—Yo solo he querido siempre que te fuera bien —dijo balbuceando—. Yo solo…
—¡Entonces, abrázame, abrázame!
El pegó sus labios a los de ella, con sumo cuidado primero, lentamente, como si jamás se hubiesen besado, como si primero tuvieran que explorar con cautela la boca del otro, como si tuvieran todo el tiempo del mundo.
Y tal vez fuera así. Nadie vendría a buscarlos aquí, nadie los estorbaría. No era necesario abordarse con prisas, con avidez desaforada, buscando el placer rápido. Su fuego podía ir creciendo lentamente, como una débil llama que primero se conforma con caricias de consuelo. Él la besó en la boca, en la nariz, en los ojos; ella le acarició el pelo, la frente, las mejillas, y por un rato eso bastó, bastó para alimentar la idea de que no se había vuelto de piedra, de que no solo era capaz de sentir tristeza y dolor, sino también proximidad, seguridad, dicha.
Entonces él se incorporó y ella también lo hizo. Estaban de pie, el uno ante el otro; durante un rato solo contemplaron sus cuerpos y, después, las manos empezaron a hacer. Se arrancaron la ropa, se desnudaron poco a poco, sin sentir frío, sin sentir vergüenza, sin pensar en nada, sin pensar que, más allá de ese mundo en el que solo existían ellos dos, acechaba otro muy distinto.
—¡Abrázame! —le repitió ella con un murmullo, cuando estuvieron desnudos—. ¡Abrázame fuerte!
Y se abrazaron, piel contra piel, carne contra carne. El vello de él le hacía cosquillas, su sexo se pegó con fuerza al vientre de ella.
Y si el placer fue despertando lentamente, cuando decidió abrirse paso, se volvió indomable. Sí, ella quería retenerlo, poseerlo, entregársele, acogerlo totalmente dentro de ella, diluirse con él. Se pusieron de rodillas, cayeron sobre la paja húmeda. Algunas briznas se le clavaban en la piel, pero ella ni se percató del dolor, solo disfrutaba; disfrutaba de poder entregarse finalmente, sin esas medias tintas a las que había estado sometiendo su vida en los últimos años. Había vivido días felices y plenos, pero siempre había estado en guardia para no revelar demasiado sobre lo que sucedía en su interior; siempre se había sentido un tanto cohibida, no se atrevía a explorar sus propios pensamientos y sentimientos.
Ahora, ante Cornelius, no tenía que cohibirse, no tenía necesidad de reprimir ningún suspiro, ningún gemido, ni la risa ni el llanto; no tenía que mostrarse avara con ningún territorio de su piel. Podía tocarlo por todas partes, indicarles el camino a sus manos y labios anhelantes. Y al final se le abrió, cálida, húmeda, deseosa.
Y cuando por fin él la penetró, creyó que iba a reventar de placer. Sin embargo, en cuanto esto ocurrió, el placer se redobló y un escalofrío recorrió todo su cuerpo en oleadas lentas, o en un extasiado temblor.
Ella le acarició la espalda, le suplicó, casi asfixiada, que siguiera, que siguiera, que no parara hasta que tuviera bastante y mucho más aún: bastante cercanía, bastante amor, bastante deseo… y bastante olvido.
Más tarde, ella se quedó dormida entre sus brazos y, cuando despertó, seguía tumbada sobre Cornelius, muy pegada a su cuerpo. El sudor se había enfriado, los latidos de su corazón eran ahora más lentos y la respiración mucho más tranquila.
—Te quiero tanto —murmuró ella, y se echó a llorar. Lloró por ella, por él, por Ricardo y por todos los demás; lloró ante la idea de que tras este valle de lágrimas hubiera una delgada franja de luz.
Cuando Elisa regresó, ya estaba oscuro. Apenas se veía luz por las rendijas de las contraventanas y, cuando entró en la habitación, toda la leña de la estufa se había convertido en un tenue rescoldo. Cruzó el recinto sin hacer ruido. No quería despertar a Lukas ni a los dos niños, que probablemente llevarían rato durmiendo en sus camas.
Se quitó la mantilla mientras caminaba. No quedaba nada de aquel calor que había encontrado en el abrazo de Cornelius; sentía que su ropa estaba húmeda y sucia.
Ya casi había llegado a la escalera de madera cuando notó un movimiento cerca de la puerta. Se dio la vuelta rápidamente y vio una sombra, pero no pudo identificar quién era.
—Christine… Christine… —dijo Annelie en un balbuceo.
Elisa estaba atónita. ¿Por qué Annelie no pronunciaba su nombre, sino el de su suegra? ¿Y por qué su voz sonaba como si estuviera sollozando?
Entonces vio la segunda sombra: la de Christine Steiner, que estaba completamente ensimismada. Annelie estaba inclinada sobre ella y es probable que llevara mucho tiempo en esa posición, sin apartarse de ella ni siquiera para echar leña en la estufa.
—¿Qué…? ¿Qué ha…? —intentó preguntar Elisa.
Unas briznas de heno cayeron de su cabeza. Se pasó la mano por el pelo y notó que había más.
«Lo saben —pensó—. Saben lo que he hecho… Lo que Cornelius y yo hemos hecho.»
—Yo… —empezó a decir.
—Christine… —balbuceó otra vez Annelie.
Entonces la suegra de Elisa se incorporó súbitamente. Y cuando Elisa se acercó, vio, bajo la débil luz rojiza, que había lágrimas en sus ojos.
—Jule debería estar aquí —su voz parecía quebrada—. Aunque no pueda ayudar, por lo menos debería estar con él.
Fue entonces cuando Elisa se enteró de que había sucedido algo muy grave, algo mucho más grave que lo que ella acababa de hacer: por tristeza, por desesperación, por añoranza o incluso por amor… Eran tantos los sentimientos que la habían arrojado a los brazos de Cornelius…, pero no había nada que bastase para perdonarse. No cuando Christine continuó hablando y ella comprendió por fin lo que había ocurrido.
—Elisa, es Lukas…
El horror la alcanzó como un puñetazo. Le temblaron las piernas, se tambaleó y, mientras Christine se quedaba en pie, rígida, Annelie corrió a su lado para sujetarla.
—¿Qué ha pasado? —gritó Elisa.
Aquel horror no era el peor sentimiento que la embargaba, sino otro, más mezquino, que se le unía: el temor a que Annelie pudiera percibir el olor de Cornelius, que ahora impregnaba su ropa.
Bruscamente, apartó a su madrastra.
—¿Qué ha pasado? —preguntó de nuevo, esta vez en voz más baja.
—Llevaba todo el rato con fiebre, pero nadie lo había notado —la informó Christine con voz entrecortada—. Hace un momento se disponía a continuar arreglando el techo del granero, pero por lo visto se ha desmayado. Tal vez se debiera a la herida de la cabeza y no a la fiebre, pero lo cierto es que se vino abajo y cayó del techo.
De repente, Elisa oyó un murmullo proveniente de arriba. Le recordaba aquellos días tenebrosos en los que Magdalena había estado rezando por su hijo muerto. Ahora, posiblemente, estaría junto al lecho de su hermano inconsciente, al que Annelie —según le contó Christine— había encontrado inmóvil, en el suelo, y que aún no había recobrado el sentido.
Elisa se tambaleó. Annelie la sujetó de nuevo y esta vez Elisa ya no tuvo fuerzas para apartarla.
—¿Y Jule? —preguntó Elisa—. ¿Qué ha dicho Jule?
Christine se dio la vuelta. Le temblaban los hombros.
—Jule ha dicho que sus ojos no reaccionan a la luz —murmuró Annelie respondiendo en lugar de Christine— y que eso es un mal síntoma.
Guardaron silencio. El único ruido que llegó hasta ellas era el murmullo de Magdalena. Mientras su cuñada había estado rezando por Ricardo, las oraciones habían quedado amortiguadas por los martillazos del propio Lukas. Pero quizá su marido ya no pudiera reparar un techo nunca más… Tampoco podría hacer un ataúd.
¿Quién se lo haría a él?
Ese pensamiento cruzó la mente de Elisa como un fogonazo mientras subía la escalera, si bien un instante después, ella misma se maldeciría por haber pensado ante todo en algo tan insignificante. Pero había otras cosas en las que apenas podía pensar: que no había estado junto a Lukas cuando este había caído del tejado, que lo había engañado, que su situación era muy grave, tal y como decía Jule.
Hasta el momento en que llegó junto a la cama, confió en que Jule estuviera equivocada. Pero cuando vio a su marido allí tumbado, como un muerto, cuando vio que su pecho apenas se movía al respirar, supo que Lukas iba a morir, y que si no sucedía hoy, sería mañana, o dentro de un par de días.
Magdalena se levantó y le cedió su sitio junto al lecho de Lukas, pero Elisa no pudo acercarse más. Estaba allí de pie, como petrificada.
«¿Qué he hecho? —pensó—. ¿Qué he hecho?»
Se resistió cuando su cuñada Magdalena la empujó con suavidad para que se acercara a su esposo. No era digna de estar allí. Jamás se había merecido a Lukas, ese hombre incansable, trabajador y abnegado.
«Y ahora también Lukas», pensó Greta.
Cuando ella se enteró, apenas llevaba una hora muerto. Ella había pasado por la casa de los Von Graberg de casualidad, no porque estuviera buscando a ninguno de sus inquilinos, sino a Cornelius. Toda aquella gentuza, como Viktor llamaba a los vecinos de la colonia, le importaba un comino. Pero Cornelius, que antes solía visitarla a menudo, sobre todo durante los fríos inviernos y en la época de la hambruna, llevaba días sin aparecer por su casa y Greta lo echaba de menos. Primero, la inquietud la había sobrecogido solo de forma sutil, pero pasado un tiempo no le quedó más remedio que empezar a buscar a Cornelius sin cesar y, por último, había conseguido escabullirse y escapar de la vigilancia de Viktor. Normalmente aquello era una empresa casi imposible. Sin embargo, el hambre había debilitado tanto a su hermano que en ocasiones este se dormía a plena luz del día. Ella, en cambio, casi no tenía hambre; lo que ella necesitaba, mucho más que comer un mendrugo de pan, era que Cornelius viniese a preguntarle cómo estaba.
Antes de que lo encontrara en la casa de los Von Graberg, Christine le salió al paso abruptamente y empezó a hablarle de carrerilla, mientras lloraba con desconsuelo, y solo al cabo de un rato Greta comprendió que Lukas había muerto y que la anciana Steiner creía en serio que ella había venido a expresarle su pésame. Pero antes de que Greta pudiera aclarar ese particular, Christine le dijo que necesitaba su ayuda. Greta debía salir en busca de Poldi. Él era el único que no conocía la triste noticia, pues se había ido al bosque a por leña.
«Así que de eso se trata —pensó Greta mirando fijamente a la madre de los Steiner—; necesita algo de mí. ¿Acaso hablaría conmigo si no fuera por esa razón?»
Mientras Christine luchaba interiormente por contener las lágrimas, su hija Christl —que la había seguido fuera de la casa— lloraba desconsoladamente. Greta la miró con desprecio. ¡Como si en realidad ella quisiera a su hermano Lukas! ¡De eso nada! Christl era vanidosa y desvergonzada. Al menos, eso era lo que Viktor decía de ella; Viktor, que evitaba a todas las demás personas, pero que de vez en cuando se ponía a observar a Christl Steiner desde lejos con ojos de cordero degollado. Viktor también decía que Christl no era capaz de amar, por lo menos no con ese amor que él sentía por ella, por Greta, el mismo amor que ella sentía por él. Al menos, eso era lo que su hermano creía, esa era su esperanza.
En los últimos meses, Greta había estado reflexionando sobre si amaba a Viktor o no y había llegado más bien a la conclusión de que lo odiaba, y lo odiaba, sobre todo, cada vez que le repetía aquello de «yo solo te tengo a ti».
Antes aquellas palabras eran para ella un síntoma de su propio poder sobre él, pero ahora le resultaban molestas. Sí, él solo la tenía a ella, para lo malo y para lo bueno. A veces él se lo demostraba abrazándola con fuerza, hasta el punto de que casi la asfixiaba, y a veces lo hacía pegándole.
Christl desapareció de nuevo dentro de la casa, pero Christine seguía mirándola de soslayo.
—Y bien, ¿puedes ir en busca de Poldi y decirle…? —Antes de que Christine pudiera completar su ruego, Greta ya se había dado la vuelta.
No estaba segura de si realmente quería salir en busca de Poldi. A fin de cuentas, había acudido allí en busca de Cornelius, ¿qué le importaba a ella que Lukas se hubiera muerto? Se trataba del marido de Elisa, no del suyo. ¿Acaso iba Cornelius a dedicarse a consolar a Elisa?
Aquella idea la inquietaba, así que apuró sus pasos. Muy pronto llegó al límite de los campos cultivados y se adentró en la selva.
Tal vez no fuera mala idea buscar a Poldi. Siempre era de algún modo… divertido… observarlo. A él y a Barbara. Verlos abrazarse, revolcarse, besarse como si quisieran devorarse, y verlos, luego, poniendo sus ropas en orden, avergonzados. Sí, era divertido y fascinante, y al mismo tiempo era asqueroso y cautivador y repugnante. Y a ella le producía una alegría perversa que ninguno de los dos se hubiera dado cuenta jamás de su presencia.
¿De verdad creía Christine que Poldi se había adentrado en el bosque solo para buscar leña? ¿De verdad estaba tan ciega esa mujer? Greta puso mucho cuidado para no hacer crujir las ramas bajo sus pisadas. Se imaginaba que podría sorprenderlos a los dos y, en ese preciso instante, darle a Poldi la noticia de la muerte de su hermano, justo cuando estuviese enganchado a Barbara y esta estuviera dando gritos de placer.
Las mejillas de Greta se ruborizaron de tan solo pensar en ello. Sin embargo, lo que oyó no fueron aquellos gemidos y gritos de placer que se había imaginado, sino una pelea sonada.
«Vaya, qué aburrido», pensó Greta decepcionada.
Los encontró en el claro de siempre, pero no se presentó de inmediato, sino que se ocultó detrás de dos árboles.
En ese momento, Poldi estaba intentando abrazar a Barbara, pero ella lo apartaba una y otra vez a empujones.
—¡No, no y no! —gritaba Barbara en un tono casi histérico—. No es el momento adecuado.
Poldi frunció el ceño, impaciente y exhausto. Probablemente, no fuera la primera vez que ella lo rechazaba ni le reprochaba tal cosa.
«¡Hipócrita!», pensó Greta para sus adentros. ¿Por qué Barbara había venido hasta allí, hasta aquel claro del bosque, si ahora lo rechazaba?
—Desde que Tadeus murió pareces despreciarme —se quejó Poldi.
—No te desprecio. Solo me siento miserable… y además…
—¿Es que ya no voy a poder abrazarte nunca? ¿No voy a poder tenerte entre mis brazos?
Barbara se encogió de hombros.
—Yo no creo que pueda ser otra vez como antes…, no debería ser como antes —murmuró ella desamparada.
—¡Barbara! —dijo Poldi exclamando su nombre con un tono insistente—. ¡Barbara, por favor, basta ya con eso! Sé que te sientes culpable… Y es cierto que cargamos los dos con esa culpa. Pero, a pesar de eso, no fuimos nosotros los que atrajimos a esos mapuches hasta aquí. No fuimos nosotros los que destruimos la cosecha. No matamos a Richard von Graberg ni a tu marido. Todo lo que ha sucedido es una desgracia terrible, pero nosotros debemos seguir viviendo. Y la verdad es que yo no puedo, no puedo, porque tengo esa sensación de que no podré ser feliz nuevamente, de que no podré reír de nuevo, ni…