La marca roja del golpe que Poldi le había dado desapareció. Greta mostró una sonrisa de triunfo.
—Dime, Resa —continuó, ya más tranquila, sin resoplar y sin rabia en la voz, con una voz amable, la mejor que pudo sacar—. ¿Sabes en realidad lo que tu marido y tu madre hacen a tus espaldas?
Poldi se sobresaltó. Barbara se puso pálida.
—Greta…
—¿Sabes que desde hace años se encuentran en secreto en el bosque…, en un claro muy determinado…?
—¡Greta, cállate! No tienes ni idea…
—¿Y sabes que allí se revuelcan por el suelo como los animales, jadeando, gimiendo, llenos de lujuria?
Por primera vez, las tres hijas se callaron. Las risitas y los gritos se les atragantaron.
Greta entonces dejó de hablar a Resa y miró primero a Poldi y después a Barbara.
—Yo os he visto —dijo ella disfrutando el momento—. Y más de una vez. A veces ha sido muy divertido ver cómo os revolcabais. Solo de vez en cuando era aburrido. No es nada agradable ver las muecas que la gente hace provocada por la lujuria.
Poldi cerró los puños, pero no pudo moverse. No podía echar a Greta. No podía pegarle de nuevo. Y sobre todo, no podía mirar a su mujer, a Resa.
—¡Ja! —gritó Greta—. ¡Puede que me consideres una loca, pero tú, Leopold Steiner, eres más corrupto que yo, eres peor que yo! ¡Eres un miserable adúltero! ¡Y has engañado a tu mujer con tu propia suegra! ¡Ja, ja!
Greta rio y lo hizo cada vez con mayor estridencia, con más fuerza, y no podía parar.
Barbara se abalanzó sobre ella, por lo visto, estaba dispuesta a pegarle ella misma. Poldi nunca la había visto tan furiosa. Él mismo sintió que toda la sangre se le bajaba a los pies cuando todo aquel edificio de mentiras tan cuidadosamente construido se vino abajo.
Antes de que Barbara llegara a donde estaba Greta, Resa se interpuso y tiró de su madre.
—¡Déjala en paz! —dijo ella con voz fría.
Poldi todavía no se atrevía a mirar a su mujer. La boca se le había quedado seca.
—Resa —susurró Barbara en su lugar.
—No digas nada, madre. Yo siempre lo sospeché.
La voz no le temblaba. Ningún sollozo acompañó sus palabras. Estas sonaron tan duras y frías que Poldi, involuntariamente, sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Sin decir palabra, Resa soltó a su madre, fue hasta un arcón y lo abrió. Entonces se inclinó sobre él y sacó algunos vestidos y blusas.
Poldi no soportaba ver aquello y mucho menos podía mirar a Barbara, que se había quedado inmóvil como una estatua de sal, con los labios temblorosos y los ojos llenos de lágrimas.
Greta, sin embargo, no paraba de reír.
—¡Tú…! ¡Tú…! —le dijo Poldi—. ¿Por qué tienes siempre que provocar estos desastres?
La risa de Greta se hizo más entrecortada.
—¡Ja! —rio—. ¡Ja!
Entonces, con una sonrisa irónica, se dio la vuelta y se marchó. Y no miró atrás ni una sola vez.
Cuando desapareció, lo que quedó fue un silencio tal que Poldi pensó que podía oír los latidos del corazón de todo el mundo. Sus tres hijas se aferraban unas a otras, confundidas. Y él mismo estaba tan rígido como Barbara. Solo Resa, con una aparente tranquilidad, seguía vaciando el arcón.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó por fin Barbara.
—Estoy empacando mis cosas —respondió Resa brevemente y sin darse la vuelta—. Me marcho.
Entonces Barbara se sacudió la rigidez del cuerpo y dijo:
—No, no lo harás.
De repente parecía muy vieja. Sus ojos habían perdido todo brillo. Sus pasos, normalmente tan ágiles, que hacían que sus caderas se contonearan, resultaban rígidos. En una ocasión, le había dicho a Poldi que no podría vivir sin cantar ni reír. Pero ¿cuándo…?, se preguntó él en ese instante, ¿cuándo habían reído o cantado juntos por última vez? Todo había sucedido de un modo demasiado rápido y agitado; habían tenido que hacerlo todo en secreto y ahora se demostraba que todo el sigilo había sido en vano.
Barbara siempre había parecido más joven, vivaz y alegre que su propia hija, que en los primeros años parecía mirar el mundo con ojos algo estúpidos y, más tarde, con cierta congoja. Sin embargo, ahora, los movimientos de Resa eran más vivaces y decididos, mientras que los pasos que Barbara dio para acercarse a su hija eran los de una anciana.
—No —dijo Barbara nuevamente—. No tienes por qué irte. Si alguien se tiene que ir soy yo. Debí hacerlo mucho tiempo atrás. Me mudaré a casa de Jule.
Cuando por fin llegaron a Valparaíso, Elisa se puso en manos de Cornelius para que la guiara, profundamente agradecida por no tener que orientarse ella sola. Más tarde, cuando pensaba en aquella ciudad, apenas conseguía recordar nada, solo tenía muy vivos en su mente los olores penetrantes del puerto y del mar, y también aquellos caminos cuesta arriba y cuesta abajo. Le pareció que Valparaíso, más que una ciudad, era un laberinto, así de complicado era el entramado de sus calles, callejuelas y barrios.
Cornelius sentía curiosidad por las grandes casas comerciales, algunas de las cuales estaban en manos alemanas, aunque la mayoría eran inglesas, y le habló de los enormes almacenes, donde se guardaban metales, lana de oveja y de alpaca, cereales y cueros. Sin embargo, por consideración a ella renunció a visitar esos lugares y prefirió salir inmediatamente en busca de una fonda donde comer.
Les sirvieron una carne dura, demasiado cocinada, y unas verduras de sabor aguado. Si Elisa no hubiera tenido tanta hambre, no habría podido tragar bocado.
El posadero era muy locuaz y se quedó mucho tiempo junto a su mesa. Cuando descubrió que eran alemanes, afirmó orgulloso que él también tenía sus raíces en aquel país, aunque por desgracia no sabía ni una palabra de aquel idioma. En su lugar, entremezclaba palabras del ruso, del inglés y del italiano, nacionalidades que convivían en Valparaíso, en pequeñas comunidades. Aunque no era fácil entenderse con él, el hombre, con todo, aguzó el oído cuando Cornelius le preguntó por Fritz Steiner.
Parecía conocerlo bien, pero lo llamaba Federico en lugar de Fritz y, sin que el hombre se propusiera ser simpático, el apellido Steiner sonaba bastante cómico en su boca.
Cornelius le preguntó cómo llegar hasta Fritz, y el posadero, mostrando todavía los dientes, les dijo que el señor Steiner era un huésped bastante habitual y que él, con mucho gusto, le enviaría un mensajero, una ayuda que era natural y frecuente entre compatriotas.
Elisa dudaba que Fritz se impusiera voluntariamente aquella dieta horrible y más aún que fueran compatriotas de aquel hombre, pero, con mucho gusto, se quedó sentada en la fonda.
Esperaron muchísimo tiempo. A veces la puerta se abría, pero no era Fritz Steiner quien entraba. Al principio, Elisa se alegró de poder descansar; con el tiempo, sin embargo, fue sintiéndose cada vez más incómoda por llevar aquella ropa polvorienta y sudada.
—¿No es preferible que…? —empezó a preguntar, vacilante.
—Esperemos un poco más —le dijo él.
Elisa alzó la cabeza; Cornelius tenía la mirada fija en ella, con expresión pensativa, preocupada, y también un poco triste.
—Estás pensando en los chicos, ¿no es cierto? —murmuró ella—. ¿Estás pensando si están bien, si llegaron sanos y salvos? Bueno, nosotros ya estamos aquí, y ahora podremos…
—Lo siento —la interrumpió Cornelius—. Lo siento tanto.
—¿Qué?
—Haberte hecho reproches. Haberte echado la culpa por la desaparición de Emilia.
Ella bajó la cabeza y recordó el día en había sido ella la que le había hecho reproches a él, esas amargas acusaciones por la muerte de Lukas, y en la culpa que le había echado encima. Se mordió los labios y empezó a decir algo, pero en ese momento la puerta se abrió de nuevo.
—¡Elisa! ¡Cornelius!
Fritz Steiner estaba casi irreconocible. Llevaba bigote, un elegante frac negro, estaba algo más llenito y de su cara había desaparecido aquella perenne expresión severa y malhumorada. Sin embargo, su mirada parecía más preocupada y, antes de que se abrazaran a modo de bienvenida, Elisa comprendió por qué. Con un grito de alegría, vio que Manuel estaba a su lado, pero no había ni rastro de Emilia.
Emilia escuchaba los ronquidos de la española. Sabía que aquella mujer se dormía siempre después de comer. Se había sentado justo delante de Emilia con una fuente de estofado, de modo que la joven pudo sentir el seductor y potente aroma de las hierbas y de la carne de cordero. Luego, la mujer se lo había comido todo ella sola, mientras que el estómago de Emilia gruñía a causa del hambre.
—Si quisieras podrías conseguir un poco —se burló la española eructando—. Pero no puedes mostrarte tan terca.
Las primeras veces Emilia la había observado iracunda mientras comía y se había puesto a tirar de sus ataduras, pero ya sabía que aquello no tenía sentido. La rabia y la impotencia solo la cegaban. No debía ceder, tenía que observar minuciosamente, con pragmatismo, lo que sucedía a su alrededor. Poco a poco fue descubriendo que la española no solo tenía la obligación de vigilarla y ablandarla para que se plegara, sino que era una apática, que no tenía ambiciones ni prisas, que más bien aprovechaba aquel encargo para ponerse hasta las cejas de comida y dormir bastante.
Roncaba de tal modo que las paredes temblaban y Emilia se sintió aliviada. Así, no tenía que prestar atención a los otros ruidos que le llegaban desde las habitaciones situadas al lado de la suya. A veces se escuchaban cantos y sonidos de guitarra, a veces se oían arrullos y risas, a veces chillidos y llantos.
La española era la única mujer a la que había visto desde que aquellos hombres la habían llevado allí, sin embargo, estaba segura de que estaba rodeada de mujeres jóvenes que compartían su mismo destino: mujeres sin hogar, pobres, que habían caído en las garras de aquellos hombres y que al final habían cedido al hambre y habían hecho todo lo que ellos querían que hicieran.
Emilia no sabía cuánto tiempo más soportaría los tormentos que la angustiaban. Con cada hora que pasaba sentía cómo su cuerpo se debilitaba. Por lo menos su espíritu no había decaído de igual modo. Había elaborado un plan para liberarse y, ahora, cuando miró a la mujer que roncaba, cerró los puños y se dispuso a llevarlo a cabo.
Solo por un motivo le había desatado las manos hasta ahora: cuando tenía que ir al baño.
—Debo ir al retrete —le había dicho antes a la mujer, que estaba sentada delante de ella, mientras chasqueaba la lengua.
—Vaya, ¿por fin vas a ceder? —le preguntó la otra, al acecho.
—No —le explicó Emilia, y repitió—: Tengo que ir al baño.
Era mentira. Llevaba demasiado tiempo sin comer ni beber nada como para tener que orinar. Pero antes de que la mujer la soltara, ella había estado sacando, con sumo esfuerzo, una astilla de la madera de la cama a la que estaba atada. Se había herido los dedos intentando sacarla, se había clavado algunas astillas, pero ahora, en recompensa, tenía una en la mano. Cuando la mujer, más tarde, volvió a atarla, había metido la astilla, sin que ella lo notara, entre las cuerdas y su muñeca. Y ahora la española dormía profundamente, como un tronco. Emilia la observó durante un rato y, cuando estuvo totalmente segura de que nada podría sacarla de su modorra, empujó la astilla y esta salió al momento.
«¡Estupendo!», pensó, triunfante, cuando vio que su plan estaba saliendo bien. Las cuerdas estaban atadas ahora con mucha menos firmeza. Le cayó sangre sobre los dedos y le hizo cosquillas. Empezó a girar las muñecas, durante tanto tiempo que al final logró liberar una mano y luego la otra.
Se frotó brevemente las partes que le dolían; luego, se levantó sin hacer ruido y empezó a desatarse las cuerdas de los pies.
La española dormía con la cabeza tumbada sobre el pecho, y un hilillo de saliva le corría por el mentón.
Después de haberse liberado de las cuerdas, Emilia caminó con prisa hasta la ventana y miró por las rendijas de las persianas. Una luz crepuscular la envolvía. Desde abajo le llegaban voces de hombres, gritos y música.
Lentamente, muy lentamente, abrió las persianas e intentó que el chirrido quedara amortiguado por el ritmo de los ronquidos. A cada instante echaba un vistazo inquieto a sus espaldas, pero al final la ventana quedó completamente abierta y aquella mujer seguía sin moverse. Emilia miró hacia abajo y retrocedió, asustada. La habitación estaba más alta de lo que había imaginado, y ella siempre había tenido miedo a las alturas. Aquella vez que Greta la había encerrado, no se habría atrevido a fugarse si no hubiera sido con la ayuda y la asistencia de Manuel. Pero entonces, delante de la ventana, encontró un saliente estrecho. Podía saltar hasta él, pensó, y luego agacharse con cuidado, agarrarse con firmeza y dejarse caer poco a poco, con cautela. De ese modo, no tendría que saltar desde tan alto.
Emilia tragó saliva; el estómago se le encogió y le provocó dolor; no sentía miedo, sino hambre. Pero eso era precisamente lo que le daba fuerzas y valor. Echó una última ojeada a la mujer dormida y entonces sacó la cabeza por la ventana.
Poco después, sintió cómo la sangre le goteaba por la pantorrilla. Cuando se palpó la herida, esta le ardió tanto que pegó un grito. Sin embargo, enseguida se dio cuenta de que ese dolor no iba a conseguir detenerla. La herida, por suerte, era la única lesión que el salto desde la ventana le había provocado. Tenía todos los huesos sanos y podía levantarse sin esfuerzo.
Se dio la vuelta una vez más y atravesó rápidamente el patio. Había pensado que aquel burdel estaba compuesto por una sola casa, pero ahora se daba cuenta de que estaba formado por varias casitas pequeñas e inclinadas, alineadas unas contra otras. En varias ocasiones, pensó que había llegado a la calle —su salvación—, pero el camino siempre desembocaba en un callejón sin salida. El suelo estaba resbaladizo y, en una ocasión, Emilia chocó contra un duro objeto que alguien había tirado allí descuidadamente. Aquel nuevo dolor hizo que le brotaran las lágrimas, pero consiguió reprimir el grito. Sin embargo, no pudo impedir que el objeto provocara un ruido.
—¡Eh! ¿Adónde crees que vas? —dijo por sorpresa una voz, que no era la de la mujer que dormía, sino la de un hombre.
Emilia echó a correr. Allí detrás… ¿Acaso aquello no era un mortecino rayo de luz, la promesa de unas farolas y de una calle salvadora?
—¡La chica! ¡La chica se fuga!
Emilia apretó el paso y fue acercándose cada vez más a aquella luz. ¿Se atreverían a retenerla en plena calle esas sombras que, de repente, se habían reunido en el patio, detrás de ella, y habían emprendido su persecución en cuestión de pocos segundos?