Al final, se dirigió a Elisa, y no a su madre.
—Te ayudaré en todo lo que pueda —le prometió Poldi a su amiga.
La vergüenza por la compasión que él sentía y por su disposición a ayudarla (dos cosas que ella no se merecía) hizo que se le subieran los colores a la cara. Era el primer sentimiento fuerte que rompía su rigidez.
Elisa no dijo ni una palabra, solo asintió y se preguntó para sus adentros cómo iba a lograr en el futuro mantener la fachada y ocultarles a los otros lo que de verdad la atormentaba aparte del luto por Lukas. Le parecía imposible que los demás no lo hubiesen notado: esas miradas vacilantes y llenas de culpa que le dirigió a Cornelius durante el sepelio. Cuando se acercó a saludarla, ella quiso que se la tragara la tierra.
Elisa no había podido impedir que fuera Cornelius, precisamente, el que pronunciara la oración fúnebre; era lo que todos esperaban; pero, en cualquier caso, eso la enfureció por dentro porque le había parecido arrogante, incluso ofensivo para con Lukas.
«¡Cómo puede atreverse! —le pasó por la cabeza cuando vio cómo Cornelius intentaba consolar a Christine poniéndole una mano en el hombro, y cómo su suegra se lo permitía—. ¡Cómo se atreve!»
Pero había una idea que la exasperaba especialmente: ¿cómo podía atreverse ella misma a fingir ser una viuda desconsolada cuando, en el mismo momento en que Lukas estaba cayendo de aquel tejado y, para colmo, solo unas pocas semanas después de que su amado hijo muriera, ella había encontrado el máximo placer en brazos de otro hombre?
¡Qué insensible, qué desalmada y qué sucia tenía que ser para hacer algo así!
Cuando, finalmente, los asistentes a la ceremonia fúnebre se dispersaron, ella se sintió sumamente aliviada. Solo Annelie permaneció a su lado y le preguntó, desamparada, si no quería comer algo, pues no había probado bocado en todo el día.
—¡Quiero estar a solas! —le había dicho ella brevemente, y se apresuró a subir a la habitación donde habían muerto primero Ricardo y más tarde Lukas. Sí, ahora estaba sola; Resa se había llevado a los niños mayores para que no molestaran a su madre durante el luto; sin embargo, la soledad que había anhelado hasta ese instante era tan insoportable como la compañía de otras personas. Los pensamientos revoloteaban sobre ella y la picoteaban como hambrientas aves de rapiña.
«Lo he engañado… Lo he engañado… Lukas siempre fue un marido bueno y fiel, y yo lo he engañado…»
Y lo peor era que en medio de esos sentimientos de culpa no aparecía ante ella la imagen de su marido, Lukas, sino la de Cornelius, al que veía abrazándola, acariciándola y besándola, y que, además, ese recuerdo surgido en medio de semejantes tormentos traía consigo esa ansia, ese deseo de calidez, esa idea de que, de algún modo, todo podría salir bien. ¡Pero no, nada podía salir bien! ¡Ella no se lo merecía!
Elisa se estremeció cuando llamaron a la puerta. Unas palabras hoscas asomaron a sus labios, pues creía que Annelie había subido a verla. Pero todas sus quejas se acallaron cuando vio quién había venido a visitarla.
Era Cornelius. Este cerró la puerta y se detuvo en medio de la habitación; ella se sintió demasiado débil y exhausta como para prohibírselo.
—Tenemos que hablar —le dijo él en voz baja.
Ella se hundió en la cama, la misma cama en la que su hijo y su marido habían muerto, y entonces no supo qué era más irrespetuoso: que ella estuviera allí tumbada, que Cornelius estuviera en la habitación o que estuvieran ambos.
—¿Por qué has venido? —le preguntó ella con voz ronca.
Incluso a ella misma le sonaba extraña su propia voz.
—Te lo he dicho, tenemos que…
—Dime, ¿por qué has venido hasta aquí? —lo interrumpió ella con acritud—. ¿Por qué no te quedaste en Valdivia o regresaste con tu tío a Alemania?
—Porque quería estar contigo —dijo él sin más.
—¿Y por qué tan tarde? —En ese momento, Elisa se dio cuenta de que había gritado al formular esa pregunta—. ¿Por qué tan tarde…, tan tarde? ¿Y por qué no te marchaste de inmediato? ¿Por qué has aumentado tanto nuestros tormentos?
—Elisa… —dijo él acercándose.
En ese momento, Elisa se dio cuenta de que él no había estado nunca en aquella habitación. ¿Por qué tendría que estar? A él no se le había perdido nada allí. Ella había vivido en aquella habitación con su familia. En ella se había prohibido sentir esas ansias de él; también —o sobre todo— cuando estaba en brazos de Lukas.
Con un gesto instintivo, Elisa se apartó cuando él acercó la mano. No sabía si pretendía acariciarla o apartarle los mechones de pelo de la cara descompuesta, solo sabía que no habría podido soportar sentir su contacto y admitir al mismo tiempo que lo amaba. Y ahora lo amaba más que antes, de un modo más íntimo, más desesperado.
—¡No me toques! —le gritó, y de repente supo cómo podía dominar la culpa, la vergüenza y la tristeza, el anhelo de sentir su calor y la lujuria que se apoderaba de ella cuando recordaba aquel día en que habían estado sobre la paja del granero. Supo entonces cómo destruir aquel amor, cómo podía hacer que él la despreciara o la evitara.
Con palabras, con muchas palabras: palabras duras, malvadas, frías, desapasionadas, hirientes. Todas y cada una de esas palabras eran mentira, eran injustas y todas y cada una le daban la sensación de que podía respirar de nuevo libremente, de que sus entumecidos miembros recobraban las fuerzas.
—¡Mi padre, que Dios lo tenga en su gloria, tenía mucha razón! ¡Oh, sí, cuánta razón tenía! Estábamos todavía en el barco cuando me previno contra ti. Dijo que no eras campesino ni artesano, que ni siquiera eras especialmente fuerte. Y, en este país, lo que se necesitaba era esa clase de hombres, no uno que prefiere leer libros y correr tras su tío como un perrito faldero. Tú me dejaste ir, sencillamente me dejaste ir; lo hiciste aquella vez, en la costa, porque tu tío era más importante para ti que yo, ese tío que más tarde te engañó descaradamente y te tomó el pelo. ¿Acaso te avergonzaste alguna vez por tu ceguera, tu estupidez, tu sumisión? Y luego, cuando llegaste al lago… Entonces fuiste demasiado cobarde y débil como para ver que no debías quedarte cerca de mí. Esperaste, ¿no es cierto? Te limitaste a esperar a que yo me rindiera. Y de hecho, no tuviste que esperar demasiado. Te aprovechaste desvergonzadamente de que ese mapuche estuviera a punto de violarme. ¡Qué triunfo tuvo que haber sido para ti que después de eso yo cayera en tus brazos por voluntad propia! Y luego, cuando Ricardo murió, ¡qué fácil fue para ti desempeñar el papel del hombre que brinda consuelo!
Elisa se enredó con todas esas palabras, que ella misma contradecía en silencio. «Fui yo la primera que lo besó —pensó—, yo lo quería, yo lo amaba, y todavía lo amo y, de todo, eso es lo que más duele.»
Pero eso no podía decirlo. Eso no.
—Ahora, por lo menos, no te comportes como un cobarde, sino como un hombre, Cornelius. ¡No te arrastres tras de mí! ¡Lárgate! ¡Vete de una vez! ¡Desaparece de mi vida! ¡Y no me recuerdes nunca lo que hemos hecho! ¡Nunca, nunca!
Solo entonces se dio cuenta de que se había levantado de un salto y de que lo estaba golpeando sin piedad. Cornelius había retrocedido sin que se notase. La mirada que le lanzó parecía apagada, pero lo peor era que no decía nada.
—¡Vete! —gritó ella de nuevo—. ¡Vete y no vuelvas nunca!
—Yo jamás quise… hacerte daño, Elisa, jamás. Tienes que creerme.
Cornelius hablaba en voz tan baja que ella no supo si había entendido bien. Pero, en eso, él se dio la vuelta y cumplió con lo que ella le había ordenado.
«¡No! —quiso gritarle Elisa cuando lo oyó bajando por las estrechas escaleras de madera—. ¡No! ¡Lo siento! ¡No quise decir eso! ¡Te amo!»
Pero tenía la garganta reseca; no pudo decir una palabra más. Entonces se dejaron de oír los pasos de él.
Sin fuerzas, Elisa se desplomó. Evitó la cama y se dejó caer en el suelo, sin más, y allí estaba todavía cuando, ya entrada la noche, Annelie subió a verla y a llevarle algo de comer.
La niebla se había espesado y Cornelius dio las gracias por ello. Cuando se alejó de la casa de los Von Graberg, estaba seguro de que no soportaría el sol, por muy débilmente que asomara. Fue avanzando paso a paso; no le importaba el rumbo; tampoco le importó resbalar en varias ocasiones y estar a punto de caer en el fango.
Muy dentro de él latía una voz severa que le decía que no debía marcharse, que no debía caer —ni en el suelo enfangado ni en la autocompasión—. Pero aquella voz no conseguía espantar los demonios de su juventud, que lo acechaban desde la penumbra; no podía controlar la melancolía que, como la niebla, se tragaba todos los colores y teñía el mundo de un gris apático.
«Solo les causo penas a los demás, solo les traigo desgracias. A mi madre, a Matthias, al tío Zacharias… y ahora también a Elisa…»
Sabía que no era cierto, que era un error vincular los destinos de todas aquellas personas. Con su madre había discutido antes de su muerte, pero él no tenía culpa ninguna de la trágica muerte de Matthias. Puede que con Elisa hubiera sido injusto, pero Zacharias lo había traicionado a él, y no al revés.
No obstante, se sentía como una sombra funesta que se cernía sobre la alegría de vivir de los demás y los asfixiaba.
«Haga lo que haga, nunca es lo correcto; o resulta demasiado poco, o llego demasiado tarde…»
Cornelius resbaló otra vez y, más por instinto que por voluntad, consiguió agarrarse a una rama. La espinosa corteza se le clavó en la palma de la mano.
No podía caer, intentaba decirse una y otra vez. No debía quedar tumbado en el suelo. Por lo menos, le debía eso a Elisa; a la misma Elisa que le había gritado que se marchara, que le había pedido que no se comportara como un cobarde, sino como un hombre.
Sí, ella tenía razón. Si él no podía hacerla feliz, por lo menos tenía que conseguir marcharse sin esfuerzo. ¿Acaso no había huido ya una vez de su madre? ¿No lo había acusado Matthias de ser un cobarde que huía de la vida?
Sus pasos se hicieron más firmes. Sí, el talento que poseía era lamentable, infame; pero podía marcharse, marcharse… Alejarse cada vez más, alejarse de Elisa, de los demás pobladores, de su propia casa, y adentrarse en una tierra de nadie húmeda, fría y gris. Y si seguía andando lo suficiente, tal vez podría huir también de su melancolía, de su culpa —esa culpa que lo atormentaba—, del pasado. Sin embargo, de repente, Cornelius detuvo su marcha. De entre la niebla, surgió una sombra, una sombra delgada, blanca, silenciosa.
No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba aquella sombra acechando allí. Tenía el cuerpo tan tieso a causa del frío que ya ni siquiera temblaba.
—¡Santo cielo, Greta! ¿Qué haces tú aquí?
Solo entonces recordó que la joven no había estado en el entierro de Ricardo ni en el de Lukas; que, en las últimas semanas, apenas la había visto.
—Greta, ¿qué te ocurre?
Tenía los ojos desorbitados a causa del miedo. Normalmente, siempre que lo veía a él, sonreía y sus ojos brillaban. Sin embargo, ahora lo miraba como a un extraño.
—¡Greta! —dijo él gritando otra vez su nombre—. ¡Estás temblando como una hoja!
Sobre su cuerpo menudo, Greta llevaba únicamente un vestido de tela fina que se le había quedado muy pequeño hacía tiempo. Le llegaba apenas a las rodillas y no le cubría los codos.
Él le acarició los hombros con cuidado; al principio, ella se sobresaltó, pero luego lo reconoció y recuperó la voz.
—Ha pasado algo terrible… Con Viktor…
Ella se interrumpió y le cogió la mano; su tacto era a la vez frío y tierno. Cornelius recordó la ocasión en que ella le había cogido la mano en el barco, mientras Jule atendía a su hermano Viktor, que estaba sangrando. Aquello había ocurrido tanto tiempo atrás que a él le parecía que había tenido lugar en otra vida; solo Greta seguía siendo la misma. En vano, Cornelius buscó en ella los rasgos de una mujer; todavía le parecía una niña, tímida y necesitada de protección.
Muy despacio, ella fue guiándolo y él la siguió obedientemente. La niebla se iba haciendo cada vez más espesa, desdibujaba la idea de que se hallaban en un territorio poblado donde la gente vivía y respiraba, lloraba y reía. La hierba les llegaba por las rodillas y una llovizna húmeda caía desde los árboles. Finalmente, llegaron a la selva.
Tras un par de pasos, Greta se detuvo de manera abrupta y señaló hacia arriba.
—¿Qué voy a hacer ahora?
En un primer momento, Cornelius no pudo ver lo que la joven señalaba. Pero finalmente, entre aquel blanco lechoso, aparecieron unos contornos oscuros: de la rama de un árbol pendía una cuerda tensa y de ella colgaba un ser humano.
Un grito salió de la garganta de Cornelius.
—¡Oh, Dios mío!
Greta le había soltado la mano. Mientras él se persignaba, ella cruzó los brazos sobre el pecho, como si de esa manera pudiera protegerse de aquella horrorosa visión.
—No pude detenerlo… ¿Qué voy a hacer ahora?
Greta estaba tan rígida como antes, cuando había aparecido repentinamente ante él. Cuando Cornelius la abrazó, él mismo temblaba más que ella. Greta tenía la mirada embotada y no lloraba.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Cornelius nuevamente, mientras intentaba, en vano, darle calor a la joven.
Es probable que Viktor Mielhahn no llevara mucho tiempo colgado de aquel árbol. Sus pies se mecían con el viento que se había levantado y que disipaba la niebla poco a poco; la lividez de su cara era la de un enfermo, pero no tenía las manchas típicas de los muertos. La lengua asomaba entre los labios morados.
—Yo estaba presente —balbuceó Greta—. Se ahorcó delante de mí.
Viktor estaba muerto, pero Cornelius estaba allí para ella.
Viktor estaba muerto, pero Cornelius se ocupaba de ella. Solo de ella, de ella únicamente. No había nadie que los molestara, ni Viktor, que siempre le había prohibido el trato con otras personas, ni los pobladores de la colonia, que cuchicheaban entre ellos
acerca de
los extraños hermanos Mielhahn, en lugar de hablar
con
ellos.
Cornelius llevó a Greta de vuelta a la casa, buscó un paño caliente con el que cubrirla y la envolvió con él. Entonces se agachó ante la cocina para encender el fuego.
Un calor agradable fue apoderándose del cuerpo de Greta antes de que las primeras chispas saltaran.
Viktor estaba muerto, pero Cornelius estaba allí para ella.