Por fin llegué a un lugar llamado Wellington Square, una plaza abierta con un pub majestuoso y de aspecto respetable. Me dirigí directamente hacia allí. Dentro había un ambiente fresco y acogedor, con adornos pulidos y madera clara bruñida, nada que ver con los austeros pubs del
bush
. Era un lugar para tomar cócteles y charlar de tu cartera de inversiones. También había mucha gente, aunque la mayoría comía más que bebía, o al menos comía a la vez que bebía. Las mesas estaban ocupadas con bistecs o porciones maltrechas de pescado, tan generosas que sobresalían del borde de los platos. En una gran pantalla se veía el partido de cricket, pero sin sonido. Había encontrado mi hogar para la tarde. Pedí una jarra de Cooper y me retiré con ella a una mesa desde donde se veía la plaza. Estuve allí durante un buen rato sin hacer nada, y ni siquiera toqué la jarra, saboreando el placer de estar sentado en un país lejano con una cerveza, cricket en la televisión y una sala llena de gente disfrutando de los placeres de una época de prosperidad. No podía haberme sentido mejor.
Al poco rato me acordé de mis compras en la librería de segunda mano y las saqué para examinarlas. Me dediqué primero a
Paradojas australianas
, un relato de una estancia de un año en el país, en 1959-60, escrito por Jeanne Mackenzie, una periodista inglesa y lo abrí, interesado en averiguar cómo ha cambiado Australia en cuarenta años.
Era un mundo totalmente diferente. La Australia que la señora Mackenzie describe es un lugar de ilimitada prosperidad, plena ocupación, risueño y saludable y con un optimismo infinito. En 1959-60, Australia era el tercer país más rico del planeta —no lo sabía— precedido sólo por Estados Unidos y Canadá. Pero lo interesante era cuán modestos resultaban los componentes del bienestar material en aquel entonces. Con una admiración rayana en el asombro, la señora McKenzie observa que al final de los años cincuenta, tres cuartas partes de los residentes en una ciudad de Australia tenían nevera y casi la mitad poseía un lavaplatos (todavía no había suficiente energía eléctrica en las zonas rurales para aparatos mayores, o sea que no contaban). Todos los hogares del país, seguía ella, tenían «al menos una radio» —¡caramba!— y «todos los hogares tienen otros aparatos eléctricos como aspiradoras, planchas y batidoras». ¡Oh!, vivir en un mundo donde poseer una batidora eléctrica es una fuente de orgullo…
Pasé una buena hora leyendo el libro al azar, cautivado por la simplicidad de la época que describía. En 1960, la televisión era todavía una novedad emocionante (no llegó a Australia hasta 1956, y sólo a Sydney y Melbourne al principio), y la televisión en color un sueño lejano. En Melbourne, los domingos no había periódicos, y tanto los cines como los pubs estaban cerrados por decreto. Perth seguía estando al final de una carretera muy larga y así estuvo durante muchos años. Adelaida era la mitad de lo que es ahora y su famoso festival era entonces nuevo y reciente. Queensland estaba más atrasada. (¡Todavía lo está!) En los mejores restaurantes, el pollo Maryland y el buey Stroganoff eran platos de una exótica distinción, y las ostras se servían con ketchup. Para la mayoría, la cocina extranjera empezaba y terminaba con los espaguetis de lata. Había dos variedades de queso: «fuerte» y «sabroso». Los supermercados eran algo nuevo y emocionante. El cinco por ciento de los chicos en edad de ir a la universidad en 1959 estaban en la universidad —esto también se registraba con admiración—, superando el 1,56 % de veinte años antes. Era, en todos los sentidos, otro mundo.
Lo que más me impresionó no es lo mucho mejor que están ahora los australianos, sino lo mucho peor que se sienten. Una de las cosas más curiosas para un forastero es observar cómo se evalúan a sí mismos. Son un pueblo extraordinariamente autocrítico. Tropiezas con ello constantemente en los periódicos, en la televisión y en la radio: una absoluta convicción de que, por bien que vayan las cosas en Australia, es probable que vayan mejor en otra parte. Una curiosa proporción de libros sobre la vida y la historia australiana tiene títulos serios y pesimistas:
Entre bárbaros
,
Los futuros devoradores
,
La tiranía de la distancia
,
Esta tierra oscura y cansada
,
Impacto fatal
,
La costa fatídica
. Incluso cuando los títulos son neutros (nunca positivos), contienen conclusiones de lo más raras y estrafalarias. En
Una historia concisa de Australia
, un estudio reflexivo e intachable de los considerables logros del país en los últimos doscientos años, el autor, Geoffrey Blainey, termina observando que Australia está a punto de finalizar su primer siglo bajo una pacífica federación. Después, sin más ni más, concluye con estas palabras: «No es seguro que esto dure dos siglos más. En el remolino de la historia humana ninguna frontera política es permanente».
¿No es extraño? Uno podría entender que un canadiense escribiera estas palabras, o un belga, o un sudafricano. ¿Pero un australiano? Por favor. Este país no ha tenido jamás un conflicto civil grave, nunca ha encarcelado a un disidente, no ha demostrado la más mínima inclinación por la crispación. Australia es la Noruega del hemisferio sur. Pero el historiador vivo más destacado del país insinúa que su continuación como nación soberana no está asegurada. Es extraordinario.
Si a los australianos les falta algo en su solitaria y eminente antípoda, es perspectiva. Se han pasado cuatro décadas viendo con apacible desesperación cómo un país tras otro —Suiza, Suecia, Japón, Kuwait y muchos otros— los superaban en la renta nacional per cápita. Cuando se supo en 1996 que también Hong Kong y Singapur los habían adelantado, a juzgar por los editoriales de los periódicos uno podría haber pensado que los ejércitos asiáticos habían desembarcado en Darwin y se estaban desplegando por el país, apropiándose de cuantos bienes de consumo encontraban su paso. No importa que la mayor parte de aquellos países los superaran por un pelo y que se debiera en gran parte a la relatividad del cambio de moneda. No importa que cuando se tienen en cuenta los indicadores de calidad de vida —como el coste de la vida, los logros educativos, los índices de criminalidad y todo eso— Australia vuelva a colocarse cerca del primer puesto. (Es la séptima en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, por detrás de Canadá, Suecia, Estados Unidos y un par más, pero cómodamente por encima de Alemania, Suiza, Austria, Italia y muchos otros países con sólidas economías y PNB más altos.) En el momento de mi visita, Australia estaba viviendo un momento más próspero que nunca. Tenía una de las tasas de crecimiento económico más rápidas del mundo desarrollado, la inflación era inexistente y el desempleo estaba en el nivel más bajo desde hacía años. Sin embargo, según un estudio del Instituto Australiano, el 36 % de los australianos creía que se vivía cada día peor y apenas una quinta parte veía esperanzas de mejora.
Ahora —es cierto—, en dólares brutos acumulados por cabeza, Australia ya no está cerca del primer puesto. Está en el número veintiuno. Pero, yo os pregunto, ¿qué preferiríais: ser el tercer país más rico y feliz porque tenéis una batidora eléctrica y una radio, o estar en el puesto veintiuno en un mundo que tiene todo lo que una persona puede razonablemente desear?
Por otro lado, en pocos de esos otros países corres el más ligero peligro de que te devore un cocodrilo de estuario, una idea que se me ocurrió cuando cogía mi segunda compra,
Ataques de cocodrilos en Australia
, de Hugh Edwards, y vadeé con el agua al cuello sus 240 páginas de horripilantes y violentos ataques perpetrados por esas astutas y sanguinarias bestias.
El cocodrilo de agua salada es el único animal que tiene la capacidad de asustar incluso a los australianos. Gente que se sacudiría tranquilamente un escorpión de la manga o se reiría entre dientes de una manada de furtivos dingos, se echa a temblar ante la visión de un cocodrilo hambriento, y no tuve que avanzar mucho en las páginas de estremecedoras crónicas del señor Edwars para comprender el porqué. Escuchad este relato de una tarde de ocio en el noroeste de Australia.
En marzo de 1987, una barca a motor con cinco personas paseaba por la costa de Kimberley y se desvió por el río Prince Regent para visitar la Kings Cascade, un bello y remoto lugar donde una cascada tropical cae pintorescamente sobre un saliente de granito. Allí se detuvieron y entretuvieron escalando la roca y bañándose. Una de las que se bañaron era Ginger Faye Meadows, una joven modelo americana. Estaban ella y otra joven con el agua hasta la cintura en una roca bajo la cascada, cuando una de ellas descubrió los ojos fijos y fríos y el hocico medio sumergido de un cocodrilo que se dirigía hacia ellas. Os lo podéis imaginar. Estás apoyado en una roca, demasiado alta y resbaladiza para escalarla, sin lugar donde refugiarte, y uno de los animales más mortíferos de la Tierra se dirige hacia ti, un animal tan perfectamente diseñado para matar que apenas ha cambiado en 200 millones de años. Vamos, que estás a punto de ser devorado por algo de la época de los dinosaurios.
Una de las dos mujeres se sacó una zapatilla de plástico y se la lanzó al cocodrilo. Le rebotó en la cabeza, pero hizo que parpadeara y dudara. En ese momento, Meadows decidió probar suerte. Se zambulló en el agua e intentó nadar los veinticinco metros hacia un lugar seguro. La amiga se quedó donde estaba. Meadows nadó con fuertes brazadas, pero el cocodrilo siguió hacia ella. A mitad de camino la cogió por la cintura y la arrastró bajo el agua.
Según el capitán del barco, Meadows estuvo bajo el agua unos segundos, después salió a la superficie «con las manos levantadas y una expresión de enorme asombro en la cara […] Me miraba directamente […] pero no dijo nada». Después volvió a sumergirse y no se la vio más. Al día siguiente habría cumplido veinticinco años.
Éste es probablemente el ataque de cocodrilo más famoso de Australia en los últimos veinticinco años porque sucedió en un lugar célebre por su belleza, en un crucero de lujo y con una víctima americana que era joven y muy guapa. Pero la verdad es que ha habido otros muchos. Es más, la muerte de Meadows se salía de lo corriente porque ella vio lo que iba a pasar. Para la mayoría, el ataque de un cocodrilo llega de forma inesperada. Las crónicas de ataques de cocodrilos están llenas de historias de gente sentada tan tranquila a pocos centímetros del agua o caminando por la orilla del océano, cuando de repente el agua los salpica y, antes de que puedan gritar (y mucho menos iniciar negociaciones), son arrastradas y devoradas a placer. Esto es lo que lo hace tan estremecedor.
Y yo os pregunto: ¿A quién le importa el dinero que están haciendo en Hong Kong o en Singapur cuando tienes asuntos como éstos en la cabeza? Y no digo más.
Me habría quedado con gusto un par de días más en Adelaida, pero tenía otros compromisos. Había llegado el momento de encontrarme con mis amigos en Melbourne, aunque antes tenía que cumplir una promesa que me había hecho a mí mismo hacía mucho tiempo: visitar la Mornington Peninsula, una zona costera de gran belleza y encanto al sur de Melbourne. Como ya era habitual, iba a tardar un buen rato en llegar. Salí a primera hora de Adelaida y se me cayó el alma a los pies al descubrir, al cabo de una hora, que me esperaba otro largo día de coche por carreteras desiertas en un panorama de total desolación. Me parecía especialmente injusto porque, en primer lugar, había dado por descontado que volvía a la civilización; segundo, porque ya estaba un poco harto de esa historia y, tercero, porque había elegido intencionadamente una ruta más larga por la carretera de la costa para evitar el tedioso panorama terrestre.
La carretera donde me encontraba se llamaba Princess Highway. El plano la mostraba discurriendo en un grácil arco a lo largo de una enorme bahía identificada como Younghusband Peninsula, y sin duda ofrecía horas de vistas soleadas y costeras, pero la marea estaba a kilómetros de distancia, y el mar se veía como un hilo distante de azul brillante en la parte más lejana de un millón de hectáreas de salinas dolorosamente reflectantes. La parte del interior ofrecía una desolación pareja carente de interés, llena de una especie de maleza repetida hasta el infinito. A lo largo de 146 km la carretera estaba totalmente vacía.
Para pasar el rato cantaba el himno nacional extraoficial de Australia, «Waltzing Matilda». Es una canción interesante. La compuso Banjo Paterson, no sólo el poeta más importante de Australia del siglo
XIX
, sino también el único con nombre de instrumento de cuerda. Dice así (creo que son las palabras exactas que escribió Paterson):
Oh! There once was a swagman camped in the Billabong
Under the shade of a Coolibah tree
And he sang as he looked at his old billy boiling
Who’ll come a-waltzing Matilda with me.
[*]
El rasgo más distintivo de «Waltzing Matilda», como habréis advertido, es que no tiene ni pies ni cabeza. Evidentemente no lo tiene para nadie que no conozca el argot del
bush
—el autor lo hizo intencionadamente— pero incluso cuando entiendes las palabras sigue sin tener sentido. Por ejemplo, un
billabong
es una charca. De modo que una pregunta que surge inmediatamente, antes de haber acabado de leer el primer verso, es: ¿Por qué iba a acampar el buhonero en una charca? Yo personalmente acamparía al lado. ¿Os dais cuenta? La única conclusión posible es que Paterson se había tomado unas copas antes de agarrar el tintero y garabatear los versos. Veamos, sólo para que estéis informados, un
swagman
en la jerga australiana es una especie de viajante. El término procede de la manta enrollada, o
swag
que llevaban. Otro nombre que reciben es
Matilda
, evidentemente por el
Mathilde
alemán. (No tengo ni idea de por qué: mi interés ha llegado hasta aquí.) Un
billy
es una lata para hervir agua y un
coolibah tree
es un eucalipto coolibah. Ya tenéis las palabras. Naturalmente, por qué el viajante está bailando el vals con su saco de dormir y por qué por encima de todo desea que alguien o algo (en el segundo verso es una oveja, ni más ni menos) se una a él en esta actividad grotesca y posiblemente depravada, son preguntas sin respuesta.