Lo tenían casi todo en contra. Carecían de ropa impermeable para la lluvia y mortero para construir viviendas; no tenían arados para labrar los campos ni animales de tiro. El suelo parecía maldito en todas partes, con una «esterilidad insuperable». La mayoría de cosechas que se conseguían las robaban, al abrigo de la noche, los marineros o los prisioneros. Durante años, a ambos grupos les faltaron no sólo alimentos, sino cualquier artículo básico imaginable: zapatos, mantas, tabaco, clavos, papel, tinta, tela impermeable, sillas de montar; vamos, todo lo que exigía manufactura. Los soldados hicieron lo que pudieron para evaluar sus recursos, pero la mayoría poco sabía lo que estaban buscando cuando salían a buscarlo, o cuando lo encontraban. El historiador Glen McLaren cita un informe de un soldado al que enviaron al valle de Hunter River para explorarlo. «La tierra es negra —escribió el soldado esperanzado—, pero está mezclada con una especie de arena o sustancia margosa. También hay muchos peces, y, por los saltos que dan, supongo que son del tipo de las truchas».
El desarrollo se retrasó aún más por la ineludible dependencia de los prisioneros, a los que claramente faltaba cualquier motivación que no fuera el propio interés. Los más astutos aprendieron enseguida a mentir para ahorrarse obligaciones. Un tal Hutchinson, que encontró un aparato relegado a un rincón, convenció a sus superiores de que lo sabía todo sobre tintes, y se pasó meses experimentando con probetas y balanzas, hasta que fue evidente que no tenía la más mínima idea de lo que estaba haciendo. Cuando no podían engañar a sus jefes, los prisioneros lograban a menudo engañar a sus compañeros. Durante años existió un comercio ilícito que consistía en que a los convictos recién llegados se les vendía mapas que mostraban cómo llegar andando a China. Un grupo de sesenta escaparon convencidos de que aquella acogedora tierra se encontraba justo al otro lado de un río vagamente lejano.
En 1790, la granja del gobierno se había abandonado y, sin ninguna señal de refuerzos de Inglaterra, eran totalmente dependientes de sus menguantes provisiones. No sólo carecían de comida, sino que con los años apenas era comestible: el arroz estaba tan lleno de gusanos que «todos los granos […] se movían», como escribió con escrúpulos Watkin Tench. En el punto culminante de su crisis se despertaron una mañana y descubrieron que media docena de las vacas que quedaban habían desaparecido, y no volvieron a verlas. Aquellos colonos estaban en serio peligro.
En ocasiones la inutilidad de esos hombres despierta incluso ternura. Cuando los aborígenes mataron a un convicto llamado McEntier, el gobernador Phillip, preso de una furia poco habitual (poco después de que le clavaran la lanza), mandó a un grupo de marineros a una expedición de castigo con orden de volver con seis cabezas: no importaba cuáles. Los marineros deambularon por la maleza unos días, pero sólo lograron capturar a un aborigen, y lo soltaron cuando se dieron cuenta de que era un amigo. Al final no capturaron a nadie y el asunto al parecer se olvidó.
Agotado por la tensión, a Phillip lo mandaron a casa después de cuatro años, y se retiró a Bath. Además de fundar Sydney, consiguió una notable gesta: en 1814, murió al caer de una silla de ruedas desde una ventana.
En el paraíso edulcorado que es el Sydney moderno es imposible imaginar cómo era la vida en aquellos primeros años. En parte por la razón evidente de que las cosas han cambiado un poco. Donde hace 200 años había cabañas y tiendas andrajosas, hoy se levanta una ciudad grande y acogedora, en una transformación tan total que es imposible visualizar los dos extremos a la vez. Pero, así mismo, influye que los primeros pasos en Australia no sólo estén falseados, incluso ahora, sino también silenciados.
En ningún lugar de la ciudad se destaca un monumento a la Primera Flota. Si uno visita el Museo Marítimo Nacional de Sydney, sin duda tendrá la impresión de que algunos de los primeros residentes pasaron privaciones —incluso puede llegar a deducir que su presencia no era del todo voluntaria—, pero que llegaron encadenados es algo que no aparece por ningún lado. En su majestuosa historia de los primeros años del país,
La costa fatídica
, Robert Hugues apunta que hasta la década de 1960 no se dedicó a los convictos australianos ninguna atención académica, y tampoco se ha explicado en la escuela. En
A Secret Country
, John Pilger escribe que en su infancia en Sydney en la década de 1950, ni siquiera en el ámbito familiar se hacía referencia a «La mancha», el curioso eufemismo menstrual con que se conocía los antecedentes convictos. Puedo confirmar que ponerse ante un público de sonrientes australianos y hacer siquiera el más inocente chiste sobre su pasado convicto es sentir que el aire acondicionado se eleva de inmediato.
Personalmente, creo que los australianos deberían estar en extremo orgullosos de que unos comienzos tan poco propicios, en un lugar remoto y problemático, hayan podido crear una sociedad próspera y dinámica. Es algo grande. ¿Qué más da que la abuelita tuviera los dedos un poco largos en su juventud? Fijémonos en lo que dejó luego.
Y estamos otra vez en Circular Quay, en Sydney, donde el gobernador Phillip y su desordenada y salobre banda desembarcaron hace dos siglos. Había vuelto a Australia después de un viaje a casa para cumplir con unos compromisos y me sentía, tengo que admitirlo, bastante contento. El sol era magnífico y la ciudad cobraba vida —se levantaban las persianas y se colocaban sillas ante las cafeterías—, y yo disfrutaba de aquella agradable sensación que se apodera de ti cuando sales de un avión hermético y te encuentras otra vez en las antípodas. Iba a ver Sydney por fin.
La vida no puede ofrecer muchos lugares mejores donde estar a las ocho y media en una mañana estival de un día laborable que Circular Quay, en Sydney. Para empezar, presenta una de las vistas más impresionantes del mundo. A la derecha, dolorosamente brillando bajo el sol, se alza el famoso Opera House, con su techo airoso y lleno de ángulos. A la izquierda, el estupendo y noble Harbour Bridge. En el agua, resplandeciente y atrayente, está Luna Park, un parque de atracciones al estilo de Coney Island, con una cabeza que sonríe como una maníaca a modo de puerta. En el agua centelleante se amontonan los ferrys anticuados y regordetes del puerto, luciéndose ante el mundo como si los hubieran sacado de las páginas de un libro infantil de los años cuarenta con el título de
Thomas, el transbordador
, vomitando ríos de oficinistas bronceados y con trajes ligeros de camino a las torres de vidrio y cemento que se alzan detrás.
Un ambiente de alegre laboriosidad empapa la escena. Se trata de gente que vive en una sociedad segura y equitativa, en un clima que te hace fuerte y guapo, en una de las mejores ciudades del mundo, y que va a trabajar en un barco de cuento de hadas, cruzando una sublime llanura de agua, y cada mañana levanta la vista de sus
Herald
y
Tribune
para observar el famoso Opera House, el estimulante puente y la cara risueña del Luna Park. No me extraña que parezcan tan descaradamente felices.
Es el Opera House lo que más atrae la atención, y es fácil entender por qué. Resulta tan asombrosamente familiar —eso de «vaya, ya estoy en Sydney»—, que no puedes dejar de mirarlo. Clive James equiparó una vez el Opera House con una «máquina de escribir portátil llena de conchas de ostras», lo que quizás es un pelo duro. En todo caso, el Opera House no tiene nada que ver con la estética. Es algo así como un icono.
Que exista ya es un pequeño milagro. Ahora es difícil concebir lo atrasada que estaba Sydney alrededor de 1950, olvidada del mundo y a la sombra de todos, incluso de Melbourne. Hasta 1953, sólo había 800 habitaciones de hotel en la ciudad, insuficientes para una convención mediana, y nada que hacer por la noche; hasta los bares cerraban a las seis de la tarde. La capacidad de la ciudad para la mediocridad no puede ilustrarse mejor que con el hecho de que el Opera House esté ahora, donde buenamente lo permiten el agua y la tierra, en la antigua ubicación de un garaje municipal de tranvías.
Entonces sucedieron dos cosas. Melbourne fue nominada para celebrar los Juegos Olímpicos de verano de 1956 —una llamada a la acción a Sydney donde las haya— y sir Eugene Goossens, director de la Sydney Symphony Orchestra, empezó a moverse para que se construyera una sala de conciertos en una ciudad que no tenía ni un solo espacio decente para la música. Con este incentivo, la ciudad decidió echar abajo la cochera de los tranvías y construir algo glorioso en su lugar. Se convocó un concurso de diseño y se reunió a una serie de respetables ciudadanos para seleccionar al ganador. Incapaces de llegar a un acuerdo, los jueces pidieron opinión a Eero Saarinen, un arquitecto americano de origen finlandés, que echó un vistazo a la oferta y eligió un diseño de los que había rechazado el jurado. Era de Jørn Utzon, un arquitecto danés de treinta y siete años, casi desconocido. Posiblemente con gran alivio del jurado, y hay que reconocerles el mérito, aceptaron la opinión de Saarinen y se mandó un cable a Urtzon con la noticia.
«El plan —según John Gunther— era atrevido, único, muy bien pensado —a pesar de su dificultad— desde su concepción». El problema era el famoso techo. Nada tan atrevidamente inclinado y pesado se había construido hasta entonces y nadie estaba seguro de lo que podía pasar. Visto en perspectiva, las prisas con que se empezó el proyecto fueron probablemente su salvación. Uno de los ingenieros jefes escribió después que si alguien hubiera advertido al principio que aquello era prácticamente imposible, nunca se le habría dado el visto bueno. Sólo para descubrir los principios fundamentales para construir el techo se tardó cinco años —para todo el proyecto se habían previsto no más de seis— y al final la construcción se alargó durante más de una década y media. El coste final ascendió a 102 millones de dólares, catorce veces más que el cálculo original.
Curiosamente, Utzon no ha visto nunca su premiada creación. Lo despidieron en 1966 a raíz de unas elecciones que conllevaron un cambio de gobierno, y ya no volvió. Tampoco ha vuelto a diseñar nada ni remotamente tan famoso. Goossens, el hombre que empezó todo aquello, tampoco llegó a ver realizado su sueño. En 1956, cuando cruzaba la aduana en el aeropuerto de Sydney, le descubrieron encima una gran y variada colección de material pornográfico, y se le invitó a llevarse sus sórdidas costumbres continentales a otra parte. En consecuencia, por una de esas ironías de la vida, no pudo disfrutar de su mejor erección.
El Opera House es un edificio espléndido y no es mi intención quitarle ningún mérito, pero mi corazón pertenece al Harbour Bridge. No es tan festivo, y sí mucho más dominante; se ve desde cualquier rincón de la ciudad, introduciéndose en los ángulos más insospechados, como un pariente que quiere salir en todas las fotos. Desde lejos tiene una cierta contención cortés, majestuoso aunque no impositivo, y de cerca sólo emana poder. Se levanta sobre ti, es tan alto que se podría comparar con un edificio de diez pisos por lo menos, y parece la cosa más pesada de la tierra. Todo lo que contiene —los bloques de piedra de sus cuatro torres, las rejas de hierro forjado, las placas de metal, los seis millones de remaches (con cabezas como mitades de manzana)— es de lo más grande en su especie que uno ha visto. Es un puente construido por gente que ha vivido una revolución industrial, gente con montañas de carbón y hornos donde fundir un barco de guerra. Sólo el arco pesa 30.000 toneladas. Es un gran puente.
De punta a punta, mide 500 m. Lo digo no sólo porque he caminado por ellos, sino porque la cifra tiene una cierta intensidad. En 1923, cuando los ciudadanos decidieron construir un puente sobre el puerto, no pensaban en un puente cualquiera, sino en el espacio arqueado más largo construido hasta entonces. Era una empresa ambiciosa para un país tan joven y tardaron en construirlo más de lo que pensaban, casi diez años. Justo antes de terminarlo, en 1932, el Bayonne Bridge de Nueva York se inauguró sin aspavientos y se descubrió que medía 63 cm más, un 0,121 %
[*]
.
Después de tanto tiempo en un avión, estaba deseoso de estirar mis «bien torneadas» extremidades, así que crucé el puente hasta Kirribilli y entré en los antiguos y acogedores barrios de la baja costa norte. Es una zona estupenda. Paseé hasta la pequeña ensenada de la que mi héroe, el aviador Charles Kingsford Smith (del que daré más datos después), despegó increíblemente en un aeroplano, y llegué a las colinas sombreadas de arriba, donde apacibles urbanizaciones se ocultaban entre jacarandas floridas y aromáticos jazmines (en todos los jardines había telarañas como trampolines, en cuyo centro dormitaban unos inquilinos que cortarían la respiración al más valiente). En cada esquina se podía tener un atisbo del puerto azulado —sobre la pared de un jardín, en la pendiente de una carretera, suspendido entre casas próximas entre sí como una sábana tendida— y aún era más bonito por ser furtivo. Sydney tiene barrios llenos de palacetes que parecen consistir sólo en balcones y cristales, con alguna que otra persiana para impedir el paso del sol o tapar la vista. Pero en la costa norte, más sabia y noblemente, han sacrificado las vistas a gran escala por la sombra fresca de los árboles, y todos los residentes irán al cielo, eso lo garantizo yo.
Caminé varios kilómetros, cruzando Kirribilli, Neutral Bay y Cremorne Point, y más allá, a través de los prósperos barrios de Mosman, hasta llegar por fin a Balmoral, con una playa umbría con vistas al Middle Harbour y un parque espléndido ante la playa bajo la sombra de las sólidas higueras de Moreton Bay, sin duda el árbol más bonito de Australia. Un rótulo en la orilla decía que si te devoraba un tiburón no era porque no te lo hubieran advertido. Parece que los ataques de los tiburones son más probables dentro del puerto que fuera. No sé por qué. También había leído en el divertido libro de Jan Morris,
Sydney
, que el puerto está repleto de letales peces duende. Lo más destacable de todo es que, nunca he vuelto a encontrar otra referencia a estos animalitos rapaces. Lo cual no significa, me apresuro a añadir, que al señor Morris le sobre imaginación; simplemente que no es posible en una sola vida enterarse de todos los peligros que acechan bajo cada zarzal o cada charco de agua en este país tan admirablemente venenoso y devorador.
Estas ideas cobraron una cierta relevancia unas horas después, en el seco calor de la tarde, cuando volvía a la ciudad agotado y empapado de sudor, e impulsivamente me metí en el majestuoso y siniestro Museo Australiano, junto a Hyde Park. No entré porque fuera fabuloso, sino porque estaba a punto de volverme loco por el calor y parecía uno de esos sitios que están mal iluminados y agradablemente refrigerados por dentro. Se daban las dos cosas, y además era fabuloso. Es un lugar inmenso y anticuado —lo digo como un gran cumplido; no se me ocurre nada mejor para un museo— con salas de techos altísimos llenas de animales disecados y enormes vitrinas de insectos cuidadosamente expuestos, pedazos de luminosos minerales o artilugios aborígenes. En un país como Australia, cada sala es un prodigio.