Parece imposible que algo tan ostentoso, patente y notorio como Australia haya podido evitar la atención del mundo casi hasta la era moderna, pero así ha sido. Ni más ni menos. Hasta hace menos de veinte años la historia de la fundación de Sydney era prácticamente desconocida.
Los exploradores se pasaron casi trescientos años buscando un supuesto continente meridional,
Terra Australis Incognita
, una masa espaciosa que contrarrestara al menos en algo la tierra que cubre la parte norte del globo. En cualquier caso pasaron una de estas dos cosas: o lo encontraron y no se enteraron, o pasaron de largo.
En 1606, un marinero español llamado Luis Váez de Torres salió a navegar por el Pacífico desde América del Sur y llegó al estrecho canal (ahora denominado Estrecho de Torres) que separa Australia de Nueva Guinea sin tener la menor idea de que había hecho el equivalente náutico de enhebrar una aguja. Treinta y seis años más tarde mandaron al holandés Abel Tasman a buscar la legendaria Tierra del Sur y logró navegar 2.000 millas junto a la parte sur de Australia sin detectar que había tierra poco más allá del horizonte a mano izquierda. Finalmente fue a parar a Tasmania (a la que denominó Tierra de Van Diemen en alusión a su superior de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales) y siguió hasta descubrir Nueva Zelanda y Fiji, pero no fue un viaje muy logrado. En Nueva Zelanda los capturaron los maorís, que devoraron a algunos de sus hombres —no es algo que haga buena impresión en un informe— y no consiguió encontrar nada que se pudiera considerar valioso. Al volver a casa avistó la costa norte de Australia pero, descorazonado, no le dio importancia y siguió su camino.
Esto no quiere decir que Australia no haya sentido nunca la huella europea. Desde principios del siglo
XVII
los marineros se detuvieron en sus costas norte y occidental, a menudo después de embarrancar. Estos primeros visitantes dejaron algunos nombres en los mapas —Cape Leewin, Archipiélago Dampier, Islas Abrolhos— pero no vieron ningún motivo para entretenerse en un lugar tan árido y siguieron adelante. Sabían que había algo —seguramente una isla del tamaño de Nueva Guinea, o quizás un grupo de islas pequeñas como las Indias Orientales— y a esa amorfa entidad la llamaron Nueva Holanda, pero no la identificaron con el tan buscado continente meridional.
Debido al azaroso y casual carácter de estas visitas, nadie sabe cuándo cayó Australia por primera vez bajo el ojo europeo. La primera visita registrada fue en 1606, cuando un grupo de marineros holandeses al mando de Willem Jansz, o Janszoon, desembarcaron un instante en la costa del lejano norte (y se retiraron a la misma velocidad bajo una lluvia de flechas aborígenes), pero es evidente que otros ya habían estado allí. En 1916 se encontraron un par de cañones portugueses, no posteriores a 1525, en un lugar llamado Carronade Island, en la costa noroeste. Los habrían dejado probablemente los primeros europeos que llegaron tan lejos de casa, pero de esta visita que ha hecho época no se sabe nada. Aún más intrigante es un mapa, dibujado por mano portuguesa y que data más o menos del mismo período, que muestra no sólo una gran masa de tierra donde se encuentra Australia, sino una cierta similitud con los salientes y entrantes de la costa oriental australiana, algo que teóricamente no vio ningún extranjero hasta dos siglos y medio después.
De modo que cuando, en abril de 1770, el teniente James Cook y su expedición a bordo del británico
Endeavour
avistaron la punta sureste de Australia, bordearon la costa 2.900 km hacia el norte y llegaron a Cape York, no fue tanto un descubrimiento como una confirmación.
Aunque el viaje de Cook fue sin duda heroico, su primer objetivo era mundano. Lo habían enviado a dar media vuelta al mundo, a Tahití, para medir el tránsito de Venus por delante del Sol. Combinando ésta con otras medidas tomadas al mismo tiempo en otros lugares, permitiría a los astrónomos calcular la distancia de la Tierra al Sol. No se trataba de un procedimiento especialmente complicado pero era importante hacerlo bien. Un intento realizado ocho años antes durante el último paso había fracasado, y el siguiente tardaría 105 años en producirse. Felizmente para la ciencia y para Cook, los cielos se mantuvieron claros y las medidas se tomaron sin contratiempos ni complicaciones.
Entonces Cook se dispuso a seguir con la segunda parte de su misión: explorar las tierras de los Mares del Sur y llevar a casa todo lo que pudiera ser de interés científico. Con este fin, llevaba consigo a Joseph Banks, un joven botánico inteligente y rico. Decir que Banks era un coleccionista empedernido es un descarado eufemismo. En los tres años que duró el trayecto del
Endeavour
había recogido unos treinta mil especímenes, entre ellos al menos mil cuatrocientas plantas nunca vistas, de modo que de una sola vez había aumentado el número de plantas conocidas en todo el mundo en más de un cuarto. Banks regresó con tantas muestras que el Museo de Historia Natural de Londres tiene cajones llenos de objetos que, 220 años después, esperan a ser catalogados. En el mismo viaje también se realizó la primera circunnavegación con éxito de Nueva Zelanda, confirmando que no formaba parte del legendario continente meridional, como había concluido Tasman lleno de optimismo, sino que eran dos islas. Se mire como se mire, había sido un buen viaje y podemos suponer que un halo de satisfacción recorrió el
Endeavour
cuando emprendió el camino de vuelta.
Así que cuando, el 19 de abril de 1770, tres semanas después de salir de Nueva Zelanda, el teniente Zachary Hicks gritó «¡Tierra a la vista!» al ver lo que sería la punta sureste de Australia, el
Endeavour
y su tripulación estaban de buena racha. Cook bautizó el lugar como Point Hicks (ahora se llama Cape Everard) y puso rumbo al norte.
La tierra que encontraron no era sólo mayor de lo que habían supuesto, sino más alentadora. Porque en toda su longitud, la costa oriental era más exuberante, más irrigada y más bien provista de puertos y lugares donde anclar que todo lo que se había informado sobre Nueva Holanda. Presentaba, según Cook, «un aspecto muy prometedor y agradable […] con colinas, cordilleras, llanos y valles, con algo de hierba pero en su mayoría […] estaba cubierta de bosque». Lo cual no coincidía con las estepas áridas e inhóspitas que habían encontrado los demás.
Navegaron a lo largo de la costa durante cuatro meses. Se detuvieron en un lugar que Cook bautizó como Botany Bay, embarrancaron desastrosamente en la Gran Barrera de Arrecifes y, finalmente, después de hacer unas reparaciones de urgencia, dieron la vuelta a la punta más al norte del continente, Cape York. La noche del 21 de agosto, casi por casualidad, Cook bajó a tierra en un lugar que llamó Possession Island, plantó una bandera y reclamó la costa este para Gran Bretaña.
Fue una notable gesta para un hombre que era hijo de un trabajador del interior de Yorkshire, que no había visto el mar hasta los dieciocho años y que había entrado en la Marina hacía sólo trece, a la avanzada edad de veintisiete. Volvería dos veces más al Pacífico en viajes aún más importantes —en el siguiente navegaría 110.000 km— hasta que fue asesinado (y probablemente devorado) por nativos en la costa de Hawai en 1779. Cook fue un gran navegante y un observador perspicaz, pero cometió un error esencial en su primer viaje: creyó que la estación húmeda de Australia era la seca, y concluyó que el país era más hospitalario de lo que es.
El alcance de este error se puso de manifiesto cuando Gran Bretaña perdió sus colonias americanas y, como necesitaba un nuevo lugar donde mandar a los indeseables, puso la mirada en Australia. Curiosamente, la decisión se tomó sin ningún intento previo de exploración. Cuando el capitán Arthur Phillip, al mando de un escuadrón de once naves —conocidas respetuosamente desde entonces como la Primera Flota—, se embarcó en Portsmouth en mayo de 1787, él y alrededor de mil quinientas personas a su cargo se dirigieron a fundar una colonia en un lugar absurdamente remoto, casi desconocido, que sólo se había visitado una vez hacía diecisiete años, por un breve espacio de tiempo, y que no había visto un europeo desde entonces.
Hasta la fecha no se había trasladado a tanta gente a tanta distancia y a un coste tan elevado; total, para encarcelarlos. Según el criterio moderno (o sea, cierto criterio), sus penas eran ridículamente desproporcionadas. La mayoría eran sólo ladronzuelos. Gran Bretaña no pretendía deshacerse de un cuerpo de peligrosos criminales sino mermar la fuerza de una clase social baja. El grueso se mandaba a los confines de la Tierra por robar cualquier nimiedad. Un pobre y desgraciado individuo cumplía condena por robar doce pepinos. Otro se había agenciado tontamente un libro llamado
Resumen del próspero estado de la Isla de Tobago
. La mayor parte de los delitos eran producto de la desesperación o por no haber podido resistir la tentación.
Por lo general, el período de deportación era de siete años, mas como no se había previsto el regreso y pocos podían pensar en pagarse el pasaje, la deportación en Australia era en definitiva una cadena perpetua. Aquélla era una época despiadada. A finales del siglo
XVIII
los códigos de leyes británicos estaban repletos de delitos capitales; te podían ahorcar por 200 delitos, incluido uno muy curioso que consistía en «hacerse pasar por egipcio». En tales circunstancias, la deportación podía considerarse una alternativa misericordiosa.
El viaje desde Portsmouth duraba 252 días —ocho meses— y cubría 15.000 millas de mar abierto (más de lo que parece estrictamente necesario, pero cruzaban el Atlántico en ambas direcciones aprovechando los vientos favorables). Cuando llegaron a Botany Bay se encontraron con que no era el plácido refugio que esperaban. Su expuesta posición hacía peligroso el anclaje, y una expedición a tierra no encontró más que mosquitos y pantanos. «De los prados naturales que el señor Cook menciona cerca de Botany Bay, no hemos encontrado nada», escribió un perplejo miembro del grupo. La descripción de Cook había hecho que pareciera un estado del interior de Inglaterra, donde se puede jugar a croquet y disfrutar de una merienda en el césped. Era evidente que lo había visto en otra estación.
Mientras reflexionaban sobre su desafortunada situación, sucedió una de esas coincidencias en que abunda la historia de Australia. Aparecieron dos naves en el horizonte oriental y se unieron a ellos en la bahía. Iban al mando de un campechano francés, el conde Jean-François de La Pérouse, que dirigía un viaje de exploración de dos años alrededor del Pacífico. De haber llegado La Pérouse un poco antes, habría reclamado Australia para Francia y le habría ahorrado al país 200 años de cocina inglesa. En lugar de eso, aceptó su desgraciado retraso con la elegancia característica de la época. El semblante de La Pérouse cuando le explicaron que Phillip y su tripulación habían navegado 1.500 millas para encerrar a una gente que había robado encajes, pepinos y un libro sobre Tobago, debió de ser uno de los más curiosos de la historia, pero, ¡ay!, no ha quedado registrado. Sea como fuere, después de un plácido descanso en Botany Bay, partió y no se le volvió a ver más. Poco después, sus dos naves y todos los que iban a bordo se perdieron en una tormenta cerca de las Nueva Hébridas.
Mientras tanto, Phillip, buscando un lugar más agradable, navegó costa arriba hacia otro entrante, que Cook había registrado pero no explorado, y se adentró en los salientes de piedra arenisca que forman su bocana. Allí descubrió uno de los mayores puertos naturales del mundo. En el punto donde se encuentra Circular Quay fondeó sus naves y fundó una ciudad. Era el 26 de enero de 1788. La fecha se recordaría siempre como Día de Australia.
Entre los muchos e interesantes misterios de Australia en sus primeros años está la procedencia de muchos de sus nombres. Fue Cook quien denominó la costa oriental Nueva Gales del Sur, y nadie sabe por qué. ¿Quería dar a entender que aquello se convertiría en una nueva Gales en el Sur o simplemente en una nueva versión de Gales del Sur? Si era esto último, ¿por qué sólo Gales del Sur y no toda? Nadie lo sabe. Lo que es seguro es que no tenía ninguna relación, que se sepa, con tan verde principado, del sur ni de ningún otro lugar.
Igualmente «Sydney» es un apelativo curioso. Phillip pretendía que el nombre se aplicara sólo a la ensenada. Quería que la ciudad se llamara Albión, pero el nombre no arraigó. Sabemos por quién se denominó Sydney: Thomas Townshend, primer barón de Sydney, que era el secretario colonial y nacional y por consiguiente el superior inmediato de Phillip. Lo que ignoramos es por qué Townshend, cuando lo nombraron barón, eligió el título de Sydney. La razón murió con él, y el título no duró mucho; se extinguió en 1890. El puerto se denominó Port Jackson (oficialmente todavía se llama así) por un juez del almirantazgo, un tal George Jackson, que más tarde abandonaría su apellido de nacimiento para asegurarse la herencia de un pariente excéntrico, y terminó su vida como Duckett.
De las aproximadamente mil personas que desembarcaron, unos setecientos eran prisioneros, y el resto, marineros y oficiales, familiares de los oficiales, y el gobernador y su séquito. El número exacto de cada grupo se desconoce
[*]
, pero no tiene mucha importancia. Entonces ya eran todos prisioneros.
Por decirlo de alguna manera, formaban un grupito curioso. Para rematar había un chico de nueve años y una anciana de ochenta y dos; no era precisamente la clase de personas que uno invitaría a una penosa experiencia. Aunque en Londres se había apuntado que en una situación tan remota serían necesarias ciertas habilidades, nadie había tomado medidas al respecto. El grupo no incluía a ningún experto en ciencias naturales, ningún buen agricultor, nadie que tuviera la más mínima idea del cultivo en un clima hostil. Los prisioneros eran en el aspecto práctico unos inútiles. De los 700 sólo había un pescador con experiencia y no más de cinco con cierto conocimiento de la construcción. Phillip era sin duda un hombre agradable y con un carácter bueno y honesto, pero su situación era lamentable. Enfrentado a una tierra llena de plantas que no había visto nunca y de las que no sabía nada, escribió con desesperación: «No tengo ni un botánico, ni siquiera un jardinero inteligente».
Echándole agallas, lo hicieron lo mejor que pudieron: no podían elegir. Se mandaron grupos a explorar y a ver lo que podían encontrar (básicamente nada); se construyó una granja gubernamental con vistas a la bahía donde ahora se encuentra el Jardín Botánico, y se intentaron establecer relaciones cordiales con los nativos. Los «indios», como se les llamaba al principio, eran desconcertantemente imprevisibles. Por lo general eran cordiales, pero aun así atacaban sin más ni más a los colonos cuando salían del campamento a pescar o explorar. En el primer año, murieron diecisiete colonos de esta manera y muchos más resultaron heridos, incluido el propio gobernador Phillip, que se acercó a un aborigen en Manly Cove con la intención de conversar con él y, para gran consternación suya, le clavó una lanza en el hombro que le salió por la espalda. (Se recuperó.)