En las antípodas (23 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

BOOK: En las antípodas
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A menudo es un misterio de dónde procede la invasión. Según Low, en los últimos años, una hormiga mordedora de la especie
Iridomyrmex
ha infestado Brisbane. Se ha convertido en un azote habitual. Pero nadie sabe de dónde ha salido y cómo ha llegado allí. Simplemente apareció un día. No se sabe si se extenderá o qué estragos producirá. Pero no nos engañemos: le va mejor en Australia que en su lugar de origen.

La Mornington Peninsula es un espolón de tierra al sur de Melbourne. Es como el Cape Cod de Victoria, porque está en la costa, es muy bonito y está lleno de casas de veraneo. Incluso se parece en la forma, que recuerda la cola de un escorpión que encierra la inmensidad de Port Phillip Bay, al otro lado del cual, a unos ochenta kilómetros, está Melbourne. Tenía dos razones concretas para ir allí: Catherine Veitch me lo había descrito como un lugar muy atractivo en sus cartas, y fue allí donde el sumergible primer ministro australiano, Harold Holt, tomó su trágico baño.

La fatídica zambullida de Holt fue en Portsea, en el extremo más lejano de la península, y allí me dirigí al día siguiente después de pasar la noche en el pueblecito de Mornington. Aunque partí con un sol desvaído, que parecía prometer un día mejor, Portsea estaba sumido en una pesada niebla marina, y la temperatura cuando salí del coche era más fresca de lo que había sido en los 30 km de carretera. Me fijé en que la poca gente que había en la calle llevaba jerseys de algodón o chaquetas.

Portsea es muy pequeño —unas cuantas tiendas y cafeterías frente a una hilera más larga de caserones fríos y melancólicos en una sutil niebla— pero tiene mucho dinero detrás. Una cabaña en la playa se había vendido en subasta por 185.000 dólares. No una casa en la playa, entendedme, sino una cabaña en la playa: un cobertizo de madera sin electricidad, agua ni otra comodidad más que la proximidad de la arena y el mar. El comprador ni siquiera obtuvo la propiedad. Compró el derecho a perpetuidad de pagar al ayuntamiento varios centenares de dólares de alquiler anual. Las cabañas, que sólo pueden comprar los residentes, son posesiones inmensamente apreciadas. La que se acababa de vender había pertenecido a la misma familia durante cincuenta años.

Me tomé un café para calentarme antes de seguir hacia el Parque Nacional de Mornington Peninsula, que cubre la última protuberancia de tierra hasta que se une al mar en un lejano lugar llamando Point Nepean, más allá del cual está el famoso remolino de agua llamado Rip: un estrecho pasaje que forma la entrada de Port Phillip Bay. No hace mucho que esta tierra es de propiedad pública. Durante centenares de años, toda esta zona —varios centenares de hectáreas de la más hermosa posesión costera de Victoria— estaba prohibida al público porque pertenecía a los militares, que la utilizaban como campo de tiro. Deteneos conmigo un instante para verlo en perspectiva. Tenemos un país de 8.000.000 km
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prácticamente vacío y bombardeable. Y aquí, a sólo un par de horas en coche de la segunda ciudad del país, hay un promontorio de una belleza única y suntuosa, de una importancia ecológica considerable, y está prohibido el paso porque intentan hacerlo añicos a base de explosiones. Mucho sentido no tiene, ¿verdad? El resultado es que después de muchos años de tira y afloja se logró convencer a los militares de que cedieran un fragmento de tierra para un parque nacional. De todos modos, el ejército se quedó con dos tercios de la península y de vez en cuando sigue soltando bombas por allí. En consecuencia, cuando has adquirido la entrada en la taquilla del centro de información de Portsea, todavía tienes que cruzar una zona de tres kilómetros de terreno militar por una carretera flanqueada a ambos lados por altas verjas llenas de severas advertencias de bombas y de castigos aplicados a los intrusos. Puedes coger un autobús en el parque o caminar. Yo decidí caminar, para hacer ejercicio, y partí bajo un manto de niebla, con la sensación de estar completamente solo.

No había caminado más de cuatro metros cuando se me unió una mosca, más pequeña y negra que una mosca casera. Zumbó ante mí e intentó instalarse en el labio superior. La aparté, pero volvió enseguida, siempre al mismo lugar. Un momento después se le unió otra que deseaba introducírseme en la nariz. Tampoco hubo manera de ahuyentarla. Al cabo de un momento tenía unos veinte de aquellos puntos activos alrededor de la cabeza y sucumbía a un estado de abyecta desdicha provocado por el contacto con la mosca australiana.

Las moscas son sin duda pesadas en todas partes, pero la variedad australiana se distingue por su particular persistencia. Si una mosca australiana se te quiere meter por la nariz o la oreja, no hay forma de impedírselo. Golpéala cuanto quieras, se pondrá fuera de alcance pero volverá enseguida. Es imposible frenarlas. En algún descubierto del cuerpo hay un punto del tamaño de un botón que la mosca quiere lamer y pellizcar y revolotea delirantemente a su alrededor. No es sólo su persistencia, sino sus objetivos. Una mosca australiana intentará chuparte la humedad del globo ocular. Si no la apartas constantemente, intentará meterse en partes de tu oreja que un palito de algodón no podría ni soñar. Morirá feliz por la gloria de descargar en tu lengua diminutos excrementos. Cuando tienes treinta o cuarenta bailando a tu alrededor, la locura está a la vuelta de la esquina.

Y así avanzaba yo por el parque, perdido en mi pequeña nube zumbona de aflicción, agitando las manos cada vez con menos convicción y de forma más inconexa —se le llama saludo del
bush
— escupiendo constantemente por la boca y la nariz, meneando la cabeza con furiosa demencia, y abofeteándome la mejilla o la frente con inusitada violencia. Al final, como sabían perfectamente las moscas, me rendí y cayeron sobre mí como sobre un cadáver.

Al cabo de un buen rato, las moscas y yo llegamos al final de la zona militar y al comienzo del parque propiamente dicho. En la zona de transición había un camino señalizado que conducía a un promontorio de tamaño mediano llamado Cheviot Hill. Era lo que había venido a ver, porque fue en Cheviot Beach, al otro lado, donde Harold Holt tomó el Baño Que No Necesita Toalla. Seguí el sendero ascendente entre brumosos bosquecillos de maleza (
moonah
, prímulas y árbol del té, según unos útiles rótulos colocados a intervalos). En lo alto de la loma corría una brisa inflexible, que me hacía tambalear cuando no estaba bien afianzado, y allí al menos las moscas me dejaron un diminuto respiro. Sentí el viento en el rostro, más feliz de estar solo de lo que puedo describir.

Dicen que la vista desde lo alto de Cheviot Hill es una de las mejores de la costa de Victoria, aunque no puedo confirmarlo porque apenas vi nada. En un valle gris verdoso, a un par de kilómetros, se alzaba la otra loma de Point Nepean, cubierta de una perezosa nube. Más allá estaba el famoso Rip, invisible desde donde yo estaba. Debajo de mí las cosas no eran menos impenetrables. Estaba directamente a unos treinta metros sobre Cheviot Beach, pero era como mirar dentro de una caldera. Lo único que podía ver a través de aquella sopa móvil eran unos perfiles de rocas indefinidos y una extensión indeterminada de arena. El sonido de unas olas invisibles golpeando en una costa invisible ponía en evidencia que había encontrado el mar.

Aun así, sentí un escalofrío de satisfacción por haber llegado al lugar del fatídico chapuzón de Holt. Intenté imaginarme la escena como debió de haber sucedido, pero no resultaba fácil. El día que Holt se adentró en el mar era ventoso pero claro. Las cosas no le iban muy bien como primer ministro —tenía más éxito besuqueando niños e impresionando a las mujeres (sin duda era un poco mujeriego) que llevando asuntos de estado— y seguro que estaría encantado de salir de Canberra a pasar las largas vacaciones de Navidad. Holt vino a esta playa porque tenía una casa de verano en Portsea y el ejército le permitía pasear por aquellos parajes para que estuviera tranquilo. Así que no había escoltas, público en general, ni siquiera guardias de seguridad cuando, el 17 de diciembre de 1967, salió a dar un paseo con unos amigos entre las rocas y las olas. Aunque el mar estaba bravío y la marea peligrosamente alta, pese a que Holt había estado a punto de ahogarse allí mismo seis meses antes buceando con unos amigos, decidió darse un baño. Antes que nadie pudiera impedírselo, se había quitado la camisa y se había metido en el agua. Nadó alejándose de la playa unos sesenta metros y desapareció, sin aspavientos ni conmociones, ni siquiera un lánguido saludo con el brazo. Tenía cincuenta y nueve años y hacía casi dos que era primer ministro. Nunca encontraron su cadáver.

Cheviot Beach sigue cerrado al público, y no hay forma de bajar desde los riscos, así que me divertí unos minutos curioseando entre un montón de fortines y lóbregos búnkers de hormigón abandonados desde la Segunda Guerra Mundial, hasta que tropecé con una gran telaraña y, con un chillido resonante y un buen rato debatiéndome entre paredes, dinteles bajos y otros obstáculos insuperables, volví más sumiso al aire libre. Rascándome la cabeza y convocando de nuevo a las moscas seguí el camino de descenso a la carretera. Al pie de la colina había un cementerio grande y desordenado, una reliquia de cuando aquello era zona en cuarentena. Intenté echar un vistazo, pero las moscas no me daban tregua. Habría querido pasear hasta el promontorio donde había un fuerte del siglo
XIX
, pero no podía soportar la idea de tener a las moscas como compañeras durante otra hora, de modo que regresé por donde había venido.

En el centro de información me detuve a contemplar la exposición y me puse a charlar con el guarda forestal del parque. Le pregunté si esa parte de la costa era muy peligrosa.

—Oh, sí, mucho —dijo alegremente.

Me enseñó sobre un mapa marino por dónde iban las corrientes, que es como decir por todas partes. Si te pillaba una, pensé, te debían de pasar de la una a la otra como un objeto no deseado. Hasta el más fuerte de los nadadores se cansaría enseguida de semejante lucha. Tenía la culpa el Rip porque, allí, enormes volúmenes de agua pasaban por una abertura de sólo cien metros cuando la marea subía o bajaba. Hasta que no lo vi en el mapa no me había fijado en lo cerca de Cheviot Beach que estaba la zona del remolino acuático. Incluso en el mapa parecía una locura.

—¿Entonces no fue muy buena idea que Harold Holt se bañara allí?

—Bueno, yo no lo haría —contestó—. Mire, hay unos cien barcos hundidos en la zona —indicó un tramo absurdamente modesto de costa en la proximidad de Cheviot y el Rip—. Si sabes que en un tramo de mar se han hundido cien barcos, puedes tomártelo como una advertencia de que no es el lugar más plácido del mundo para una zambullida.

—¿No es raro que nunca hayan encontrado el cuerpo?

—No.

Lo dijo sin vacilar.

—¿En serio? No entiendo mucho cómo funciona el mar, pero a juzgar por los troncos y las latas de coca-cola, diría que los objetos flotantes terminan algún día en una playa.

—No quisiera ser demasiado crudo, pero si te mueres allí no tardas mucho en formar parte de la cadena trófica alimentaria.

—Ah.

—La única cosa rara de la muerte de Harold Holt —añadió con una repentina expresión reflexiva— es que fuera primer ministro en el momento que sucedió. De no haber sido por eso, el suceso se habría olvidado por completo. La verdad es que aun así ya está bastante olvidado.

—O sea que no viene mucha gente por aquí en peregrinaje.

—No, en absoluto. La mayoría no se acuerda. Mucha gente de menos de treinta años ni siquiera ha oído hablar de ello.

Me dejó para vender entradas a unos recién llegados y yo me fui a contemplar la exposición de hierbas marinas y vida en las charcas. Pero cuando ya me marchaba, me llamó como si se le hubiera ocurrido algo.

—Le hicieron un homenaje en Melbourne —dijo—. ¿Sabe cuál?

Le indiqué que no tenía ni idea.

Sonrió ligeramente.

—Le pusieron su nombre a una piscina municipal.

—¿De verdad?

Su sonrisa se amplió, pero el asentimiento era sincero.

—Es un país increíble —dije.

—Sí —asintió encantado—. Tiene razón.

En mi infancia, los viernes por la noche que mi padre estaba fuera, cosa bastante frecuente (era redactor deportivo y viajaba por motivos de trabajo), mi madre y yo seguíamos un ritual: yo tomaba el autobús e iba al centro a buscarla (ella trabajaba en el periódico local), cenábamos en la cafetería Bishop’s y después íbamos al cine.

No pretendo insinuar que mi madre abusara de la confianza que yo depositaba en ella en el proceso de selección, pero resultaba misterioso que todas las películas que me apetecían acabaran de quitarlas y termináramos viendo alguna repleta de asesinatos, pasiones y traiciones, normalmente con Jeff Chandler como protagonista —por quien mi madre sentía una insólita admiración—, y casi siempre en un papel que exigía que estuviera mucho rato con el pecho al aire.

—Oh —exclamaba ella, en un tono de sincero disgusto—.
Veinte mil leguas de viaje submarino
ya no la hacen. Pero en el Orpheum han estrenado una nueva de Jeff Chandler,
Tame Lust
. ¿Qué te parece si vamos a verla?

No sé si con el tiempo estas películas se han difuminado en una sola en mi recuerdo o es que eran idénticas, pero a mí me parecía que siempre tenían los mismos elementos: mucha conversación, montones de abrazos apasionados con Lana Turner o alguna otra rubia estupenda, algún tiroteo ocasional que terminaba con alguien agarrándose el estómago, dando cuatro pasos tambaleantes y vertiendo una modesta cantidad de sangre (para mi decepción), y algún fragmento en que Chandler iba en lancha o hacía de guardacostas en bañador. (Sin mirar la pantalla ya sabía cuáles eran las escenas del bañador por la avidez con que mi madre chupaba sus caramelos de limón.) Si no había ninguna película de Jeff Chandler en cartel —y a lo mejor pasaban semanas enteras sin que pusieran ninguna— íbamos a ver otra cosa.

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