En las antípodas (20 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

BOOK: En las antípodas
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Su momento llegó cuando trepó unos metros por una pendiente rocosa para llegar a una roca sombreada y cómoda donde apoyarse y almorzar. Mientras estaba allí sentado comiéndose sus bocadillos, estiró perezosamente un pie y le dio la vuelta a una piedra caliza. Sprigg no dejó ningún registro informal del suceso, pero podemos imaginárnoslo dejando de masticar —quieto, con la boca abierta— viendo lo que acababa de dejar al descubierto, y acercándose después lentamente a mirarlo de cerca. Acababa de encontrar algo que no se creía que existiera.

Durante casi un siglo, desde la época de Charles Darwin, a los científicos les desconcertaba cierta anomalía evolutiva: que hace 600 millones de años brotaran en la tierra complejas formas de vida de improbable variedad (la famosa explosión cambriana), sin evidencia de formas anteriores más simples que pudieran haberles abierto el camino. Sprigg acababa de encontrar ese eslabón perdido, un pedazo de roca nadando en delicados fósiles precambrianos. Estaba contemplando, en efecto, el alba de la vida visible: algo que nadie había visto ni esperaba ver. Fue un momento de supremo significado geológico. Y si se hubiera sentado en cualquier otra parte —cualquier lugar de la infinita extensión abrasadora que configura el
outback
australiano— no lo habría descubierto, al menos entonces, y probablemente nunca.

Eso es lo que pasa en Australia. Está repleta de cosas interesantes, pero al mismo tiempo es tan inmensa e imponente que se necesita un golpe de suerte para encontrarlas.

Desgraciadamente, en 1946 la comunidad científica mundial no hacía mucho caso de las noticias que llegaban de Australia, y los informes de Sprigg sobre sus descubrimientos, debidamente publicados en
Transactions of the Royal Society of South Australia
, languidecieron durante dos décadas hasta que su significado fue apreciado. Pero da lo mismo. Al final, el mérito fue para él: Sprigg fue inmortalizado con el nombre de un fósil, y la fauna que descubrió se llamó Ediacara, por las colinas que había pisado.

El museo no estaba abierto cuando llegué —cerrado por la fiesta nacional, supongo—, y así mis esperanzas de vislumbrar el alba de la vida se desvanecieron. Sin embargo, paseando a la sombra por calles laterales, encontré una librería de viejo abierta y me alegré tomándomelo como un premio de consolación. Probablemente porque los libros nuevos siempre han sido caros en Australia, el país tiene unas librerías de viejo excelentes. Siempre hay una gran sección dedicada a temas australianos y no deja de asombrarme, aunque sólo sea por lo muy concentrados en sí mismos que están las gentes de este país. No lo digo como una crítica. Si el resto del mundo no piensa prestarles atención, tienen que hacerlo ellos. Me parece normal. Pero husmeando entre los volúmenes apilados se encuentran los títulos más alucinantes. Uno de los que hallé entonces se titulaba
Allí conocí a mi esposa: historia de la primera piscina en la capital, Canberra
. Al fondo había un grueso tomo titulado
Una sensación de unión: una historia del Club de Fútbol de la Universidad de Sydney
. También había una historia del servicio de ambulancias de Australia Meridional, y centenares de títulos sobre cosas que era imposible que pudieran interesar a más de un reducido número de personas. Resulta alentador que existan estos libros, pero al mismo tiempo también es preocupante.

No obstante, entre ellos sueles encontrar algunas buenas sorpresas. Esto es lo que pasó cuando cogí una historia fotográfica de Surfers Paradise, el famoso pueblo costero de Queensland, que me llamó la atención porque pensaba ir por allí. El libro describía la historia del desarrollo del pueblo desde 1920, cuando sólo era un pueblecito medio despoblado sin fama ni futuro, hasta los años setenta, en que brotó bruscamente como una especie de Miami Beach del hemisferio sur. Me cautivaron las fotografías del pueblo durante la etapa intermedia, en los años cuarenta y cincuenta, cuando se parecía mucho más en espíritu y aspecto a Coney Island o Blackpool. Es curioso sentir nostalgia por un lugar que no conoces de nada, pero me sentía anímicamente unido a Surfers Paradise y sus inocentes veraneantes. Miré embelesado página tras página de las sabrosas fotografías en blanco y negro de gente feliz que se ocupaba en actividades varias: paseando en grupos por el paseo marítimo, bailando el
buggy
en las salas de baile o bebiendo en los bares. Cómo les envidié sus elegantes trajes. Sé que estoy en minoría, pero daría lo que fuera por vivir en una época en que pudiera ponerme botas bicolores, calcetines rojos, una camisa de algodón con un estampado basado por ejemplo en etiquetas de viaje, subirme los pantalones marrones y anchos hasta los tobillos, colocarme un sombrero de fieltro en la cabeza y que la gente al pasar me mirara y dijera: «¡Qué elegante!».

¡Había algo tan maravillosamente inocente, tan irrecuperablemente perdido, en aquel mundo! Se notaba en la postura relajada y segura, y en las sonrisas de los veraneantes de todas las fotografías. Aquellas personas eran felices. No me refiero a que fueran felices. Eran felices de verdad. Vivían en una buena época, en un país afortunado, y lo sabían. Tenían buenos empleos, buenos hogares, buenas familias, buenas perspectivas, buenas vacaciones en lugares alegres y soleados. No quiero insinuar, ni mucho menos, que ahora los australianos sean infelices —no lo creo así, tampoco—, pero ya no reflejan esa felicidad en sus caras. No creo que la refleje ya nadie.

Hay que decir también que fue una época de una gazmoñería apabullante. En los años cincuenta, Australia era probablemente la nación menos segura de sí misma del mundo de habla inglesa. Estaba tan lejos que las autoridades parecían dudar de lo que era aceptable, y por ello iban sobre seguro y lo prohibían todo. Una de las fotografías del libro de Surfers Paradise mostraba una tienda de recuerdos con una enorme valla publicitaria en el tejado. El anuncio de la valla era el de la famosa loción solar Coppertone, la del cachorrillo travieso que tira del bañador de una niña dejándole al descubierto dos o tres centímetros de culito. Y ¡vaya por donde! Alguien se había subido a una escalera, y había pintado cuidadosamente unas bragas sobre la tira de piel descubierta de la niña. (Sólo faltaría que la gente se masturbara en el paseo marítimo.) No sólo se censuraban las lociones solares, sino las películas, las obras de teatro, las revistas y los libros.

Una cosa que no encontrarás en las librerías australianas de segunda mano son ediciones de los años cincuenta, o anteriores, de muchos libros:
El guardián entre el centeno
,
Adiós a las armas
,
Rebelión en la granja
,
Peyton Place
,
Otro país
,
Un mundo feliz
y centenares más. La razón es sencilla: estaban prohibidos. En conjunto, en su momento culminante, se prohibió importar 5.000 títulos al país. En los años cincuenta ya sólo eran un par de cientos, pero todavía incluía algunas exclusiones memorables:
El parto sin dolor
, por ejemplo, cuya franqueza en la descripción de dónde vienen los niños se consideró excesiva para la sensibilidad australiana. Éstos eran los títulos convencionales, por cierto. El total no incluye los verdes, que evidentemente estaban todos prohibidos. No es que no pudieras adquirir ciertos libros. Ni siquiera podías saber cuáles podías comprar porque la lista de libros proscritos era secreta.

Fue Adelaida, curiosamente, la que puso fin a esto. Durante décadas había sido una de las ciudades menos progresistas de Australia. La culpa puede atribuirsele a un tal sir Thomas Playford, que durante treinta y ocho años, de los años treinta a los sesenta, fue el primer ministro de Australia Meridional. Playford era un hombre tan estrecho de miras que una vez, durante una época de baja producción de trigo, propuso que el estado «lo importara de Australia», y en otra ocasión comentó al vicecanciller de la Universidad de Adelaida que no sabía para qué servían las universidades. Ya podéis imaginaros que no enriqueció mucho el vigor intelectual de Australia Meridional. En 1967, el estado eligió a un joven y carismático primer ministro laborista denominado Don Dunstan, y enseguida Adelaida y Australia Meridional vivieron una transformación. Libros que seguían prohibidos en otras partes de Australia —
El lamento de Portnoy
y
El almuerzo desnudo
, por ejemplo—, se podían comprar en Adelaida. Se permitieron las playas nudistas. Se legalizó la homosexualidad. Durante una vertiginosa década, Adelaida fue la ciudad más hippy del país: el San Francisco de las antípodas.

En 1979, la esposa de Dunstan murió y él se retiró de la política. Adelaida perdió su buen momento y empezó un suave declive hacia la oscuridad. Los artistas e intelectuales se fueron marchando; incluso Dunstan se fue a Victoria. Con Playford, Australia Meridional había estado retrasada pero seguía siendo interesante. Con Dunstan estuvo viva y resultaba estimulante. El problema de Adelaida hoy en día, imagino, es que ha dejado de ser interesante.

Sin embargo, sigue siendo un lugar precioso para pasear en un día de verano. Hice un par de compras en la librería: un viejo libro titulado
Paradojas australianas
, que sólo compré porque me gustaba la cubierta y tenía el atractivo precio de dos dólares, y un volumen más reciente titulado
Ataques de cocodrilos en Australia
, diez veces más caro pero con la compensación de anécdotas horripilantes. Después salí de excursión por los verdes y acogedores parques de la ciudad.

El centro de Adelaida tiene unas setecientas cincuenta hectáreas de parques, menos que Canberra pero muchísimas más que la mayor parte de ciudades de su tamaño. Como ocurre tan a menudo en Australia, reflejan un esfuerzo por recrear un ambiente británico en las antípodas. De todo lo que la gente echaba de menos al llegar a Australia, lo más habitual era un escenario inglés. Llama la atención y es grotesco, cuando miras pinturas de la primera época del país, lo poco australiano que parece el paisaje. Hasta los eucaliptos parecen insólitamente frondosos y esféricos, como si los artistas quisieran que tuvieran un aire más inglés. Australia fue una decepción para los primeros colonos. Se morían por el aire y las vistas ingleses. Así que cuando construyeron las ciudades, las llenaron de parques de estilo británico con ondulantes colinas y parterres de robles, hayas, castaños y olmos, de modo que recordaba los soñadores intentos bucólicos de Humphry Reptan o Capability Brown. Adelaida es la ciudad más seca del estado más seco del continente más seco, pero nunca lo adivinarías al pasear por sus parques. Allí siempre estás en Sussex.

Desgraciadamente, estos arreglos están pasados de moda en el mundo de la horticultura. Como muchas de las plantas originales están llegando al final de su vida natural, las autoridades del parque han planeado retirar las especies foráneas y recrear el paisaje fluvial dominado por matas y árboles de eucalipto como los que había antes de que llegaran los europeos. Por muy conmovedor que sea ver que los australianos se enorgullecen de su flora nativa, la idea es poco afortunada por no decir algo más. Para empezar, Australia tiene varios miles de kilómetros cuadrados de tierra con maleza y los eucaliptos: no puede decirse que sea una flora en peligro de extinción. Y lo que es peor, los parques tal como están ahora son insólitamente bellos, de los mejores del mundo, y sería una tragedia perderlos estuvieran donde fuere. Si se acepta la lógica de que no son adecuados porque son de estilo europeo también tendrían que derribar todas las casas de Adelaida, las calles, los edificios y deshacerse de las personas descendientes de europeos. Por desgracia, como sucede a menudo en este mundo corto de miras, nadie me pidió mi opinión.

Pero los parques siguen siendo preciosos y me sentí feliz de pasear por ellos. Estaban llenos de familias que disfrutaban del Día de Australia, comiendo y jugando a cricket con pelotas de tenis. Adelaida tiene kilómetros de buenas playas en sus barrios occidentales, y por ello me sorprendió encontrar a tanta gente que hubiera renunciado a la costa para acudir a la ciudad. Le daba al día un encantador ambiente anticuado. Así es como pasábamos el 4 de julio cuando yo era niño en Iowa —en el parque, jugando a la pelota—. También me pareció raro, y al mismo tiempo simpático, que en un país con tanto espacio la gente prefiriera amontonarse para relajarse. Quizás es esa intimidante desolación la que hace que los australianos sean tan sociables. El parque estaba tan lleno que a veces resultaba imposible saber qué pelota correspondía a cada grupo de espectadores, o qué jugadores intervenían en cada partido. Si una pelota iba a parar a otro equipo, como parecía ocurrir cada dos por tres, siempre había un intercambio de disculpas por una de las partes y el «no hay de qué» por la otra cuando se devolvía la pelota. Aquello era un gran pícnic y yo me sentí ridículamente encantado de formar parte de él aunque fuera de forma marginal.

Tardé unas tres horas, creo, en recorrer el circuito completo del ocho. A menudo salía un rugido del Oval. El cricket era evidentemente un espectáculo más animado en vivo que por la radio. Al final fui a parar a una calle llamada Pennington Terrace, donde había una hilera de casas de una piedra azulada con céspedes sombreados que daban al Oval. En una, una familia había trasladado el salón al jardín. Ya sé que no puede ser, pero lo recuerdo como si lo hubieran sacado todo: lámparas de pie, mesita del café, alfombra, revistero y barbacoa. Lo que seguro que habían sacado era un sofá y un televisor para mirar el cricket. Detrás del televisor, a un par de centenares de metros, estaba el Oval, o sea que siempre que pasaba algo emocionante en la pantalla iba acompañado en tiempo real por el rugido que emergía del estadio, allí delante de ellos.

—¿Quién va ganando? —pregunté al pasar.

—Esos malditos
poms
[*]
—dijo el hombre, invitándome a compartir su asombro.

Subí la colina pasando por la imponente mole de la catedral de St. Peter. Mi intención era volver al hotel, ducharme y cambiarme de ropa, y sentarme en un pub a cenar. Fuera de la sombra de los parques hacía una tarde muy calurosa y tenía los pies doloridos, pero me sentí atraído sin remedio hacia las calles residenciales de North Adelaida. Era una zona de cierta prosperidad, impregnada de una serenidad dominical, con calles y calles de casas antiguas, enterradas entre rosas y jazmines, y cada jardín un modelo de abundancia floral meticulosamente cuidado.

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