Pero mientras Shute escribía, Australia estaba en pleno proceso de convertirse en un país diferente. En la Segunda Guerra Mundial sufrió una especie de trauma brutal cuando, después de la caída de Birmania y Singapur, Gran Bretaña se marchó del Lejano Oriente, dejando a Australia abandonada y peligrosamente al descubierto. Al mismo tiempo Winston Churchill, un hombre cuya presunción no dejaba de ser atrayente, pidió a los jefes militares de Australia que mandaran soldados a la India: que abandonaran a sus esposas e hijos y lucharan por el bien del imperio. Los australianos decidieron que no. Se quedaron atrás y lucharon en la retaguardia para detener el avance de los japoneses en Nueva Guinea.
Poca gente fuera de Australia se dio cuenta de lo cerca que habían llegado los japoneses. Habían capturado gran parte de las islas Salomón y parte de Nueva Guinea, justo al norte, y parecían dispuestos a la invasión. Los militares australianos, conscientes de que estaban indefensos, diseñaron un plan para retirarse al rincón sureste del país, sacrificando el continente con la esperanza de poder defender las ciudades principales. Podría haber servido como táctica retardatoria. Afortunadamente, el rumbo de la batalla cambió de norte con la victoria naval americana de Midway y la victoria australiana sobre Japón en Milne Bay. Australia estaba indultada.
Australia se salvó pero se quedó con dos cicatrices: se dieron cuenta de que no podían contar con que Gran Bretaña fuera a rescatarlos en momentos de crisis, y con una sensación de vulnerabilidad ante la inestabilidad de los numerosos países del norte. Ambas cuestiones influyeron profundamente en las actitudes de los australianos en los años de posguerra, y todavía influyen. Se apoderó de Australia la convicción de que tenía que poblarse o perecer; que si no se utilizaba aquella tierra vacía y se llenaba el espacio lo haría alguien de fuera. En los años posteriores a la guerra, el país abrió sus puertas de par en par. En el medio siglo posterior a 1945 su población se elevó de siete a 18 millones.
Gran Bretaña no podía aportar todo el personal necesario, de modo que se recibió a gente de toda Europa en los años inmediatos de posguerra, especialmente Grecia e Italia, y el país se hizo mucho más cosmopolita. De repente, Australia estaba llena de gente a quien le gustaba el vino, el buen café, las aceitunas y las berenjenas, y aprendió que los espaguetis no habían de tener un color naranja intenso ni salir de una lata. La forma y el ritmo de vida cambiaron completamente. Se establecieron Consejos de Buena Vecindad por todas partes para ayudar a los inmigrantes a instalarse y que se sintieran bienvenidos, y la Australian Broadcasting Corporation ofrecía cursos de inglés a decenas de miles de personas que asistían con entusiasmo. En 1970, el país podía jactarse de dos millones y medio de «Australianos Nuevos», como los llamaban.
Evidentemente, no era perfecto. En la fiebre de la repoblación se aceptaron algunos inmigrantes con menos reflexión de la deseable. Grupos de apoyo a la infancia como el Salvation Army, Barnardo’s y los Christian Brothers sacaron de los orfanatos británicos al menos a diez mil niños, desde los cuatro años, entre 1947 Y 1967. La iniciativa era genuinamente altruista —se creía que los niños tendrían la oportunidad de una vida mejor en un país cálido, soleado y que necesitaba mano de obra— pero la ejecución careció de sutileza. Se separó a hermanos que nunca volvieron a encontrarse, y había muchos que no tenían ni idea de lo que hacían con ellos. En su libro
Orphans of the Empire
, Alan Gill cuenta que un chiquillo, al ver un cartel que convocaba a un lugar concreto al «grupo de Barnardo’s» se emocionó porque pensaba que lo de «grupo» significaba salir a jugar con los demás. Otro preguntó, mientras el barco avanzaba por el Támesis, si volverían a casa a la hora del té. Todas las historias son tan patéticas como éstas.
También estaba el gran oprobio de la White Australian Policy que permitía que los oficiales de inmigración impidieran la entrada a los indeseables exigiéndoles pasar un examen en cualquier lengua europea que eligieran las autoridades (en una ocasión fue el gaélico escocés) y deportaran sin compasión a los que no fueran blancos. A principios de los años cincuenta, Arthur Calwell, el ministro de Inmigración, intentó repatriar a una viuda de origen indonesio con ocho hijos de un ciudadano australiano. Si los australianos tienen una sola y radiante virtud es la creencia en un «trato justo" —un sentido de lo correcto basado en la justicia común— y el caso levantó un clamor popular. Los tribunales le dijeron a Calwell que no se excediera, y el punto flaco de la política de exclusión empezó a erosionarse. Alrededor de 1970, cuando Australia empezó a reconocer que era, al menos geográficamente, una nación asiática y no europea, la ley del color se abolió y se permitió la entrada a centenares de miles de inmigrantes. Hoy en día Australia es uno de los países más plurales de la Tierra. Un tercio de la población de Sydney ha nacido en otro país; en Melbourne los cuatro apellidos más comunes son Smith, Brown, Jones y Nguyen. Una cuarta parte de la población no tiene antecedentes británicos en la familia. Para millones de personas fue la posibilidad de una nueva vida, y una oportunidad que se aprovechó con creces y con agradecimiento.
En una sola generación, Australia se rehizo a sí misma. De ser un puesto lejano y medio olvidado de Gran Bretaña, provincial, aburrido y dependiente culturalmente, pasó a ser una nación infinitamente más sofisticada, segura de sí misma, interesante y con proyección exterior. Y lo hizo, puedo asegurarlo, sin discordias, disturbios o errores graves, incluso a veces con cierta gracia.
Por casualidad, unas noches antes había visto un documental en televisión sobre la experiencia de la inmigración en los años cincuenta. Una de las personas a las que entrevistaban era un hombre que había llegado de Hungría siendo adolescente después de la revuelta de su país. A su llegada había ido, tal como le habían recomendado, a la comisaría de policía, y había explicado en un inglés inseguro que era un nuevo inmigrante que iba a registrar su nueva dirección. El sargento lo había mirado fijamente un momento después se levantó de su asiento y dio la vuelta a la mesa. El húngaro recordaba que por un momento se desconcertó y pensó que iba a pegarle, pero le ofreció una mano carnosa y le dijo afectuosamente: «Bienvenido a Australia, hijo». El húngaro recordaba el incidente con admiración hasta aquel mismo momento, y cuando terminó tenía lágrimas en los ojos.
Os lo digo sinceramente. Es un país maravilloso.
Carmel pasó la infancia en una granja de Victoria oriental en la costa meridional de la Gran Cordillera Divisoria, en un hermoso paisaje de campos verdes con montañas azules como telón de fondo. Howe, un chico de ciudad cuya idea del
bush
era una desolación monótona llena de bestias asesinas, había ido a visitar la granja de la familia empujado por su sentido del deber conyugal, pero enseguida se enamoró de ella, tanto que él y Carmel habían comprado una parcela de tierra en una loma cercana, habían arrastrado hasta allí una sencilla casita de madera y la habían colocado en una posición elevada, con hermosas vistas de multitud de colinas, bosques y granjas. Howe me había hablado de ella repetidamente con cierto éxtasis y se moría de ganas de que la viera. Al día siguiente, después de cargar provisiones, salimos en su coche para recorrer las tres horas de camino que nos separaban de su idílico hogar rural.
Bush
es una palabra tan vaga en Australia que no estaba seguro de lo que me esperaba, pero fue evidente en cuanto dejamos atrás los suburbios de Melbourne que Victoria oriental era un rincón privilegiado del mundo: más verde que ningún otro lugar de Australia que hubiera visto y con un fondo de montañas con una respetable prestancia. La carretera serpenteaba por un paisaje de prados con una indecisión encantadora y cruzaba una sucesión de pueblecitos muy bonitos. Howe llevaba, con un orgullo singular e inexpugnable, un llamativo sombrero escandalosamente grande que conmovía por lo desfavorecedor, adquirido hace poco. Cuando nos parábamos a poner gasolina o a tomar café, a Carmel y a mí nos daban ganas de aclarar a los desconocidos que lo miraban que había salido del manicomio con un permiso pero que lo devolveríamos allí al acabar el fin de semana. Aparte de eso el viaje transcurrió sin incidentes demasiados bochornosos.
La casa de Alan y Carmel goza de una situación de glorioso retiro en el borde de una abrupta loma. La vista, sobre un valle ordenado y apacible de campos de tabaco y viñedos, era extensa y atractiva como salida de un libro de cuentos. Aquello debía de ser como ver el mundo desde lo alto de una mata de habichuelas.
—No está mal, ¿eh? —dijo Howe.
—Demasiado bien para alguien que lleva un sombrero como el tuyo. ¿Cómo se llama esta zona?
—King Valley. El padre de Carmel tenía una granja allí.
Me señaló una parcela de tierra ondulante encajada contra la colina contigua. Recordaba, de forma casi exacta, los paisajes del artista americano Grant Wood —gráciles colinas, campos ondulantes, árboles exuberantes—, que describían una Iowa idealizada que nunca existió. Existía aquí.
Cuando Howe abrió la casa, Carmel y él empezaron a moverse de aquí para allá con la destreza que da la práctica, abriendo ventanas, poniendo agua a hervir y guardando la comida. Ayudé a trasladar las cosas del coche, vigilando por si había serpientes bajo mis pies, y cuando terminé salí al amplio porche a contemplar la vista. Howe se reunió conmigo al cabo de un momento con dos cervezas frías y me dio una. Nunca lo había visto tan relajado. Al menos se había quitado el sombrero.
Bebió un poco de cerveza y dijo en un tono anecdótico:
—Cuando conocí a Carmel ella solía hablar de comprar algún día un terreno aquí y construir una casa y yo pensaba: «Sí, cariño». Quiero decir que ¿para qué quieres una casa en medio del campo con lo que cuesta, el peligro de incendios y todo lo demás? Pero un día vinimos a visitar a su familia, eché un vistazo y dije: «A ver, ¿dónde tengo que firmar?». Poco después su familia lo vendió todo y se mudó a Ballarat. Nosotros compramos este rincón de la propiedad, que estuvieron encantados de vendernos porque es demasiado elevado para el cultivo, e hicimos traer la casa —señaló con la cabeza a Carmel, que tarareaba en la cocina—. A ella le encanta esto. Y a mí también, la verdad. Pensaba que nunca llegaría a gustarme el campo pero ya ves, es un lugar estupendo para escapar de todo.
—¿Los incendios de la maleza no son un problema?
—Sí que lo son. A veces son colosales. Los eucaliptos arden bien, sabes… Es parte de su estrategia. Por eso superan a las demás plantas. Están llenos de aceite, y cuando se les prende fuego es imposible apagarlo. Se monta un incendio de maleza que corre a 75 km por hora, y con llamas que alcanzan los 45 m. Es una visión sobrecogedora, créeme.
—¿Sucede muy a menudo?
—Pues cada diez años, más o menos, hay uno grande. Hubo uno en 1994 que quemó 600.000 hectáreas y puso en peligro algunos barrios de Sydney. Yo estaba allí entonces; en el horizonte había un manto de humo negro que cubría el cielo. Estuvo días ardiendo. El mayor de todos fue en 1939. La gente todavía habla de él. Fue durante una ola de calor tan fuerte que las cabezas de los maniquíes de los escaparates se derretían. ¿Te lo imaginas? Aquel incendio arrasó casi todo Victoria.
—¿Corréis mucho riesgo aquí?
Se encogió de hombros filosóficamente.
—Está en manos de los dioses. Podría ser la semana que viene, podría ser dentro de diez años o nunca —me miró con una sonrisa extraña—. En este país estás a merced de la naturaleza, amigo. Es la vida. Pero te diré una cosa.
—¿Qué?
—Que aprecias más todo esto al saber que puede desaparecer tras una humareda.
Howe es una persona que no soporta ver a nadie durmiendo cuando hay luz diurna. A la mañana siguiente me despertó temprano con la noticia de que había planeado un día completo. Bastante angustiado, pensé que iríamos a repasar el techo, abrir canales o algo así, pero añadió que íbamos a dedicarle un día a Ned Kelly. Howe estaba muy orgulloso de que Kelly procediera de aquella parte de Victoria y quería enseñarme varios lugares relacionados con su breve y brutal vida. Esta perspectiva ya me gustó más.
Es un dato interesante, que sin duda dice mucho del carácter australiano, que la nación no haya creado ningún héroe perteneciente a las fuerzas del orden como Wyatt Earp o Bat Masterson en Estados Unidos. Los héroes de la tradición australiana son malos del tipo Billy el Niño, y se les denomina
bushrangers
, y el más famoso de ellos fue Ned Kelly.
La historia de Kelly es fácil de contar. Era un asesino despiadado que merecía que lo ahorcaran, que fue lo que hicieron. Procedía de una familia de duros colonos irlandeses que se ganaban la vida robando ganado y atacando a inocentes transeúntes. Como muchos
bushrangers
, se tomó muchas molestias por mostrarse como defensor de los oprimidos, pero no hubo un atisbo de nobleza ni en su carácter ni en sus proezas. Mató a varias personas, a menudo a sangre fría, a veces sin ninguna razón.
En 1880, tras años de huir, corrió la voz de que estaba escondido con su modesta banda (un hermano y dos amigos) en Glenrowan, un pueblecito al pie de la Warby Range al noreste de Victoria. Al enterarse, la policía reunió un pelotón y fue tras él. Como ataque sorpresa, no fue nada del otro mundo. Cuando llegó la policía (en un tren de la tarde) se encontraron con que la noticia de su llegada les había precedido y había unas mil personas en las calles y tejados de las casas esperando ansiosamente que empezara el espectáculo. La policía tomó posiciones y empezó a coser a balas el escondite de Kelly. Los hombres de Kelly devolvieron el fuego y así estuvieron toda la noche. Al alba, en un momento de calma, Kelly salió de la casa, inesperadamente, por no decir grotescamente, vestido con una armadura casera: un pesado casco cilíndrico que debía de ser un cubo invertido, y una placa en el pecho que le cubría el torso y la entrepierna. No llevaba armadura en la parte inferior, y un policía le disparó en la pierna. Agraviado, Kelly se arrastró hacia unos bosques cercanos, cayó y fue capturado. Lo llevaron a Melbourne, lo juzgaron y lo ejecutaron enseguida. Sus últimas palabras fueron: «Así es la vida».