En las antípodas (22 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

BOOK: En las antípodas
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Por otro lado, tiene una música muy bonita (que tomó prestada de una tonada escocesa, «Thou Bonnie Wood O’ Craigielea»), que a mí me parece especialmente melódica, sobre todo cuando se saca la cabeza por la ventanilla para lograr ese efecto de gorjeo que se obtiene al cantarla contra el aire a cierta velocidad. El problema de saberse sólo una estrofa, es que acaba por hacerse repetitivo. Así que ya comprenderéis mi satisfacción cuando me di cuenta de que si cambiabas «billy boiling» por «willy
[*]
boiling» le daba un sesgo nuevo a la cosa, y fui capaz de inventarme 47 estrofas, lo que no sólo amplía la canción en los trayectos largos de autobús, sino que le aporta una dimensión y una coherencia que le ha faltado durante casi un siglo.

Podría haber aumentado aun más el total de estrofas a no ser porque al doblar la última curva de la bahía y adentrarme en la carretera interior encontré un rótulo junto a una extensión de matas, que decía «La Gran Langosta», y con la emoción abandoné mis intereses musicales. La gran langosta era algo —para ser exactos un espécimen de algo— que estaba deseando ver desde que había salido a la carretera.

Una de las peculiaridades más entrañables de los australianos es que les gusta construir cosas grandes con forma de otras pequeñas. Dales un rollo de alambre, fibra de vidrio y un par de botes de pintura y te harán, por ejemplo, una piña o una fresa enorme o, como en este caso, una langosta. Después ponen una cafetería o una tienda de regalos, clavan un gran rótulo junto a la carretera (para la pobre gente cuya agudeza no alcanza a distinguir una pieza de fruta de 15 m de altura en medio de una carretera vacía), y se sientan a esperar el dinero.

Hay unos sesenta objetos así esparcidos por el paisaje australiano, como piezas de atrezzo abandonadas de una película de horror de los años cincuenta. Si tienes dinero para gasolina y no mucha vida personal puedes ir a ver una Gran Gamba, un Gran Koala, una Gran Ostra (con focos en los ojos, dicen), una Gran Segadora, un Gran Pez Aguja, una Gran Naranja y un Gran Carnero Merino, entre otros. El proceso —me siento patrióticamente orgulloso de decirlo—, lo inició un americano llamado Landy, quien construyó un Gran Plátano en Coff’s Harbour, en la costa de Nueva Gales del Sur, y el local resultó ser tan mágicamente atractivo para los vehículos que pasaban por allí que para el señor Landy se convirtió, al fin y al cabo, en un gran negocio.

Generalmente están astutamente instalados a lo largo de un tramo de carretera tan terriblemente desolada y monótona que te pararías con cualquier excusa, que es lo que hice yo, naturalmente, cuando tras una curva me encontré ante una langosta monstruosamente grande, de un rosa rojizo, y encomiablemente viva, encabritándose junto a la carretera como si fuera a cenar con un bocado de tráfico. Debido a la peculiar forma de la langosta, los dueños habían decidido (imagino que después de mucha reflexión) no intentar instalar dentro la tienda de regalos y el café. La Gran Langosta estaba en el patio delantero, sujeta con alambres, y las instalaciones comerciales detrás en un edificio separado. Salí y me acerqué a mirarla de cerca. Era inmensa. Supe, después de preguntarlo, que medía 17 m desde el suelo hasta la punta de las antenas: un buen tamaño en el ambicioso mundo de los objetos gigantes.

La estaba observando desde varios ángulos cuando me di cuenta de que había alguien intentando fotografiarla.

—¡Oh, perdone! —dije.

—No se preocupe, amigo —contestó él con naturalidad—. Contribuye a darle escala.

Se acercó y se quedó a mi lado. Tenía treinta y pocos años y parecía un poco triste y zumbado, como si tuviera un empleo de poca monta y todavía viviera con los padres. Iba vestido como si estuviera de vacaciones, con pantalones cortos y una camiseta que decía «Noosa» en letras grandes. Noosa es un pueblo turístico de Queensland. Nos quedamos allí los dos admirando durante largo rato la langosta.

—¿A que es grande? —observé yo, que se me escapa poca cosa en el ámbito de los crustáceos de fibra de vidrio.

—¿No le molestaría sacarme una foto delante de ella? —dijo él, de esa forma curiosamente circular que tienen los australianos de pedir favores.

—Pues claro.

Se colocó delante, con una mano apoyada afectuosamente en una pata.

—Puede decirle a la gente que es una foto de compromiso —sugerí.

Le gustó la idea.

—¡Sí! —dijo con entusiasmo—. Ésta es mi novia. No es muy guapa ni muy habladora, pero ¡caramba, qué sabrosa es!

Aquel tipo me gustaba.

—¿Ha visitado muchas cosas de éstas? —dije, devolviéndole la cámara.

—Sólo si me viene de paso. Pero ésta es buena. Mejor que el Gran Koala de Moyston.

Me pareció mejor no comentarle nada.

—En Wauchope hay un Gran Toro —añadió.

Arqueé las cejas como diciendo: «¿Ah, sí?».

Asintió encantado.

—Se le balancean los testículos con el viento.

—¿Tiene testículos? —dije, impresionado.

—Ya lo creo. Si le cayeran encima, no le resultaría fácil levantarse.

Nos tomamos un momento para saborear la imagen.

—Resultaría una reclamación interesante, supongo —observé, finalmente.

—¡Sí! —esta idea también le gustó—. O un titular de periódico: «Hombre aplastado por caída de pelotas».

—«Por caída de pelotas bravas» —apunté.

—¡Sí!

Nos íbamos encendiendo como una casa en llamas. Hacía días que no mantenía una conversación tan larga. Quiero decir que hacía días que no me lo pasaba tan bien. Desgraciadamente, ninguno de los dos fue capaz de decir más, y empezamos a sentirnos un poco incómodos.

—Bueno, me alegro de haberle conocido —dijo él finalmente, y con una tímida sonrisa se alejó.

—El gusto ha sido mío —dije.

Y era sincero.

Entré y compré un imán para la nevera y unas quince postales de la Gran Langosta, y volví a la carretera en un estado mental más bien blandengue. Me dirigí a Warrnambool y la famosa Great Ocean Road y conduje unos minutos en reflexivo silencio. De repente, saqué la cabeza por la ventana, y a grito pelado canté:

Olvidando que con cuchara se remueven mejor los líquidos

El buhonero metió su herramienta en el té

Y suspiraba mirando de reojo cómo hervía su colita

Ya no os puedo jorobar, ¿vais a jorobarme a mí?

II

Pasé la noche en Port Fairy, y a la mañana siguiente fui a Mornington Peninsula por la Great Ocean Road, una carretera costera tortuosa y con vistas espectaculares, construida después de la Primera Guerra Mundial para dar trabajo a los veteranos. Se tardó catorce años en construirla y enseguida te das cuenta del porqué: a lo largo de 300 km bordea una costa dificultosa, con una forma que pone los pelos de punta, rozando promontorios rocosos y pegándose a los bordes de unos precipicios abruptos y a punto de desmoronarse. Es tanta la atención que exigen sus interminables curvas de horquilla que no tienes tiempo de fijarte en el panorama, pero supongo que un vistazo ocasional de vez en cuando es mejor que nada. Aquí y allá se veían pináculos de roca en el agua creados por la incansable erosión de la fuerza del mar. Antes había un arco de roca natural llamado London Bridge por el que se podía pasear por encima del mar, pero en 1990 se desplomó, mandando toneladas de ruinas a la marea y dejando a dos sobresaltados pero milagrosamente ilesos turistas en el extremo que daba al mar. Ahora el puente de Londres son las chimeneas de Londres.

El trayecto era tan bonito como prometía la guía: a un lado, las colinas pronunciadas, boscosas y semitropicales de Otway Range hundiéndose en el mar; al otro, la marea espumosa lamiendo las playas largas y curvas, enmarcadas a ambos lados por salientes rocosos. Este tramo de Victoria es famoso por dos cosas: el surf y los naufragios. Con sus corrientes salvajes y sus famosas nieblas, la costa sur de Victoria ya era famosa entre los marineros. Si alguien achicara toda el agua, se verían 1.200 pecios en el lecho del mar, más que en ningún otro lugar del mundo. De vez en cuando me detenía para contemplar la vista —era la única forma de que un conductor solitario disfrutara de ella— y me entretuve en uno o dos de los bonitos pueblos turísticos graciosamente anticuados que se encuentran por el camino. Parecían sorprendentemente tranquilos, teniendo en cuenta que estábamos en pleno verano australiano y era el día después de la fiesta nacional. No era la primera vez que me sorprendía, que hubiera más sitios para turistas que turistas para llenarlos.

En un lugar llamado Torquay, la Great Ocean Road se unía a la gran carretera que lleva a Melbourne. A unos treinta kilómetros hacia el oeste, advertí que estaba Winchelsea, donde Thomas Austin soltó los 24 conejos que transformaron el paisaje australiano. Los alrededores parecían más bien áridos y poco prometedores —me recordaban a Oklahoma o al oeste de Kansas—, pero no podía saber, hasta qué punto se podía atribuir a la voracidad de los conejos. Uno tiende a pensar que la gente se aprendió la lección con la experiencia de Austin, pero no. En el preciso momento en que los conejos devoraban el campo, personajes influyentes introducían otras especie de animales, ya fuera por puro deporte, o por accidente, para alegrar el país. Precisamente el mismo impulso que empujó a la gente a crear parques de estilo inglés en lugares como Adelaida los llevó a intentar manipular también el campo. Se consideraba que Australia era biológicamente deficiente, sus semiáridas llanuras demasiado monótonas, sus bosques demasiado silenciosos. Gradualmente surgieron sociedades que intentaron aclimatar especies para superar su añoranza. Pronto se les ocurrió que no había razón para reducirse a los animales británicos o europeos. Empezaron a soñar en crear una sabana africana, con jirafas, gacelas y búfalos que pastaran en las soleadas llanuras. Sus aspiraciones adquirieron un tinte casi surrealista. En 1862, sir Henry Barkly, gobernador de Victoria, pidió que se introdujeran monos en los bosques de la colonia «para diversión de los caminantes, a los que sus retozos deleitarían». Antes de que se pusiera en práctica, Barkly fue sustituido como gobernador por sir Charles Darling, que dijo que no quería monos, pero estaría encantado de ver boas constrictor. Tampoco se salió con la suya, pero muchos otros sí.

«La aclimatación fue una de las ideas más necias y peligrosas que infectaron el pensamiento del hombre del siglo
XIX
», escribe Tim Low en el curioso y absorbente
Feral Future: The Untold Story of Australia’s Exotic Invaders
[*]
. E infectar, infectaron algo más. Victoria, vete a saber por qué, fue el centro del asunto. A pesar de la experiencia con los conejos, se hicieron muchas más aclimataciones absurdas. En 1860, la Ballarat Acclimatization Society soltó zorros en el campo, que pronto se convirtieron en una plaga, una situación que todavía es vigente. Otros animales se escaparon o fueron abandonados y se volvieron salvajes. Se utilizaron camellos para construir el ferrocarril de Adelaida a Alice Springs, pero se soltaron cuando se acabó el trabajo. Hoy en día hay 100.000 deambulando por los desiertos central y occidental, el único lugar del mundo donde los dromedarios existen en estado salvaje. Por todo el país hay cinco millones de asnos salvajes, un millón o más de caballos salvajes (llamados
brumbies
) y búfalos de agua, vacas, cabras, ovejas, cerdos, zorros y perros en abundancia. Se han capturado cerdos salvajes en los suburbios de Melbourne. Hay tantas especies introducidas que el canguro rojo, antaño el animal más grande del continente, está ahora en el decimotercer lugar en lo que a tamaño se refiere.

Las consecuencias para las especies nativas han sido desastrosas. Unos ciento treinta mamíferos australianos están en peligro de extinción. Dieciséis se han extinguido, más que en ningún otro continente. ¿Y adivináis cuál es el mayor depredador? Según los Parques Nacionales y el Servicio de Flora y Fauna es el gato común. Los gatos se lo pasan en grande en el campo australiano. Hay 12 millones sueltos por allí, viviendo en todos los paisajes posibles, desde los desiertos más secos a las montañas más altas. Junto al zorro, han contribuido a que los animales autóctonos más pequeños, bonitos y vulnerables de Australia estén al borde de la extinción: numbats, betongs, gatos marsupiales, ratas canguro, bandicuts, ualabís rupestres, ornitorrincos y muchos otros. Como son animalitos nocturnos y difíciles de ver, la gente no nota su ausencia, pero están desapareciendo a gran velocidad.

Y como los animales, las plantas. En 1850, Victoria tuvo la mala suerte de tener como director de botánica a un aclimatador convencido de nombre imponente: el barón Ferdinand Jacob Heinrich Von Mueller. Como en los casos anteriores, Von Mueller no podía soportar «la empobrecida naturaleza de la flora australiana» y dedicó gran parte de su tiempo libre a viajar por el país sembrando semillas de calabaza, coles, melones y todo lo que se le ocurrió que podía florecer. Tenía una afición especial a las zarzamoras y las plantó por todas partes. Ahora la zarzamora es la mala hierba más perniciosa de Victoria, imposible de erradicar, y una peste para los granjeros. Si no se le pone freno, se come todo el paisaje. Vi ejemplos de ello al pasar.

Esta lección —que las especies exóticas florecen en Australia de forma increíble— los australianos han tardado una barbaridad en asumirla. El higo chumbo, un cactus carnoso nativo de América, se introdujo en Queensland a principios del siglo
XX
como alimento para el ganado, y pronto se les fue de las manos. En 1925, 12 millones de hectáreas habían sido arrasadas por impenetrables bosquecillos de higos chumbos de dos metros de altura. Frente a las 15 toneladas de media hectárea de trigo, media hectárea de higos chumbos pesa unas ochocientas toneladas: es una pesadilla arrancarlo. Queensland y sus aledaños se convirtió en un lecho de higos chumbos del tamaño de Europa. Afortunadamente se pudo tratar con pesticidas y una oruga cuyas larvas se alimentaban de sus hojas, pero les fue de un pelo, y el coste fue sustancial.

En conjunto, y según Low, en Australia viven más de dos mil setecientas malas hierbas foráneas. Curiosamente, entre los principales culpables se cuentan los jardines botánicos. Tres plantas fugadas de los Jardines Botánicos de Darwin —la mimosa, la minosácea
Leucaena
y el eucalipto muleta— están poniendo en peligro al Kakadu National Park, una zona protegida, y se dan muchos casos como éste.

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