—Ejem.
Se giró y me miró con una expresión que decía, sin visos de simpatía «¿Qué?».
—¿Podría decirme cómo llegar al All Seasons Frontier Hotel? —pregunté educadamente.
Sin preámbulos, empezó a soltar una serie de indicaciones complicadas. Darwin está lleno de calles con nombres raros —Cavenagh, Yuen, Foelsche, Knuckey— y no era capaz de seguirlo. Sobre el mostrador había un montón de planos y le pedí que me indicara el camino con uno.
—Es demasiado lejos para ir caminando —dijo despreciativamente.
—No voy andando. Tengo coche.
—Entonces dígale al chófer que le lleve.
Hizo una mueca a las chicas y siguió con su historia.
Es imposible explicar cuánto deseé tener una pistola o unas tenazas industriales con que atenazar su cuello rojizo y acercar más su cabeza para que oyera mejor lo que quería decirle. Que fue lo siguiente:
—¿Cree que si contara con chófer le estaría preguntando a usted cómo llegar? Es un coche de alquiler, ser engreído, presuntuoso y creído.
A lo mejor no lo dije por este orden o exactamente así, pero sin duda era ésta la esencia emocional de mi comunicación.
Con una expresión malhumorada y un gran suspiro, cogió un lápiz y rápida y vagamente me dibujó la ruta en el plano, lo arrancó del folleto y me lo pasó como si me estuviera dando un documento al que no tuviera derecho. Diez minutos después paramos ante un hotel que se anunciaba, en grandes letras, como el Darwin City Frontier Hotel. Ya habíamos pasado por allí varias veces, pero lo habíamos ignorado sin vacilar. Crucé la puerta principal a grandes zancadas.
—¿Éste es el All Seasons Frontier Hotel? —ladré desde una respetable distancia.
La chica del mostrador levantó la mirada y parpadeó.
—Sí —dijo.
—Entonces —me acerqué más— ¿por qué no ponen un rótulo que lo diga?
Me miró con ecuanimidad.
—Hay uno a un lado del edificio.
—No lo hay.
Me dedicó una sonrisa fina, metálica y supremamente condescendiente.
—Sí lo hay.
—No lo hay.
Dividida entre su obligación con el cliente y su seguridad juvenil dudó, y en una voz más baja, dijo:
—Sí.
Levanté un dedo de una forma que decía: «No te muevas. No te vayas. Voy a comprobarlo y volveré a estrangular a alguien. A ti, desde luego».
Salí y rodeé el hotel como si fuera un inspector de edificios demente, examinando todos los rincones y desde varias distancias, silencié a Allan, que me miraba desconcertado desde el asiento del conductor con un dedo levantado, volví dentro y dije:
—No pone All Seasons por ninguna parte.
Ella me miró y no dijo nada, pero era evidente que pensaba: «Sí».
Estoy encantado de decir que, se llame como se llame, el Darwin City Frontier Hotel era un desastre total. Caro, desangelado y mal situado. El televisor de mi habitación no funcionaba, las almohadas eran losas de cemento y la recepcionista irritante. Aquello no era la Australia que había llegado a respetar y adorar.
Descubrimos, después de mucho buscar a ciegas y una nueva entrevista con nuestra amiga de la recepción, que para llegar al bar del hotel había que bajar hasta el sótano por unas escaleras disimuladas, pasar por un almacén, salir del edificio y chocar con un par de puertas automáticas que no funcionaban. Allan, un hombre que no permite que ningún estorbo se interponga entre él y sus copas nocturnas, las abrió con una vehemencia que me dejó impresionado y por fin entramos. El bar estaba generosamente lleno —no diré que inesperadamente— de tipos duros, fanfarrones, borrachos y con aspecto peligroso, todos con tatuajes, el pelo largo y barbas como un relleno de colchón; no era la clientela que uno espera encontrar en el bar de un hotel para ejecutivos.
—Parece una jodida convención de ZZ top —murmuró Allan, con mucho acierto.
Pedimos un par de cervezas y nos sentamos melindrosamente en un rincón, como dos solteronas en una estación de autobús de una ciudad de provincias, mirando a dos de los tipos más fornidos que jugaban una partida de billar en la que todas las malas tacadas —y no parecía haber otras mejores— iban acompañadas de un estrépito de tacos sobre algún objeto metálico o inflexible: la mesa de billar, el respaldo de una silla, la lámpara que colgaba sobre la mesa. Era mera cuestión de tiempo que carne y huesos fueran víctimas de la bronca. Decidimos trasladarnos al restaurante de la terraza, en el séptimo piso, en busca de un ambiente más sereno y sosegado. El restaurante era una gran sala con enormes ventanales que ofrecían un extenso panorama del crepúsculo sobre Darwin. Entre las cincuenta mesas de la sala no había más de tres o cuatro ocupadas, por eso fue una sorpresa que la camarera nos informara, con una mirada extraviada de pánico, que no había mesas disponibles por el momento.
—Pero si está prácticamente vacío —señalé.
—Lo siento, pero tenemos un ajetreo tremendo.
Como para subrayar la urgencia de la situación, salió disparada.
Nos sentamos en el bar y tomamos un par de cervezas más que conseguimos sacarle a un festivo indonesio que pasaba por allí de vez en cuando y que debía de ser un empleado. Al cabo de treinta minutos y muchas más preguntas nos dieron una mesa en una ventana alejada. Estuvimos allí sentados diez minutos más hasta que llegó una camarera que plantificó frente a cada uno de nosotros una macetita de arcilla donde habían horneado una pequeña barra de pan.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—Es pan —contestó.
—Pero está en una maceta.
Me miró de aquella manera que yo empezaba a identificar como la mirada de Darwin. Era como si dijera: «Sí. ¿Y qué?».
—Bueno, ¿no es un poco fuera de lo común?
Se lo pensó un momento.
—Un poquito, supongo.
—¿Seguiremos, quizás, una tendencia horticultural en la cena?
Su rostro se contorsionó en una mueca de profundo dolor, como si estuviera intentando chuparse la cara hacia la parte de atrás de la cabeza.
—¿Qué?
—Si nos traerá el primer plato en una carretilla —especifiqué para ayudarla—. ¿Nos servirán la ensalada con una horca?
—Oh, no. Sólo es especial el pan.
—Me alegro de saberlo.
Antes de que nuestra relación pudiera pasar a mayores y pedir bebidas o a lo mejor una carta, se fue, anunciando al marcharse que volvería en cuanto pudiera, pero que estaba muy ocupada. Entonces empezó una velada de lo más extraordinario en que, cada vez que queríamos comer algo, pedir una bebida o simplemente oír el sonido de una voz australiana, teníamos que levantarnos, apostarnos a la puerta de la cocina y pillar a alguien que saliera de allí. Los demás comensales hacían lo mismo. En una de estas expediciones coincidí con uno que sostenía una jarra de cerveza vacía y le pregunté si cenaba allí a menudo.
—A mi esposa le gusta la panorámica —explicó, y a través de la sala observamos a una mujercita rechoncha que nos saludó alegremente con la mano.
—Pero el servicio es un poco lento, ¿no cree?
—Un desastre absoluto —afirmó—. Por lo visto tienen algún lío allí dentro.
Por la mañana había un hombre en recepción.
—¿Ha disfrutado de su estancia, señor? —preguntó, amablemente.
—Ha sido abominable —repliqué.
—Oh, excelente —ronroneó satisfecho, arrancándome la tarjeta.
—Diría incluso que el valor principal de una estancia en este establecimiento es conseguir que cualquier otra experiencia relacionada con el servicio parezca, por comparación, edificante.
Puso una expresión enormemente apreciativa como si dijera: «Es todo un elogio», y me presentó la factura para la firma.
—Esperamos volver a verle por aquí.
—Antes me operaría los intestinos en el bosque con una rama.
Su expresión flaqueó pero se recuperó.
—Excelente —dijo de nuevo, pero sin demasiada convicción.
Fuimos a la ciudad a echar un vistazo. Darwin está en el corazón más húmedo del trópico, lo que a mi entender exige ciertos mínimos estilísticos: casas blancas con porches, ventanas con listones, palmeras, ventiladores girando perezosamente en el techo, bebidas frías en vasos altos presentadas por obsequiosos camareros, hombres con trajes blancos y sombreros panamá, damas con vestidos de algodón estampados y jugando al dominó para pasar las tardes bochornosas, Sydney Greenstreet y Peter Lorre paseando con expresión acalorada y gestos furtivos. Todo lo que se aleje de estos sencillos ideales me decepcionará siempre y Darwin no cumplía ni uno solo. Para ser justos, la ciudad ha recibido muchos palos —la bombardearon varias veces los japoneses en la Segunda Guerra Mundial y después la arrasó el ciclón Tracy en 1974—, por lo tanto gran parte de ella es necesariamente nueva. Pese a todo, no había nada que insinuara una afiliación climática particular. Podríamos haber estado en Wollongong, Bendigo o cualquier otra ciudad de provincias moderadamente próspera. La única peculiaridad local era que no parecía vivir allí nadie con un aspecto mínimamente profesional. Casi toda la gente que se veía por la calle llevaba barba y tatuajes y se arrastraban cual vagabundos borrachos, como si una importante misión hubiera hecho salir de la ciudad a todo el mundo. Aquí y allá se veían aborígenes, discretos y furtivos, sentados en silencio alrededor de las plazas soleadas como en una sala de espera. Mientras Allan iba a sacar dinero de un cajero automático me acerqué a tres de ellos, dos hombres y una mujer que miraban al vacío. Les saludé con la cabeza y con un respetuoso «buenos días» al pasar, pero no pude establecer contacto ocular de forma notoria. Fue como si estuvieran en otra parte o yo fuera transparente.
Desayunamos en un pequeño café italiano, del que éramos los únicos clientes, y después fuimos al Museum and Art Gallery del Territorio Norte, porque había leído que se exponía una medusa cofre. Creía que el museo sería pequeño y polvoriento, y que no nos entretendría más que el tiempo de entrar y examinar la medusa, pero era elegante, moderno y bastante bueno. Resultaba grande para ser un museo de provincias y estaba repleto de material interesante y muy bien presentado.
Una zona estaba dedicada al ciclón Tracy, el fenómeno natural más devastador de la historia australiana. Arrasó la ciudad la víspera de Navidad de 1974. Según parece, la gente no creía que fuera a ser tan potente. Unas semanas antes había pasado un ciclón más débil sin infligir demasiados daños, y la primera parte del Tracy había rozado la ciudad sin dejar pista alguna de su ferocidad futura. Casi todo el mundo se metió en la cama como una noche cualquiera. Hasta que cayó la cola del ciclón sobre Darwin, a las 2:30 de la madrugada, la gente no se dio cuenta de lo que se le venía encima. Los vientos soplaban a 260 km por hora y las frágiles casas tropicales de Darwin se desmoronaron y más tarde se desintegraron. La mayor parte de las construcciones eran casas de posguerra de madera conglomerada de un tipo llamado serie D, barata y fácil de construir pero que no podía resistir un huracán. Antes de que terminara la noche, el Tracy había destruido 9.000 casas y había matado a más de sesenta personas.
Junto a la zona de exposición principal había una cámara más pequeña y oscura donde se podía oír una grabación de la tormenta, registrada aquella noche por un sacerdote católico. Un cartel en la puerta advertía que las personas que habían vivido la tormenta podían sentirse afectadas por la grabación, lo que me pareció un poco exagerado hasta que la oí. Efectivamente era un medio sorprendente y eficaz de hacerte entender lo poderosa y terrorífica que puede ser una tormenta. La grabación empezaba con unos sonidos provocados por el viento, fuertes pero claramente preliminares —ramas que caían, puertas que golpeaban— y después aumentaba y aumentaba hasta que se convertía en un rugido continuo, una furia sobrenatural, con el ruido de tejados metálicos arrancados de cuajo y otros materiales pesados volando fatídicamente por el aire nocturno. Experimentarlo a oscuras tal como los que lo habían vivido le daba una autenticidad indescriptible. Sin darme cuenta, me encogía cuando algo chocaba cerca. Cuando terminó, Allan y yo nos miramos impresionados y agotados, y pasamos a la parte visual de la exposición con una nueva perspectiva.
Un televisor colgado de la pared pasaba una y otra vez la grabación original de la Australian Broadcasting Corporation, mostrando cómo se había despertado la ciudad por la mañana: era una devastación total. La película, tomada desde un coche que avanzaba lentamente, mostraba calles y calles donde todas las estructuras habían quedado arrasadas.
El resto del museo estaba dedicado a vitrinas de animales disecados que ilustraban la extraordinaria diversidad biológica del Territorio del Norte. El orgullo del lugar era un enorme cocodrilo disecado,
Sweetheart
, que en vida había sido el más famoso de Australia. A
Sweetheart
—que, a pesar de su nombre afeminado, era un macho— le desagradaban profundamente los motores fuera borda y tenía la costumbre de atacar los botes que perturbaban su paz. Curiosamente para un cocodrilo, nunca hizo daño a nadie, pero se cargó al menos quince botes y sus motores, haciendo bailar inesperadamente a más de un pescador aficionado. En 1979, temiendo que acabara por hacerse daño —era golpeado constantemente por las hélices—, los guardas decidieron trasladarlo a un lugar más seguro. Desgraciadamente la captura se frustró porque se enganchó un cable, y
Sweetheart
se ahogó. Por eso lo disecaron y lo expusieron en el museo de Darwin, donde asusta desde entonces a los visitantes con su considerable peso: mide casi cinco metros y en vida pesaba más de 775 kg.
En otra vitrina se respondía a la pregunta que quizá se habrá hecho todo el mundo alguna vez: es decir, exactamente ¿cómo disecan a los animales? Siempre había pensado que los llenaban de serrín, calcetines viejos o algo así. Ahí aprendí, gracias a un pequeño animal disecado y cortado transversalmente, que están vacíos, aparte de un marco interior de bolas de poliestireno, y remaches de madera. Me conmovió, a la vez que agradecí, que un conservador del museo se hubiera tomado la molestia de ofrecernos esa lección. También había serpientes y reptiles, muchos de ellos terriblemente mortíferos, a los que Allan contempló con especial concentración.
Tal vez la cualidad más admirable del museo —y sospecho que es típico del Territorio del Norte— es que no oculta los peligros del mundo exterior. En general, los museos de Australia insisten mucho en las pocas probabilidades de que te suceda algo. El museo de Darwin pone en evidencia, con hechos y cifras puras y duras, que si te sucede algo en el exterior no te va a hacer ninguna gracia. Cosa que quedaba muy clara en la sección de animales acuáticos, donde finalmente encontramos lo que habíamos ido a ver: un gran cilindro de vidrio con una medusa cofre conservada, el animal más letal de la Tierra.