Read Entrevista con el vampiro Online
Authors: Anne Rice
Durante unos instantes, toda la gente se quedó absolutamente en silencio.
Luego se oyeron aplausos aquí y allá y, de repente, todos se unieron y aplaudieron a nuestro alrededor. Las luces se encendieron a ambos lados y las cabezas giraron en todas direcciones y se desató la conversación. Una mujer se puso de pie en medio de una fila para sacar su abrigo de zorro del asiento, aunque todavía nadie le había abierto camino; alguien se apresuraba por el pasillo central, y toda la audiencia se levantó como empujada hacia la salida.
Pero entonces los murmullos se convirtieron en el cómodo y cansado rumor de conversación de la multitud refinada y perfumada que antes había llenado la entrada del teatro. Se rompió el sortilegio. Las puertas se abrieron a la lluvia fragante, al ruido de los cascos de los caballos y las voces que llamaban a los coches. Allá en el océano de las sillas apenas inclinadas, brillaba un guante blanco sobre un cojín de seda verde.
Me quedé sentado, observando, escondiendo con una mano mi cara de los demás, con el codo en la barandilla y el sabor de la muchacha en los labios. Fue como si el aroma de la lluvia aún perdurara en su perfume, y en el teatro vacío pude oír los latidos de su corazón. Retuve la respiración, saboreé la lluvia y miré a Claudia, sentada e infinitamente inmóvil, con sus manos enguantadas sobre las rodillas.
Yo tenía un sabor amargo en la boca. Y confusión. Vi a un acomodador solitario que avanzaba por el pasillo de abajo, enderezando las sillas, recogiendo los programas abandonados que ensuciaban la sala. Tomé conciencia de que ese dolor, esa confusión, esa pasión enceguecedora que se alejaba de mí con una terca lentitud, sólo podrían calmarse si me ponía al acecho en uno de esos arcos encortinados y arrastraba a la oscuridad a aquel empleado y lo poseía tal como había sido poseída la muchacha del escenario. Quería hacerlo y, al mismo tiempo, no quería nada. Claudia dijo cerca de mi oído:
—Paciencia, Louis, paciencia.
Abrí los ojos. Alguien estaba cerca, en la periferia de mi visión; alguien que había burlado mis oídos, mi aguda anticipación; que penetró, como una antena afilada, en mis distraídos pensamientos. Pero allí estaba, silencioso, detrás de las cortinas de la entrada al palco, aquel vampiro moreno, el distante, de pie sobre el pasillo alfombrado, mirándonos. Yo entonces ya sabía, como había sospechado, que se trataba del vampiro que me había dado la tarjeta de admisión al teatro: Armand.
Me hubiera sorprendido a no ser por su silencio y la cualidad remota y ensoñadora de su expresión. Parecía que había estado contra esa pared durante muchísimo tiempo. No evidenció ninguna señal de cambio cuando lo miramos y nos acercamos a él. De no haberme absorbido de forma tan absoluta, me habría sentido aliviado de que no fuera el vampiro alto y de pelo negro, pero ni lo pensé. Entonces sus ojos se movieron lánguidamente sobre Claudia sin el menor tributo al hábito humano de reconocer las miradas. Puse una mano sobre el hombro de Claudia.
—Hace mucho tiempo que lo buscamos —dije, y me empecé a calmar como si su serenidad me liberara de todo nerviosismo o ansiedad, como cuando el mar se lleva algo de la arena de la playa.
No puedo exagerar esa cualidad suya. No obstante, tampoco puedo describirla, como no lo pude entonces. Y el hecho de que mi mente tratara de formar una descripción era algo que ya me perturbaba. Me dio la profunda sensación de que sabía lo que yo estaba haciendo, y su postura quieta y sus ojos castaños y profundos parecían decir que era inútil lo que yo pensaba, o, en especial, las palabras que entonces trataba de formar. Claudia, a su vez, no dijo nada.
Se apartó de la pared y empezó a bajar las escaleras y, al mismo tiempo, hizo un ademán de bienvenida y de que lo siguiéramos; pero todo esto fue fluido y veloz. Comparados con los suyos, mis gestos eran caricaturas de los humanos. Abrió una puerta en la pared inferior y nos admitió en las habitaciones debajo del teatro; sus pies apenas rozaban la escalera de piedra cuando descendíamos; él iba delante, dándonos la espalda, con una confianza total.
Entramos en lo que pareció ser una gran sala subterránea, excavada en un sótano más antiguo que el mismo edificio de arriba. La puerta que él había abierto se cerró y las luces se apagaron antes de que yo tuviera tiempo de tener una impresión exacta del recinto. Oí el roce suave de su ropa en la oscuridad y, de pronto, el más agudo de una cerilla al ser raspada. Su rostro apareció como una inmensa llamarada encima del fósforo. Y entonces se puso a su lado un jovencito que le alcanzó un candelabro. La visión del muchacho me trajo de nuevo la desnudez incitante de la mujer en el escenario, con la sangre palpitante. Dio media vuelta y me miró de forma muy parecida a la del vampiro moreno, que había encendido el candelabro y le susurraba:
—Vete.
La luz se expandió hasta las distantes paredes y el vampiro levantó el candelabro y caminó al lado de un muro, haciendo un gesto para que lo siguiéramos.
Pude ver que nos rodeaba un mundo de murales; sus colores se mostraban, profundos y vibrantes, a la luz danzarina de la llama, y poco a poco el tema y el contenido a nuestro lado se hizo claro. Era el terrible
Triunfo de la Muerte,
de Brueghel, pintado en una escala tan colosal que toda la multitud de figuras fantasmales quedaba encima de nosotros en la semioscuridad; esos esqueletos indecentes transportando a los muertos indefensos en fétidas camillas o empujando un carro lleno de calaveras humanas, descabezando un cadáver o colgando a otros seres humanos de la horca. Una campana repicaba por encima del infierno infinito de tierra calcinada y humeante, hacia los cuales avanzaban los grandes ejércitos de los hombres con la marcha penosa e inconsciente de los soldados que se encaminan a la matanza. Desvié la mirada, pero el vampiro moreno me tocó la mano y me llevó más adelante a ver
La caída de los ángeles,
que se materializó lentamente, con los condenados echados desde las alturas celestiales y cayendo en un caos de monstruos festivos. Era tan vivido, tan perfecto, que me puse a temblar. La mano que me había tocado hizo lo mismo nuevamente y me quedé inmóvil pese a ello, mirando deliberadamente a lo más alto del mural, donde pude distinguir, entre las sombras, a dos ángeles hermosos con trompetas en los labios. Y, por un segundo, se rompió el encantamiento. Tuve la profunda impresión del primer atardecer en que había entrado en Notre-Dame; pero luego eso desapareció como algo preciado y precioso que me era arrebatado.
La vela subió. Y los horrores se multiplicaron a mí alrededor: los condenados oscuramente pasivos y degradados del Bosco; los cuerpos sanguinolentos y metidos en ataúdes de Traini; los jinetes monstruosos de Durero. Y en una escala imposible de soportar apareció un desfile de emblemas medievales grabados. El mismo techo estaba ahíto de esqueletos y muertos, de demonios e instrumentos de tortura, como si ésa fuera la mismísima catedral de la Muerte.
Cuando nos detuvimos en el centro de la habitación, la vela pareció vivificar a todas las imágenes a nuestro alrededor. Me amenazó el delirio y empecé a sentir como una desagradable oscilación en el salón, una sensación de caída. Busqué la mano de Claudia. Ella me miraba, con su rostro pasivo y sus ojos distantes, como si quisiera que la dejara en paz. Y entonces sus pies se alejaron de mí con unos pasos rápidos que repiquetearon en el suelo de piedra y resonaron en las paredes, como dedos que golpearan mis sienes y mi cerebro. Me llevé las manos a los costados y miré, atontado, al suelo, como buscando refugio, como si mis ojos levantados me obligaran a mirar un sufrimiento cruel que no quería ni podía soportar. Entonces vi de nuevo el rostro del vampiro flotando encima de la llama, con sus ojos eternos envueltos en oscuros pliegues. Tenía los labios inmóviles, pero cuando lo miré parecieron sonreír sin hacer el más mínimo movimiento. Lo miré más fijamente, convencido de que se trataba de una poderosa ilusión en la que yo no podía penetrar. Y, cuanto más miraba, más parecía sonreír y, por último, se animó con un susurro, un murmullo, un cántico mudo. Lo podía oír como algo doblándose en las tinieblas, como papel retorciéndose en las llamas o como pintura de la cara de una muñeca ardiendo. Sentí la necesidad de tocarlo, de sacudirlo violentamente para que se le moviera esa cara inmóvil y admitiera ese suave canto; y, de improviso, lo encontré abrazado a mí, con sus brazos en mi pecho, sus pestañas tan próximas que las pude ver, espesas y brillando, por encima del orbe incandescente de sus ojos, y percibí su respiración suave e inodora contra mi piel. Fue el delirio.
Me iba a mover para apartarme de él y, no obstante, me sentí atraído hacia él y no me moví; su brazo ejerció una presión firme; su vela relumbraba contra mi ojo, de modo que sentí su calor; toda mi carne fría ansió ese calor, pero súbitamente hice un gesto para apartarla pero no la pude encontrar. Lo único que vi fue su cara radiante como jamás había visto la cara de Lestat; blanca, sin poros, y nervuda y varonil. El otro vampiro. Todos los demás vampiros. Una procesión infinita de mi propia especie.
La visión desapareció.
Me encontré con la mano estirada y tocando su cara; pero él estaba a una distancia de mí como si jamás se me hubiera acercado y sin hacer el menor intento de retirar mi mano.
Di un paso atrás, perplejo.
A lo lejos, en la noche de París, dobló una campana; los círculos opacos y dorados del sonido parecieron traspasar las paredes y las maderas, que conducían ese sonido a la tierra y que fueron como tubos de órgano. Una vez más volvió el susurro, ese canto desarticulado. Y a través de la penumbra, vi que un muchacho mortal me observaba y olí el aroma caliente de su carne. La mano del vampiro lo llamó y él se me acercó, con sus ojos sin miedo y excitados, y se puso a mi lado a la luz del candelabro y me pasó los brazos por los hombros.
Jamás había sentido eso, jamás había experimentado esta entrega consciente de un mortal. Pero antes de poder rechazarlo por su propio bien, vi la herida azulada en su garganta tierna. Me la ofrecía. Apretaba todo su cuerpo contra mis piernas y sentí la firme fortaleza de su sexo debajo de las ropas. Se me escapó un gemido de los labios, pero él se apretó aún más, presionando sus labios contra lo que debe haberle resultado frío y exánime. Hundí mis dientes en su piel, y sentí su cuerpo rígido, ese duro sexo apretado contra mi cuerpo, y lo levanté del suelo con pasión. Ola tras ola de su corazón palpitante entró en mí, sin peso. Lo mecí, lo devoré con su éxtasis, su placer consciente.
Luego, débil y jadeante, lo vi alejado de mí, con los brazos vacíos. Mi boca estaba aún inundada con el sabor de su sangre. Se apoyó contra el vampiro moreno, pasó su brazo alrededor de la cintura del vampiro y me miró de la misma forma tranquila del vampiro; sus ojos se veían húmedos y débiles por la pérdida de vida. Recuerdo que me adelanté sin pronunciar palabra, atraído por él, y sin poder dominarme ante esa mirada que me provocaba, esa vida consciente que me desafiaba; él moriría y no moriría; ¡continuaría viviendo, comprendiendo, sobreviviendo esa intimidad! Me di media vuelta. El grupo de vampiros se movió en la oscuridad. Sus velas temblaron y se movieron en el aire frío. Y arriba de ellos apareció un inmenso paisaje de figuras dibujadas en tinta: el cuerpo dormido de una mujer, coronado por un cuervo con rostro humano; un hombre atado de pies y manos a un árbol, a cuyo lado colgaba el torso de otro, y, sobre una pica, estaba la cabeza cortada del muerto.
Volvió el canto, ese canto etéreo, suave. Lentamente se calmó mi hambre, pero mi cabeza palpitaba y las llamas de las velas parecieron fundirse en pulidos círculos de luz. De improviso, alguien me tocó, me empujó con fuerza de modo que casi perdí el equilibrio y, cuando me enderecé, vi el rostro delgado y angular del vampiro al que detestaba. Me acercó sus blancas manos. Pero el otro, el distante, se adelantó y, súbitamente, se interpuso entre los dos. Pareció golpear al otro vampiro pues lo vi moverse y, entonces, ya no vi más movimientos; ambos estaban inmóviles como estatuas, con los ojos fijos en los del otro, y el tiempo pasó como ola tras ola de agua desde una playa silenciosa. No puedo decir cuánto tiempo estuvimos allí, los tres, en aquellas sombras, y cuan absolutamente quieto me pareció todo; únicamente las llamas trémulas detrás de ellos parecían tener vida. Luego recuerdo haber avanzado a tropezones a lo largo de una pared hasta encontrar una silla de roble en la que me desplomé. Claudia pareció estar en las proximidades hablando con alguien en voz baja y contenta. Mi frente transpiraba sangre, calor.
—Ven conmigo —dijo el vampiro moreno.
Busqué en su rostro ese movimiento de labios que debía haber precedido el sonido, pero fue en vano. Y luego caminamos, los tres, bajando una escalera de piedra que iba a las profundidades de la ciudad. El aire se enfrió y refrescó con la fragancia del agua y pude ver las gotas que resbalaban por la piedra como abalorios de oro a la luz de la vela del vampiro.
Entramos en una pequeña cámara donde ardía el fuego en una chimenea empotrada en la pared. Al otro lado había una cama también en la piedra y cerrada por dos puertas enrejadas. Al principio vi claramente todas estas cosas y vi la larga pared llena de libros frente a la chimenea y el escritorio de madera en medio y el ataúd al otro lado. Pero entonces el cuarto empezó a esfumarse y el vampiro moreno me puso las manos en los hombros y me llevó a un sillón de cuero. El fuego era intensamente fuerte cerca de mis piernas, pero eso me hizo bien; fue algo claro y agudo, algo que me sacaría de la confusión. Tomé asiento, con los ojos entreabiertos, y traté de ver de nuevo lo que había a mi alrededor. Era como si esa cama distante fuera un escenario, y sobre las almohadas de ese escenario estaba ese chico, con su cabello negro partido al medio y con rizos sobre las orejas, de modo que ahora parecía en el estado febril y ensoñador de una de esas criaturas andróginas de las pinturas de Botticelli; y a su lado, la mano blanca desnuda contra su piel rosada, estaba Claudia, con el rostro hundido en su cuello. El vampiro moreno los contempló con las manos cruzadas; y cuando Claudia se levantó y el muchacho se estremeció, el vampiro la levantó con la misma suavidad con que la podría levantar yo; las manos de Claudia se agarraron de su cuello, con los ojos entrecerrados, y los labios enrojecidos de sangre. Él la depositó sobre el escritorio y ella se apoyó en los libros forrados de cuero y sus manos cayeron con gracia sobre su falda rosada. Las puertas se cerraron tras el chico y él, hundiendo el rostro en las almohadas, se quedó dormido.