piernas cruzadas, limpiándose las uñas, con las cejas arqueadas y concentrado en lo que estaba haciendo.

—Fue la escuela —decía el anciano—. Oh, yo sé que tú te acuerdas... ¿Qué te puedo decir...? —gimió.

—Mejor será que lo digas —dijo Lestat—, porque estás al borde de la muerte.

El anciano dejó escapar un ruido terrible, y sospecho que yo también emití un sonido. Realmente, yo detestaba a Lestat. En ese momento pensé en hacerlo salir de la habitación.

—Pues tú lo sabes, ¿no es así? Hasta un tonto como tú lo sabe —dijo Lestat.

—Jamás me perdonarás, ¿verdad? No ahora, ni siquiera después de muerto —dijo el anciano.

—¡No sé de qué estás hablando! —protestó Lestat.

A mí se me estaba terminando la paciencia y el anciano se agitaba cada vez más. Le rogaba a Lestat que le escuchara. El asunto me hizo temblar. En el ínterin, Daniel había venido y en el instante en que lo vi supe que estaba irremisiblemente perdido en Pointe du Lac. De haber prestado más atención, hubiera percibido señales de ello mucho antes. Me miró con ojos de vidrio. Yo era un monstruo para él.

—El padre de monsieur Lestat está muy enfermo. Moribundo —dije, ignorando su expresión—. No quiero que haya ruidos esta noche; los esclavos deben permanecer en sus cabañas. Está por llegar un médico.

Me miró como si yo estuviera mintiendo. Y entonces sus ojos se alejaron de mí, curiosa y fríamente, y se dirigieron a la puerta del anciano. Su rostro sufrió tal cambio que me puse de pie de inmediato y yo también miré. Era Lestat, al pie de la cama, limpiándose furiosamente las uñas y sonriendo de tal manera que sus dos grandes colmillos se le veían perfectamente.

El vampiro se detuvo y se le movían los dos hombros con una risa silenciosa. Miraba al muchacho, y éste parecía cohibido ante la mesa. Pero ya había mirado fijamente la boca del vampiro. Había visto que sus labios tenían una textura diferente a la de su piel, que eran sedosos y delicadamente delineados, como los de cualquier persona, pero mortíferamente blancos; y había vislumbrado los blancos dientes. Pero el vampiro tenía un modo de sonreír tan cuidadoso que jamás los exponía completamente; y el chico ni había pensado en los colmillos hasta ese momento.

—Te puedes imaginar —dijo el vampiro— lo que eso significaba. Tuve que matarlo.

—¿Que tuvo qué? —dijo el muchacho.

—Tuve que matar al esclavo. Empezó a correr. Hubiera alarmado a todos los demás. Quizá pudiera haber sido arreglado de otro modo, pero yo no tuve tiempo. Entonces, corrí tras él y lo alcancé. Pero entonces, al encontrarme haciendo lo que no había hecho durante cuatro años, me detuve. Ése era un hombre. En la mano tenía su cuchillo de mango de hueso para defenderse. Pero se lo quité fácilmente y se lo hundí en el corazón. Cayó al instante de rodillas, desangrándose, con los dedos alrededor de la hoja. Y la visión de la sangre, su olor, me enloquecieron. Creo que gemí en voz alta. Pero no me acerqué; no pude hacerlo. Entonces recuerdo haber visto la figura de Lestat a través del espejo del aparador.

—¿Por qué hiciste eso? —me preguntó. Me di vuelta para mirarlo a la cara, decidido a que no me viera en ese estado de debilidad. El anciano deliraba, continuó diciéndome; no podía acabar de comprender lo que decía el anciano.

—Los esclavos... lo saben... Debes ir a las cabañas y vigilarlos —pude decirle—. Yo me ocuparé de tu padre.

—Mátalo —dijo Lestat.

—¡Estás loco! —le contesté—. ¡Es tu padre!

—¡Ya sé que es mi padre! —dijo Lestat—. Por eso no puedo matarlo. ¡No puedo matarlo! Si pudiera lo habría hecho hace mucho tiempo, ¡maldito sea! —Se retorció las manos—. Tenemos que irnos de aquí. Y mira lo que has hecho matando a éste. No hay tiempo que perder. Su mujer estará aquí aullando dentro de unos momentos... ¡o enviará a alguien aún peor!

El vampiro suspiró.

—Eso era verdad. Lestat tenía razón. Yo podía oír a los esclavos reuniéndose en la cabaña de Daniel, esperándolo. Daniel había sido lo suficientemente valiente como para entrar en la casa embrujada. Si no regresaba, los esclavos serían presa del pánico y se transformarían en una multitud peligrosa. Le dije a Lestat que los calmara, que usara toda su autoridad como amo blanco y que no los alarmase con sustos; entonces, entré en el dormitorio y cerré la puerta. Y sufrí otro golpe en esa noche traumática. Porque yo jamás había visto al padre de Lestat en ese estado.

Estaba sentado, inclinado hacia adelante, hablándole a Lestat, rogándole a Lestat que le contestase; diciéndole que comprendía mejor su amargura que el mismo Lestat. Y era un cadáver viviente. Nada animaba su cuerpo hundido, salvo una voluntad determinada; por ende, sus ojos, debido a su resplandor, estaban todavía más hundidos en su cráneo, y sus labios, con los temblores, afeaban aún más su boca amarilla. Me senté al pie de la cama, sufriendo de verlo en ese estado, y le di mi mano. No te puedo contar lo que me conmovió su aspecto. Porque cuando traigo la muerte, es algo rápido e inconsciente y que deja a la víctima como en un sueño encantado. Pero esto era el decaimiento lento, el cuerpo negándose a rendirse al vampiro del tiempo que lo había desangrado durante años sin fin.

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