Estaba bastante lleno. En la entrada principal había dos simpáticas señoras sentadas ante una mesa con un montón de bolsas de regalo para los visitantes —bolsas grandes, amarillas y brillantes—, y todos los que pasaban las aceptaban con expresiones de gratitud y profunda emoción.
—¿Una bolsa para visitantes, señor? —me llamó una de las señoras.
—Oh, sí por favor —dije, más entusiasmado de lo que me gusta admitir.
La bolsa para visitantes era una pesada ofrenda, pero tras una inspección descubrí que no contenía más que un montón de folletos —las obras completas, parecía, de la oficina de turismo que había visitado el día anterior—. La bolsa pesaba tanto que las asas se tensaban y rozaba el suelo. La arrastré un rato hasta que decidí abandonarla detrás de una planta. Y ahora viene lo bueno. ¡Ya no había sitio! Allí había por lo menos noventa bolsas. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que casi nadie llevaba la bolsa de plástico. Apoyé la mía contra la pared, junto a la planta, y al incorporarme vi a un hombre que venía hacia mí.
—¿Es ahí dónde van las bolsas? —preguntó, seriamente.
—Sí, aquí es —contesté con la misma seriedad.
Asumiendo mi transitorio cargo de director de asuntos internos lo vi apoyar la bolsa cuidadosamente contra la pared. Después las observamos los dos un momento prudentemente, encantados de haber contribuido a la importante tarea de trasladar centenares de bolsas amarillas del vestíbulo a un punto de reunión de la sala contigua. Mientras estábamos así, llegaron dos más.
—Déjenlas ahí —propusimos los dos, casi al unísono, e indicamos donde estábamos apuntalando la pared.
Después intercambiamos satisfechos saludos con la cabeza y entramos en el museo.
El National Capital Exhibition era excelente. Estas cosas suelen serlo en Australia. No era un edificio muy grande, pero daba una buena información sobre la historia y el desarrollo de Canberra. Lo que me sorprendió fue lo reciente que era todo. Algunas paredes exponían fotografías de Canberra en el pasado, y eran impresionantes en comparación con el presente. Lake Burley Griffin
[*]
, por ejemplo, no se llenó hasta 1946. Antes había sido una ciénaga en el centro de la ciudad. En otra parte, un par de fotografías aéreas contrastadas mostraban Canberra en 1959 (39.000 habitantes) y Canberra ahora (330.000 habitantes). Aparte de algunos edificios en lo que se conoce como Zona Parlamentaria y el relleno del lago, lo más notable era lo poco que había cambiado el aspecto de la ciudad.
Tras tanta información, tenía ganas de verlo todo con mis propios ojos, por lo que salí de allí y emprendí el camino del bosque contiguo hacia el Commonwealth Avenue Bridge y la parte lejana y, según dicen, oficial de la ciudad. Había dejado de llover, pero Lake Burley Griffin exhibe una maravilla de la ingeniería (la maravilla es que se molestaran en hacerla), el Captain Cook Memorial Jet, una especie de surtidor que lanza agua varios centenares de metros hacia arriba de una forma tan poco llamativa que asombra, porque pilla cualquier brisa y la difumina en una rociada fina pero torrencial sobre el puente y todo lo que haya en él. Suspirando, lo crucé y salí al otro lado, donde había una zona de césped extravagante por lo espaciosa, punteada a intervalos distantes por edificios gubernamentales y museos, todos tan remotos como los objetos que se ven por la parte equivocada de un telescopio.
Incluso el National Capital Authority, el órgano que gobierna la ciudad, admite en un folleto promocional que «muchas personas creen que la Zona Parlamentaria tiene un carácter vacío e inacabado, donde las vastas distancias entre las instituciones y otras instalaciones desaniman a los peatones a moverse y realizar actividades». Eso digo yo. Era como caminar por el recinto de una feria mundial enorme que no hubiera acabado de desmontarse nunca del todo.
Fui primero a la Biblioteca Nacional porque quería ver el diario del
Endeavour
, el famoso diario de viaje del capitán Cook. Él, naturalmente, se llevó el diario a su casa después de su épico viaje de descubrimientos, pero se perdió después de su muerte y así continuó casi ciento cincuenta años, hasta que apareció en una subasta de Sotheby’s en Londres, en 1923. El gobierno australiano lo compró inmediatamente por 5.000 libras esterlinas (casi el doble de lo que estaba dispuesto a pagar por el diseño de la ciudad en que se guarda) y ahora se trata con la clase de reverencia que en Estados Unidos reservamos a antiguos tesoros como la Constitución y Nancy Reagan. Desgraciadamente, como descubrí cuando me presenté en el mostrador de recepción, no está expuesto, y sólo se puede ver una vez a la semana con cita previa.
Miré desanimado al hombre.
—Pero si he viajado 13.500 km —balbuceé.
—Lo siento —dijo, como si lo sintiera de verdad.
—He pasado una noche en el Rex —dije, pensando que lo ablandaría, pero no estaba en su mano ayudarme.
Sin embargo, sí que me facilitó un folleto donde se podía ver una foto del diario y me animó a dar una vuelta por las galerías públicas. Resultaron ser espléndidas. Una sala tenía retratos de australianos notables (bueno, al menos para otros australianos) y en otra había una exposición de los dibujos originales del Opera House de Sydney. Entre ellos había no sólo los esbozos ganadores de Utzon, sino los que habían quedado segundo y tercero, ambos radiantes y mediocres. En segundo lugar había quedado un gran cilindro con estampado de arlequín en acero inoxidable. En tercer lugar algo que parecía un gran supermercado. En una vitrina de cristal había una maqueta de madera, obra de Utzon, mostrando que las velas del tejado del Opera House no pretendían equiparar a los veleros del puerto (una afirmación que se hace una y otra vez en libros y artículos, dentro y fuera de Australia), sino que son simples secciones de una esfera.
Después había otras 400 hectáreas de sabana sin civilizar hasta la National Gallery, un museo sorprendente por su enormidad, metido en una especie de fortaleza. Era espacioso y variado y en general muy interesante. Me conmovieron especialmente las pinturas del
outback
de Arthur Streeton, de quien no había oído hablar, y la gran colección de pinturas aborígenes, realizadas sobre corteza enrollada u otra superficie natural y cubiertas de manchas de colores y garabatos. Un hecho que se destaca poco es que los aborígenes tienen la cultura más antigua de la Tierra, y su arte se remonta a las auténticas raíces. Imaginaos que hubiera una gente así en Francia que pudiera llevaros a las cuevas de Lascaux y explicaros con detalle el significado de las pinturas —por qué el bisonte huye del rebaño, qué significan esas tres líneas onduladas— porque para ellos está tan fresco y tiene tanto sentido como si lo hubieran hecho ayer. Pues los aborígenes pueden hacerlo. Es una gesta humana sin igual, poco apreciada, y creo que merece que lo mencione aquí, ¿no os parece?
Tenía la intención de ir al Parlamento, pero al salir de la National Gallery descubrí que la tarde estaba en el ocaso. Tendría que dejarlo para el día siguiente. Empecé a bajar la suave pendiente hacia el lago y el puente. El cielo se estaba aclarando y en las colinas lejanas se veían retazos de luz plateada. Ahora que las nubes habían cesado su asalto a la tierra y se habían retirado a unas alturas más algodonosas, la vista era realmente preciosa. Canberra es una ciudad de monumentos, la mayoría muy grandes y casi todos con su propia avenida de árboles; desde allí los contemplabas de una ojeada. Me recordaba menos a una ciudad —mucho menos— que a, pongamos, un campo de batalla. Producía esa sensación de espacio y respetuoso verdor que encuentras en Gettysburg o Waterloo.
Era imposible creer que 330.000 personas estuvieran incluidas en esa vista y fue esta idea —que me sobresaltó— la que me hizo cambiar mi percepción de Canberra. La había estado ridiculizando por lo que era su mayor logro. Era un lugar que, sin el menor indicio de estrés, se había multiplicado por diez desde finales de los años cincuenta y seguía siendo un parque.
Me imaginé alguna comunidad pequeña y agradable de Estados Unidos como Aspen, Colorado, intentando absorber 30.000 residentes más en cuarenta años y pensé en los kilómetros de infraestructura que habría que montar en cualquier parte y de cualquier manera; los centros comerciales y los aparcamientos, las carreteras elevadas sobre un bosque de rótulos brillantes y vallas publicitarias, las hectáreas de zonas residenciales («¡Adiós a los bosques! ¡Adiós a las granjas!»), los supermercados y tiendas lejanas, la maraña de moteles, estaciones de servicio y restaurantes de comida rápida. En Canberra no hay nada de eso. Se puede considerar un triunfo. Mis sentimientos hacia la ciudad se habían transformado instantáneamente.
Aun así, uno o dos pubs decentes no le irían mal.
Ahora os explicaré por qué nunca entenderéis la política australiana. En 1972, después de 23 años de gobierno del Partido Liberal conservador, Australia eligió un gobierno laborista bajo el liderazgo del elegante y urbano Gough Whitlam. Enseguida, el gobierno de Whitlam emprendió un ambicioso programa de reformas, dio derechos a los aborígenes, hizo volver a los soldados australianos de Vietnam, declaró gratuita la educación universitaria y muchas cosas más. Pero, como sucede a veces, el gobierno perdió gradualmente su mayoría y en 1975 el Parlamento estaba en un punto muerto del que ni Whitlam ni el líder de la oposición, Malcolm Fraser, pensaban moverse.
En este callejón sin salida intervino el gobernador general, sir John Kerr, representante oficial de la reina en Australia. Haciendo uso de un privilegio de reserva no invocado anteriormente, disolvió el gobierno de Whitlam, puso a Fraser al mando y convocó elecciones generales. El ultraje y la indignación que sintieron los australianos ante la arbitraria interferencia es difícil de describir. El país fue presa de un furioso resentimiento. Antes de que tuvieran la menor posibilidad de resolver sus diferencias entre ellos, un representante no elegido de un gobierno del otro lado del planeta había tomado cartas en el asunto. Era un recordatorio humillante de que Australia seguía siendo en el fondo una colonia subordinada constitucionalmente al Reino Unido.
No obstante, como se les exigía, los australianos celebraron unas elecciones generales en las que los votantes expulsaron abrumadoramente —abrumadoramente— a Whitlam y eligieron a Fraser. En otras palabras, el electorado refrendó tranquilamente la acción que tanto había sublevado a la nación hacía sólo un mes.
A esto me refiero cuando digo que nunca entenderéis la política australiana.
Parte del problema, naturalmente, es que es imposible seguir la política australiana desde el extranjero porque nos llegan muy pocas noticias de los asuntos del país. Pero aunque estés allí y te apliques a seguir el tema, te encuentras preso en una densidad de argumentos, una complejidad de puntos delicados, una madeja de relaciones y enemistades que impide la comprensión. Dales un tema a los australianos, y discutirán apasionadamente y con tanto detalle, desde tantos ángulos, con la introducción de tantos asuntos secundarios que le resultará impenetrable a un forastero.
En el momento de mi visita, el tema nacional era si Australia se convertiría en una república, si cortaría sus últimos lazos coloniales con Gran Bretaña y adoptaría medidas para asegurarse de que ningún futuro John Kerr volviera a humillar de aquella forma a la nación. A mí no me parecía cuestionable. Es obvio que cualquier nación querría tener el control de su propio destino. Uno esperaría, como mínimo, que la decisión fuera clara.
Sin embargo, sé con seguridad que los australianos se han hecho un lío dando vueltas a cualquier posible objeción a tal cambio durante dos años. ¿Quién será el nuevo presidente que se ajuste a ese sistema y cómo garantizar que no haga lo que no debe? ¿Qué haremos con nombres como «Royal Australian Air Force» y «Royal Flying Doctor Service» si ya no somos «reales»? ¿Qué palabras pondremos en el nuevo preámbulo de la constitución? ¿Nos referiremos al «compañerismo» australiano como le gustaría a John Howard o reconoceremos que es un concepto vacío y tonto? Ay, Señor, qué complicado. Quizá fuera mejor dejar las cosas como están, y a ver si los británicos son buenos con nosotros.
No pretendo decir que no sean cuestiones importantes, naturalmente. Pero resulta muy agotador seguirlo, y acabas con dos impresiones interrelacionadas: que a los australianos les encanta discutir por discutir y que preferirían dejarlo todo tal como está. Finalmente, claro, votaron en contra de la república, aunque en el momento de mi visita parecía un resultado improbable. Otra razón por la que los forasteros nunca entenderán la política australiana.
Por otro lado, y eso compensa bastante, los australianos tienen los mejores y más entretenidos debates parlamentarios del mundo. Las noticias de televisión de Estados Unidos, e incluso la británica, se animarían enormemente si ofrecieran un informe diario del debate australiano. No haría falta explicar de qué iba el asunto —de todos modos por lo general no hay quien lo entienda—, sino simplemente permitir que el público disfrutara del intercambio de insultos.
En su libro
Among the Barbarians
, el escritor australiano Paul Sheehan informa de un intercambio de insultos en el Parlamento entre un hombre llamado Wilson Tuckey y el entonces primer ministro Paul Keating, del que transcribimos sólo un fragmento:
Tuckey: «Usted es idiota. Es un tonto acabado […]».
Keating: «¡Cállese! Siéntese y cállese, cerdo […] ¿por qué no se calla de una vez, payaso? […] Este hombre tiene una mente criminal […] este payaso nos va interrumpir eternamente».
Fue un intercambio muy suave teniendo en cuenta la versatilidad lingüística del señor Keating. Entre los epítetos que habían salido de su boca en el curso del debate público y que embellecen las páginas de lo que debería ser el equivalente australiano del
Hansard
[*]
, figuran
cabronazos
,
basura criminal
,
depravados
,
gusanos estúpidos y malhablados
,
meaculos
,
gusanos sarnosos
,
gigolós perfumados
,
chanchulleros cobardes
,
cabezas cuadradas
,
timadores inmundos
y
merluzas pasmados
. Y eso para describir a su madre. (Es una broma, ¡claro!) No todas las invectivas parlamentarias son tan groseras, pero todas son igual de buenas.