En las antípodas (38 page)

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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

BOOK: En las antípodas
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Su intento final, en 1861-1862, también parecía predestinado al fracaso. Sus caballos «estaban muy nerviosos» por falta de agua, y tanto hombres como animales andaban atormentados por el
bulwaddy
, una traidora mata con punzantes espinas. Pero en Daly Waters encontraron un riachuelo con agua potable. Aquello salvó la expedición. Los hombres descansaron, cargaron agua y continuaron. En julio de 1862, nueve meses después de salir de Adelaida, llegaron al mar de Timor y se convirtieron en los primeros que encontraron una ruta practicable que cruzaba el continente. En una década, se había instalado una línea de telégrafos desde Adelaida hasta lo que acabaría por ser Darwin, conectando finalmente Australia con el mundo.

Stuart se alegró tanto de encontrar el riachuelo de Daly Waters que grabó una S en un gran eucalipto. Es lo que íbamos a ver. El árbol, todo hay que decirlo, no era gran cosa: un pedazo de eucalipto de unos cuatro metros y medio, despojado de sus ramas más altas y muerto desde hacía tiempo. Todas las guías dicen que la S es claramente visible, pero no la encontramos. Sin embargo, nos produjo un cierto placer estar en un lugar tan famoso y que pocos australianos visitan. Mientras estábamos allí, una bandada de cacatúas
Eolophus roseicapillus
, un ruidoso loro rosado, se instaló en los árboles circundantes. Era un escenario monótono —una estepa árida, el sol hinchado a punto de ponerse, algunos eucaliptos ajados— pero resultaba una vista encantadora por lo poco habitual. No sabría decir por qué, pero me encantó.

Estuvimos mucho rato mirando, hasta que Allan me preguntó en un tono respetuoso si podíamos ir ya a tomar algo.

—Claro que sí —dije.

La fama de Daly Waters no empezó y terminó con la fugaz visita de Stuart y su banda. En los años veinte una pareja bastante discreta, los Pearce, llegaron a Daly Waters y abrieron una tienda con veinte libras que habían pedido prestadas. Asombrosamente, les fue de maravilla. A los pocos años tenían una tienda, un hotel, un pub y un aeródromo. Daly Waters se convirtió en una parada entre Brisbane y Darwin en el trayecto a Singapur y después a Londres, en los primeros días de Qantas y la antigua Imperial Airways. Lady Mountbatten fue de los primeros huéspedes que pasó la noche en el hotel. Me gustaría saber qué le pareció el lugar, aunque imagino que debía de estar demasiado feliz de estar en tierra firme para quejarse. En aquellos tiempos, un vuelo comercial desde Londres representaba (además de nervios de acero), 42 paradas para repostar, cinco cambios de avión y un viaje en tren a través de Italia, porque Mussolini no permitía que los vuelos cruzaran el espacio aéreo italiano. Se tardaba doce días. Los vuelos estaban sujetos además de a los monzones estacionales, a las tormentas de polvo, los fallos mecánicos, las confusiones de navegación y los ocasionales tiros de hostiles o gamberros beduinos. Los accidentes eran frecuentes.

Los peligros de la aviación en aquel período están bien representados en la experiencia de Harold C. Brinsmead, director del Departamento de Aviación Civil de Australia en los primeros días de la aviación comercial. En 1931, Brinsmead iba en un avión a Londres, en parte por trabajo y en parte para demostrar la seguridad y fiabilidad de los servicios aéreos modernos de pasajeros, cuando su avión se estrelló en Indonesia al despegar. Nadie resultó gravemente herido, pero el avión quedó para el arrastre. Como no quería esperar un avión de recambio, Brinsmead embarcó en un vuelo con las nuevas líneas aéreas holandesas, KLM. Ese avión se estrelló al despegar de Bangkok. Como resultado, murieron cinco personas y Brinsmead sufrió graves heridas de las que nunca se recuperó totalmente. Murió dos años después. Mientras tanto, los pasajeros supervivientes fueron trasladados a Londres en otro avión, que se estrelló en el vuelo de vuelta.

Daly Waters afirma ser el aeropuerto internacional más antiguo de Australia, aunque sospecho que muchas otras pistas de aterrizaje venerable se jactan de lo mismo. Es verdad que fue utilizado como parada en algunos vuelos internacionales y más regularmente en vuelos a través del país entre Queensland y Australia Occidental, o sea que era una especie de encrucijada. Estuvo abierto hasta 1947. El pub abrió en 1938, o sea que no es ni de lejos el más antiguo del
outback
ni del Territorio del Norte, pero sin duda uno de los más extraordinarios.

Como en casi todos los pubs del interior, toda la superficie —paredes, techo, vigas— estaba cubierta de recuerdos dejados por los visitantes: tarjetas de identidad de la universidad, permisos de conducir, billetes de distintos países, pegatinas de coche, chapas de varios departamentos de policía y bomberos, incluso un surtido generoso y llamativo de ropa interior que colgaba del techo o estaba clavada a las paredes. El resto era agradablemente espartano: una barra en el centro, grande pero sencilla, suelo de cemento, tejado de uralita, mesas y sillas de diferentes procedencias y estilos, y una mesa de billar destartalada. En la barra, siete u ocho hombres, todos en pantalón corto, camiseta, botas y sombrero, bebían
stubbies
—botellas de cerveza pequeñas— servidas en envases aislantes de poliestireno para mantenerlas frías. Todos parecían acalorados y llenos de polvo, pero es que todo en Daly Waters parecía acalorado y lleno de polvo. El ambiente del pub puede describirse como de sofocante convivencia. Incluso estando de pie, nos chorreaba el sudor. Las ventanas tenían persianas, pero estaban agujereadas y además las puertas permanecían abiertas de par en par, de modo que las moscas entraban a sus anchas. Los hombres de la barra me saludaron con gestos compactos pero amistosos de la cabeza cuando entré, y amablemente me hicieron sitio para que pidiera, pero no demostraron el interés que se tiene por un forastero. Claramente, como testimoniaban los souvenirs, los visitantes no eran ninguna novedad.

Compré un par de botellas frías y las llevé a la mesa donde estaba sentado Allan bajo una pegatina que conmemoraba una visita del «Wheredafukarwi Touring Club». Allan parecía invadido de una extraña felicidad.

—¿Te gusta esto? —dije.

Meneó la cabeza con una especie de deleite indescriptible.

—Sí. La verdad es que sí.

—Pero si creía que no lo podías soportar.

—Antes no —dijo—. Pero me he sentado aquí mirando por la ventana la puesta de sol y ha sido precioso, quiero decir, increíble; luego me he girado, he visto la barra con todos esos personajes y he pensado: «Qué caramba, esto me gusta» —me miró con sincero estupor—. Y es verdad. De verdad que me gusta.

—Me parece estupendo.

Vació su cerveza y se levantó.

—¿Te pido otra?

Pero entonces yo también me quedé estupefacto. Estaba a punto de decir que era un poco temprano para empezar con un ritmo tan feroz pero pensé: «A paseo». Habíamos venido de muy lejos y en definitiva aquel era un lugar dedicado a la bebida.

Acabé la cerveza y le pasé la botella.

—Sí —dije—. ¿Por qué no?

Bueno, no sé si recuerdo bien lo que pasó después. Bebimos gran cantidad de cerveza. Comimos bistecs del tamaño del guante de un
catcher
(podrían haber sido guantes de
catcher
) y los hicimos bajar con más cerveza.

Hicimos muchas amistades. Circulamos por allí como si hubiera sido un cóctel. Hablé con rancheros y esquiladores de ovejas, con niñeras y cocineros. Conocí a otros viajeros de todo el mundo, y hablé un buen rato con el dueño, un tal Bruce Caterer, que me contó la complicada historia de cómo había acabado por ser el propietario de un pub en aquel lugar tan solitario y dejado de la mano de Dios, confidencia de la que no recuerdo absolutamente nada y de la que no tengo ni una nota. A medida que avanzaba la noche, el bar se fue animando y llenando hasta los topes. No tengo ni idea de dónde procedía toda aquella gente. Pero en los alrededores de Daly Waters vivían al menos cincuenta bebedores alegremente empedernidos y llegaron tantos turistas como nosotros, al menos. Fui derrotado al billar por unas catorce personas. Invité a rondas a desconocidos. Llamé a mi esposa y le confesé un amor sin límites. Me reí con todo lo que me contaron e irradié afecto incondicional en todas direcciones. Habría ido a cualquier parte con cualquiera. Me desperté a la mañana siguiente, vestido y sobre la colcha, sin recuerdos muy claros posteriores a la ración de guante de
catcher
de la noche, y una cabeza que era como una reproducción continua de un choque de trenes.

Acerqué el reloj a un globo ocular y gemí ante el descubrimiento de que eran casi las diez. Llevábamos horas de retraso si queríamos llegar a Alice Springs. Fui tambaleándome al baño y realicé unas someras abluciones; después busqué legañosamente el camino del pub. Allan estaba sentado, apoyado en la pared, con los ojos cerrados, y tenía una taza de café caliente e intacta ante él. No había nadie más por allí.

—¿Dónde, el café, dónde? —gemí con una voz lamentable.

Hizo una señal vaga con una mano insegura. En una habitación lateral encontré una jarra de agua caliente y botes de café instantáneo, bolsas de té, leche en polvo y azúcar con que preparar una bebida caliente. Llené una taza de café instantáneo hasta la mitad, le eché un poco de agua y fui a reunirme con Allan.

Débilmente, como un inválido, levanté la taza e introduje un poco de café entre mis labios. Después de un par de sorbos, empecé a sentirme un poco mejor. Allan, por su parte, parecía en estado terminal.

—¿Hasta qué hora estuvimos de juerga? —pregunté.

—Hasta tarde.

—¿Muy tarde?

—Mucho.

—¿Por qué estás sentado con los ojos cerrados?

—Porque me da miedo desangrarme si los abro.

—¿Me puse muy en ridículo? —eché un vistazo alrededor para ver si mis calzoncillos andaban por ahí colgados de una viga.

—No que yo recuerde. Estuviste fatal en el billar.

Asentí sin sorprenderme. A menudo utilizo el alcohol como comprobación artificial de mi habilidad con el billar. Es mi forma de ayudar a los forasteros a ganar seguridad y entrar en contacto con mi cartera.

—¿Qué más? —pregunté.

—Tienes un intercambio el próximo verano con una familia de Corea.

Apreté los labios pensativamente.

—¿Del Norte o del Sur? —pregunté.

—No estoy seguro.

—Te lo estás inventando.

Se inclinó hacia mí y extrajo del bolsillo de mi camisa una tarjeta de visita, que me enseñó.

—Park Ho Lee, mayorista de carne —dijo, o algo por el estilo y me dio una dirección de Pusan.

Debajo, en mi propia letra, decía: «10 de junio-27 de agosto. A vuestra disposición».

Dejé la tarjeta, doblada, en el cenicero.

—Creo que me gustaría marcharme de aquí ahora mismo —dije.

Él asintió y con un esfuerzo de voluntad se levantó de la mesa, se tambaleó ligeramente y fue a recoger sus cosas. Yo dudé un buen rato y le seguí.

A los diez minutos íbamos camino de Alice Springs.

La siguiente es una historia que invita a la reflexión.

En abril de 1860, durante el segundo de sus heroicos intentos de cruzar Australia de sur a norte, John McDouall Stuart llegó al centro seco del continente, lo que ahora es Daly Waters y Alice Springs. A 1.500 km de cualquier lugar, el punto era «el no va más de la desolación», como describió acertadamente Ernest Giles, el explorador compañero de Stuart, y Stuart y sus hombres las pasaron moradas para llegar allí. Estaban enfermos, andrajosos y medio muertos de hambre, y habían tardado meses, pero tenían la satisfacción de haber sido los primeros forasteros que habían penetrado en el brutal corazón del continente.

O sea que podréis imaginaros la sorpresa de Stuart cuando, en medio de esa estepa abrasadora, él y su grupo se encontraron a tres hombres aborígenes que los saludaron con la señal secreta de los francmasones. Stuart no especificó en su diario qué señal era aquella, pero estaba claro por su asombrada descripción que era poco probable que fuera coincidencia. Además, unos días más tarde, Stuart y sus hombres encontraron huellas de caballos que seguían una ruta natural por la llanura. Finalmente, algo más allá, cuando los exploradores instalaban el campamento para pasar la noche, se les acercaron algunos hombres de la tribu warramunga. W. P. Auld, un joven del grupo de Stuart, estaba sentado masajeándose los doloridos pies cuando uno de los warramunga se arrodilló ante él. Frente al aturdido Auld, el hombre le calzó las botas y lenta pero diestramente le ató los cordones, y después se sentó a su vez con una sonrisa complacida. Se le hizo dolorosamente evidente a Stuart que él y sus hombres no eran los primeros blancos que llegaban al vacío centro del país. ¿Quién los había precedido? Nadie tiene la más mínima idea.

Explico esto para que quede claro que el
outback
es un lugar curioso e insondable. Hay algo en esa desolación que ejerce una extraña atracción sobre la gente. Es un entorno que te quiere ver muerto, y pese a ello una y otra vez los exploradores se enfrentaron a las más terribles privaciones a cambio de las más míseras recompensas por llegar allí. A veces, como descubrió Stuart, ni siquiera se molestaban en dejar su nombre.

Es de todo punto imposible exagerar lo castigador que resulta el
outback
australiano. Para los exploradores del siglo
XIX
no era sólo el inefable calor y la constante escasez de agua, sino miles de tormentos adicionales. Las hormigas los aguijoneaban dondequiera que se pararan a descansar. A veces los nativos los atacaban con lanzas. El paisaje estaba lleno de maleza espinosa y del despiadado
spinifex
, cuyos pinchos de silicato se infectaban en la piel con el sudor y la suciedad. El escorbuto era una plaga constante. La higiene era imposible. Los animales de carga enloquecían o perdían las ganas de seguir. Ernest Giles registró en sus memorias que un caballo se puso a delirar tanto después de una búsqueda infructuosa de agua que cuando volvieron al campamento, al final del día, el animal hundió el hocico en el fuego con la esperanza vana de encontrar un alivio. Compadeciéndose de él, Giles dio al herido animal parte de su magro suministro de agua, pero murió igualmente. Ni siquiera los camellos eran capaces de resistir bien las condiciones del desierto. En
Beyond Leichhardt
, una narración de una exploración australiana, Glen McLaren observa que las moscas azules se regodeaban en la heridas de los camellos poniendo huevos en sus llagas abiertas, que se convertían en terribles enjambres de gusanos. En una expedición, la herida de un camello se infectó tanto que había que «vaciar los gusanos a diario con un cazo». Finalmente el animal se echó al suelo y murió. Cuando ni los camellos soportan el desierto, es que estás en una parte del mundo muy dura. Tanto para seres humanos como para animales, cada aliento era un infierno en vida.

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