Me paré a pasar la noche en Tanunda, una pequeña y bonita ciudad turística, básicamente construida a lo largo de una calle, acogedoramente sombreada por frondosos árboles. Dada su popularidad entre los turistas y sus germánicos orígenes, me había temido que Tanunda estuviera orientada de acuerdo con ello, pero exceptuando un par de restaurantes con «Haus» en el nombre y la curiosa mención de
wurst
[*]
en los escaparates, hacía muy pocos esfuerzos por explotar su herencia. Era la víspera del Día de Australia, la gran fiesta nacional, y Tanunda estaba llena de gente que había ido a pasar el puente.
Encontré una habitación, no sin cierta dificultad, y después salí a pasear por la calle principal antes de cenar. Estaba repleta de gente que, como yo, intentaba matar el tiempo entre el cierre de las tiendas y el momento en que uno puede empezar a beber con decoro. Caminé entre la gente, encantado de estar otra vez en la civilización, encantado sobre todo de escuchar conversaciones que no fuera bañar ovejas, maquinaria defectuosa, pozos nuevos o despeje de tierras. (U ovejas, máquinas, pozos, tierras, como lo resumía yo.) Era evidente por las conversaciones que había aterrizado en Yupilandia. La mayoría estaban ocupados en el interesante pasatiempo burgués de identificar los objetos de los escaparates por su parecido a objetos de personas conocidas. Fuera donde fuera oía a alguien que observaba: «Oh, mira, Sara tiene un plato igual que ése» o «Tu madre tenía un juego de té como éste. ¿Qué habrá sido de él? No se lo habrá dado a Samantha, ¿verdad?». Algunas parejas jugaban a una versión más agresiva de lo mismo, que incluía comentarios suplementarios como: «No, el que rompiste era mucho más bonito» y «Pero ¿cuántos pendientes de perlas necesitas, por Dios» y «Bueno, si se lo ha regalado a Samantha, me voy a enfadar, francamente, porque me lo prometió a mí. Tendrás que hablar con ella». Ésta era la gente, supuse, que venía de más lejos y necesitaba con más urgencia una copa. O puede que sólo fueran idiotas.
Me gustó Tanunda y pasé una agradable velada, pero la experiencia no tuvo nada de excepcional ni memorable, o sea que prefiero contaros una historia que me contó una mujer encantadora, Catherine Veitch.
Catherine Veitch era mi más vieja amiga en Australia, tanto en el sentido de que fue mi primera amiga allí como porque era lo bastante mayor como podía ser mi madre. La conocí en el Festival de Escritores de Melbourne en 1992. No recuerdo las circunstancias exactas, aparte de que se me acercó después de una lectura, bien para reñirme por algún error de lenguaje que había cometido en uno de mis libros —tenía una tendencia pedagógica y era implacable con los descuidos— o para ilustrarme sobre algún aspecto de la vida australiana del que había hecho un comentario imprudente en la sesión de ruegos y preguntas. El resultado fue que tomamos una taza de té en la cafetería y al día siguiente fui en tranvía a almorzar a su casa de St. Kilda, donde conocí a casi toda su familia. Sus hijos, de los que parecía tener un número indefinido, eran mayores y no vivían con ella, pero pasaron casi todos en algún momento de la tarde para pedir una herramienta, preguntar si había mensajes o husmear en la nevera. Era el tipo de hogar en el que siempre había deseado vivir de pequeño: feliz, cómodo, agradablemente caótico, lleno de intervenciones a gritos del tipo «Mira en el armario de las escaleras». Y Catherine me gustaba mucho. Era simpática, divertida, solícita y directa.
Así que nos hicimos buenos amigos, aunque fuera una amistad basada en la correspondencia. Ella nunca había estado en Estados Unidos; yo iba a Australia una vez al año con suerte, y no siempre a Melbourne. Pero tres o cuatro veces al año me mandaba largas y maravillosas cartas discursivas mecanografiadas en una máquina de escribir defectuosa aunque tenaz. Tardaba casi una hora en leer sus cartas. En una sola página podía discurrir por una galaxia de temas, su infancia en Adelaida, la incompetencia de ciertos políticos (o sea, casi todos los políticos), por qué a Australia le falta confianza, qué hacían sus hijos. Generalmente incluía un montón de recortes del
Age
, el periódico de Melbourne. Casi todo lo que sé de Australia lo he aprendido de ella.
Me encantaban sus cartas. Venían de tan lejos… —el mero hecho de recibir un sobre de Australia me parecía milagroso—, y describían hechos y experiencias que para ella eran corrientes pero que a mí me abrumaban por lo exóticos: coger un tranvía en la ciudad, sufrir una ola de calor en diciembre, asistir a una conferencia en el Royal Melbourne Institute, comprar cortinas en David Jones, los grandes almacenes de la ciudad. Sólo puedo decir que, sin renunciar a nada de lo que tenía, deseaba intensamente tener también todo aquello. Fue, pues, a través de sus cartas, más que de cualquier otra cosa, como se consolidó mi fijación por Australia.
Sus cartas eran siempre alegres, pero la última que recibí era especialmente animada. Ella y John, su esposo, estaban a punto de vender la casa de St. Kilda para marcharse a vivir a Mornington Peninsula, al sur de Melbourne, donde llevarían una vida apacible junto al mar, cumpliendo un sueño que tenían desde hacía años. Justo después de mandar la carta, sorprendiendo a todos los que la conocían, sufrió un repentino ataque cardíaco y murió. Ahora me gustaría ir a visitarla otra vez. En lugar de eso, sólo puedo ofreceros mi anécdota favorita de las muchas que me contó.
En los años cincuenta, una amiga de Catherine se mudó con su familia a una casa contigua a una parcela vacía. Un día llegaron unos obreros para levantar una casa en la parcela. La amiga de Catherine tenía una hija de tres años que se interesó por la actividad en la parcela de al lado. Merodeó tanto por los alrededores que los obreros terminaron por adoptarla como a una especie de mascota. Charlaron con ella y la dejaron contribuir en los trabajos, y al final de la semana le dieron un pequeño sobre con la paga: una media corona nueva y reluciente o algo así.
Ella la llevó a casa y la enseñó a su madre, que hizo todos los aspavientos requeridos de admiración, y le propuso llevarla al banco al día siguiente para ingresarla en su cuenta. Cuando fueron al banco, el cajero quedó igual de impresionado y preguntó a la niña cómo había conseguido aquella paga.
—He estado construyendo una casa esta semana —dijo ella encantada.
—¡Cielo Santo! —dijo el cajero—. ¿Y construirás otra la semana que viene?
—Claro, si llegan los putos ladrillos —contestó la niña.
Los australianos del sur están orgullosos de que el suyo sea el único estado australiano que no acogió convictos. Lo que no suelen mencionar es que fue uno de ellos quien lo planificó. A principios de 1830, a Edward Gibbon Wakefield, un hombre con recursos propios e inclinaciones indeseables recluido en la cárcel de Newgate en Londres por el cargo de secuestro de una niña con intenciones babosas y viles, se le ocurrió la idea de fundar una colonia de hombres libres en Australia. Su plan consistía en vender parcelas de tierra a personas serias y trabajadoras —granjeros y capitalistas— y utilizar aquel fondo para pagar el pasaje de personas que trabajaran para ellos. Los trabajadores conseguirían un empleo ennoblecedor; los inversores adquirirían fuerza laboral y un mercado; todos se beneficiarían. El plan no llegó a funcionar en la práctica, pero el resultado fue una nueva colonia, Australia Meridional, y una deliciosa ciudad planificada, Adelaida.
Así como Canberra es un gran parque, Adelaida está llena de ellos. En Canberra tienes la sensación de estar en un espacio verde muy grande del cual no encontrarás la salida; en Adelaida no hay duda de que estás en una ciudad, pero con la agradable sensación de salir de vez en cuando a respirar un poco. Representa una gran diferencia. La ciudad se planificó en dos partes diferentes sobre una verde llanura cercana al río Torrens, las dos rodeadas de parques. Sobre el plano, el centro de Adelaida tiene la forma de un ocho, grande, rechoncho y un poco irregular; los parques crean la figura y las dos partes internas de la ciudad llenan los agujeros. Funciona perfectamente.
No tenía ningún destino especial decidido, pero por la mañana, cuando entraba en la ciudad procedente de Tanunda, pasé por North Adelaida, la hermosa y próspera zona de la parte superior del ocho, vi un hotel que parecía agradable, e impetuosamente paré el coche en la acera. Estaba en O’Connell Street, un vecindario de fincas antiguas y bien conservadas, con muchos restaurantes de moda, pubs y cafeterías. Después de Canberra, no pensaba dejar pasar un pedazo de paraíso urbano como éste. O sea que me busqué una habitación y no perdí un momento en volver a salir al aire libre.
Adelaida es la más ignorada de las principales ciudades australianas. Puedes pasarte semanas en Australia sin sospechar que existe, porque no sale en las noticias ni se la menciona en las conversaciones. Es a Australia lo que Australia es al mundo: un lugar que se considera agradable pero que queda muy lejos y nunca se piensa en él. Sin embargo, es una ciudad preciosa. Todos están de acuerdo en eso, incluyendo millones de personas que nunca han estado allí.
Yo mismo sólo había estado una vez, hacía unos meses, en una gira de promoción. Guardaba de aquella experiencia una impresión de belleza a la par que una curiosa sensación de que sus habitantes se resignan ante el infortunio. Coméntale a alguien de allí que el lugar te parece muy agradable y acto seguido te contestará, con una especie de angustiada solemnidad:
—Sí, pero se está muriendo, sabes…
—¿Ah, sí? —dirás tú, cortésmente preocupado.
—Oh, sí —asegura tu informador, sonriendo con amarga satisfacción.
Entonces, si no estás de suerte, te contará el hundimiento del Bank of South Australia, un suceso provocado por una falta de rigor fiscal que tardó años en concluir y que se tarda casi lo mismo en contar.
El problema de Adelaida, según parece, es geográfico. La ciudad está situada al otro lado de la Australia civilizada, lejos de los vitales mercados asiáticos y sin otros alrededores que una gran estepa. Al norte y al oeste hay varios millones de kilómetros cuadrados de desierto abrasador; al sur nada más que mar abierto hasta la Antártida. Sólo hacia el este hay ciudades, pero Melbourne está a 725 km, y Sydney a casi mil seiscientos. ¿Quién va a querer construir una fábrica en Adelaida tan lejos de los mercados? Es una pregunta razonable, pero en cierto modo socavada por la consideración de que Perth está en un lugar aún más remoto —2.735 km más allá en un solitario puesto avanzado en el océano Índico— y sin embargo tiene una economía mucho más viva. Lo que pasa es que Adelaida parece embarrancada en un lugar desdichado, en todos los sentidos de la palabra.
No obstante, para un observador cualquiera parece igual de próspera que cualquier otra ciudad de Australia, posiblemente incluso más. Su céntrica zona comercial es más bonita y con similar actividad que las zonas equivalentes de Sydney o Melbourne, y sus pubs, restaurantes y cafeterías parecen tan llenos y animados como pueda desear cualquier empresario. Tiene un impresionante surtido de edificios victorianos, muchos parques y plazas bonitas, y constantes detalles —una farola preciosa aquí, un león de piedra allá— que le dan clase y una venerabilidad que Sydney y Melbourne descuidan demasiado a menudo en favor de las lentejuelas de los brillantes rascacielos. Es algo así como una versión urbana de un club social de caballeros: cómoda, anticuada, apaciblemente majestuosa, un poco adormilada a media tarde y con un aire a otra época.
A medida que bajaba por Pennigton Gardens, uno de los parques del centro, fui tomando conciencia poco a poco (y después de modo abrumador) de la marea humana que avanzaba en la misma dirección: miles y miles de personas que se dirigían a un estadio en el parque. Pregunté a dos jóvenes qué sucedía y uno de ellos me dijo que había un partido de cricket entre Inglaterra y Australia en el Oval.
—¿Cómo, aquí en Adelaida? ¿Hoy? —dije sorprendido.
Reflexionó sobre la pregunta con el regocijo que se merecía.
—Bueno, o eso —contestó secamente— o es que treinta mil personas han cometido un error, ¿no cree?
Después sonrió para demostrar que no quería ser agresivo ni mucho menos. Se veía que su amigo y él habían estado bebiendo cerveza por el camino.
—¿Sabe si quedan entradas? —pregunté.
—No, amigo, está todo agotado. Lo siento.
Me despedí y los miré marcharse. Éste era otro rasgo muy británico que había notado en los australianos: se disculpan por cosas que no son culpa suya.
Seguí por North Terrace, la calle más grande de la ciudad, hacia el South Australian Museum, una imponente mole dedicada a la historia natural y antropológica. Tenía interés por ver si se exhibía un fósil llamado
Spriggina
, denominado así por Reginald Sprigg, un héroe menor de las minas. En 1946, Sprigg, entonces un joven geólogo del gobierno, estaba echando un vistazo por la zona de las inhóspitas y desoladas colinas Ediacara de las Flinders Ranges, a unos cuatrocientos ochenta kilómetros al norte de Adelaida, cuando hizo uno de esos milagrosos descubrimientos que abundan de forma insólita en la historia natural australiana. Recordaréis de un capítulo anterior el caso de la protohormiga
Nothomyrmecia macrops
, encontrada inesperadamente en un pueblucho polvoriento en medio de la nada. Bueno, pues el descubrimiento de Sprigg fue más o menos en aquella zona y, a su manera, no fue menos notable.